Domingo segundo después de Navidad Ciclo C
Antífona de entrada
Cuando un silencio apacible lo envolvía todo y la noche llegaba a la mitad de su carrera, tu Palabra omnipotente, Señor, se lanzó desde el cielo, desde el trono real (cf. Sab 18,14-15).
La Iglesia pone como canto introductorio de la Misa este texto del libro de la Sabiduría. En él se habla de la noche en la que Dios liberó a los hebreos de la esclavitud egipcia, mediante el Ángel exterminador. La liberación de todo lo que nos encadena al pecado y sus consecuencias comienza para nosotros en el silencio de otra noche, la noche de Belén, en la que el Hijo de Dios, recostado en un comedero de animales, convierte la pobreza en la riqueza, lo insignificante en lo que importa y lo que no es en lo que es.
Oración colecta
Dios todopoderoso y eterno, esplendor de los que en ti creen, dígnate, propicio, llenar de tu gloria el mundo, y que el resplandor de tu luz se manifieste a todos los pueblos. Por nuestro Señor Jesucristo.
A los que creen y confían en Dios nada les parece realmente valioso, excepto Dios mismo, la única razón de su existir. Y lo que desean para ellos lo quieren -por la misma dinámica de su fe- para los demás. Éste es el pensamiento y el fin que subyacen en esta oración colecta: suscitar en nosotros el deseo de que la gloria de Dios -lo que de verdad importa en nuestra existencia- cale en nosotros, y que la conciencia de todos los hombres sea iluminada con la luz de Jesucristo -camino, verdad y vida- y el único que puede disolver las tinieblas de un mundo al que, en una parte importante de su población, sólo interesa lo material y lo inmediato.
Lectura del libro del Eclesiástico - 24,1-2. 8-12
La sabiduría hace su propia alabanza, encuentra su honor en Dios y se gloría en medio de su pueblo. En la asamblea del Altísimo abre su boca y se gloría ante el Poderoso. «El Creador del universo me dio una orden, el que me había creado estableció mi morada y me dijo: “Pon tu tienda en Jacob, y fija tu heredad en Israel”. Desde el principio, antes de los siglos, me creó, y nunca jamás dejaré de existir. Ejercí mi ministerio en la Tienda santa delante de él, y así me establecí en Sion. En la ciudad amada encontré descanso, y en Jerusalén reside mi poder. Arraigué en un pueblo glorioso, en la porción del Señor, en su heredad».
El capítulo veinticuatro del libro del Eclesiástico, junto con otros pasajes del libro de la Sabiduría y Proverbios, es de los textos bíblicos que mejor expresa la revelación de la sabiduría en el Antiguo Testamento. En este fragmento es la propia Sabiduría quien, alabándose a sí misma a la vista de sus obras inscritas en la creación, invita a todos a participar de sus bienes. Que haga su propio elogio no debe extrañarnos, pues ¿quién podría juzgarla que no sea ella misma? Eso sí. Se alaba a sí misma ante el Altísimo, con quien, desde siempre, mantiene una íntima unidad.
A la sabiduría que, como tal, es una realidad universal, le ordenó su creador y el creador del universo que se estableciese y fijase su morada en Israel, el pueblo elegido por Dios para manifestarse a todas las naciones. Ella que, “desde el principio, antes de los siglos, fue creada, y nunca jamás dejará de existir”, ejerce su ministerio en el corazón religioso de este pueblo. De su boca salieron las palabras dichas a Moisés sobre las normas con las que se debía dar culto a Dios; de ella brotaron las leyes que debían regir la vida religiosa, social y política del pueblo elegido; era la Sabiduría la que hablaba a través de los profetas, la que hacía volverse a Dios a los grandes orantes de Israel, la que infundía esperanza en los que aguardaban la venida del Mesías.
Todos éstos, sin atisbar el alcance último de sus palabras, sin saber del todo a quién rezaban y desconociendo los planes de Dios sobre lo que esperaban, se estaban refiriendo a Cristo, “sabiduría eterna salida de la boca del Padre”, una locura y una necedad para los griegos y una piedra en la que tropiezan en su pensamiento sobre Dios los judíos. Para nosotros, los que hemos creído en Él, “el poder de Dios y la sabiduría de Dios (1Cor 1,24).
Salmo responsorial – 147
El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros.
Este versículo del prólogo del Evangelio de San Juan expresa de modo solemne el fundamento mismo de nuestra fe: la entrada efectiva de Dios en la historia humana. Son estas palabras, grabadas en lo más profundo de nosotros mismos, las que deben presidir nuestra relación con Dios y con nuestros hermanos.
Glorifica al Señor, Jerusalén; alaba a tu Dios, Sion. Que ha reforzado los cerrojos de tus puertas, y ha bendecido a tus hijos dentro de ti.
La parte final del salmo 147 comienza con esta invitación a Jerusalén: el salmista da gloria al Señor porque ha defendido la ciudad santa, “reforzando los cerrojos de sus puertas”, y la ha colmado de hijos sanos, que serán la garantía de un futuro esplendoroso para ella. Los discípulos de Cristo glorificamos a Dios, porque la Iglesia, la nueva Jerusalén, está defendida por la continua asistencia del Espíritu Santo y asegurada en el tiempo por el mismo Cristo: “Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”. Ella, como Madre fecunda, reparte a raudales la fe y, con la fe, frutos abundantes de vida eterna. Ahí están como muestra los santos, sus mejores hijos, que, llenos de vitalidad, alegran con su testimonio y con sus obras de amor las calles de nuestro mundo.
Ha puesto paz en tus fronteras, te sacia con flor de harina. Él envía su mensaje a la tierra, y su palabra corre veloz.
[Pan y paz. Esto es todo lo que necesita un pueblo o una ciudad. Pan para vivir y paz para convivir. Esto es lo que los profetas habían anunciado cuando hablaban de la restauración: “Yo cambiaré la suerte de mi pueblo Israel: reconstruirán las ciudades devastadas y vivirán en ellas, plantarán viñas y beberán su vino, cultivarán huertas y comerán sus frutos” (Amós 9,14)] (Del libro Canten al Señor un canto nuevo).
El mensaje de Dios llega a todas partes a través de las maravillas de su creación: “El cielo proclama la gloria de Dios y el firmamento pregona la obra de sus manos (...) A toda la tierra alcanza su pregón y hasta los límites del orbe su lenguaje” (Salmo 18).
Anuncia su palabra a Jacob, sus decretos y mandatos a Israel; con ninguna nación obró así, ni les dio a conocer sus mandatos.
El salmista pondera el gran beneficio recibido por el pueblo elegido: la Ley, en la que, de modo concreto y minucioso, se manifiesta la voluntad divina. El Dios que dirige el curso de la naturaleza y de la historia se dignó escoger a Israel como su propia heredad. A este pueblo le entregó sus mandamientos y sus normas para mantenerlo en el camino de la virtud y de la salvación.
Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Efesios - 1,3-6. 15-18
Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en Cristo con toda clase de bendiciones espirituales en los cielos. Él nos eligió en Cristo antes de la fundación del mundo para que fuésemos santos e irreprochables ante él por el amor. Él nos ha destinado por medio de Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad, a ser sus hijos, para alabanza de la gloria de su gracia, que tan generosamente nos ha concedido en el Amado. Por eso, habiendo oído hablar de vuestra fe en Cristo y de vuestro amor a todos los santos, no ceso de dar gracias por vosotros, recordándoos en mis oraciones, a fin de que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, os dé espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo, e ilumine los ojos de vuestro corazón para que comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama, cuál la riqueza de gloria que da en herencia a los santos.
La acostumbrada acción de gracias de casi todas las cartas de San Pablo, que precede al desarrollo del tema principal, es sustituida, en esta ocasión, por este himno, una de las páginas más densas en teología espiritual de todo el Nuevo Testamento.
El apóstol bendice a Dios por habernos Él bendecido en Cristo con toda clase de gracias espirituales en los cielos, gracias que, debidas al Espíritu que habita en nosotros, adelantan ya aquí los bienes celestiales y eternos a cuyo disfrute estamos destinados.
No somos un producto de la naturaleza, sino del amor de Dios que, desde toda la eternidad, ha pensado en nosotros para que, incorporados a Cristo, seamos sus hijos y participemos de su santidad y de su amor de una forma intachable. Dios, aunque conoce mejor que nadie nuestra debilidad y nuestras limitaciones, rechaza nuestra mediocridad, no se contenta con que seamos buenas personas; tiene para cada uno de nosotros un proyecto grandioso: “Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto”(Mt 5, 48). Pensamos casi siempre que la santidad es para otros. Éste es un pensamiento totalmente equivocado e injusto con Dios, que no hace acepción de personas. ¿Qué Dios es éste que concede la alegría de ser santos sólo a algunos? Quizá sea ésta la causa de esta actitud: que no acabamos de creernos que ser santo es la mayor felicidad con la que podamos soñar y la mayor alegría que puede caber en nuestro ser.
San Pablo da gracias a Dios por la fe y la caridad de los efesios y pide que les siga iluminando para que puedan entender la grandeza de la esperanza cristiana, esperanza que no puede fallar, ya que se apoya en el poder de Dios, tan claramente manifestado en lo realizado en Jesucristo. La salud es uno de los bienes mejor valorados y deseados en nuestra sociedad, pero, al referirnos exclusivamente a la salud física, nos mantenemos a ras de tierra, haciendo honor a la mediocridad. San Pablo da gracias a Dios por la salud de los efesios, refiriéndose a la verdadera salud, aquélla que procede de la fe, de la esperanza y del amor, y pide que Dios siga iluminando su entendimiento para que calibren de verdad el inmenso beneficio que comporta la esperanza cristiana. El estar imbuidos de esta esperanza es lo que ha llevado a los santos a desprenderse de todos los bienes de este mundo para escoger el único Bien y la verdadera felicidad. Pensamos que ser cristianos es estar comprometidos humana y socialmente, y es verdad, pero, para que este compromiso sea auténtico, debe estar firmemente enraizado en nuestra unión con Dios, en la esperanza a la que hemos sido convocados y en el firme deseo de gozar de la inmensa riqueza que se nos ha prometido.
“Ningún hombre podría vislumbrar para sí un destino tan desmesurado. Sólo el Espíritu de Dios, que ha sido derramado en nuestros corazones, nos hace capaces de tal osadía: la de considerarnos herederos de toda la riqueza de gloria de Dios” (Urs von Balthasar, Luz de la Palabra).
Aclamación al Evangelio
Aleluya, aleluya, aleluya. Gloria a ti, Cristo, proclamado en las naciones; gloria a ti, Cristo, creído en el mundo.
Glorificando a Cristo, digno de ser aclamado y creído por todos los hombres, nos disponemos a escuchar con la seriedad y la admiración que merece la perla del Nuevo Testamento, el prólogo al Evangelio de San Juan.
Lectura del santo evangelio según san Juan - 1,1-18
En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios. Él estaba en el principio junto a Dios. Por medio de él se hizo todo, y sin él no se hizo nada de cuanto se ha hecho. En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. Y la luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no lo recibió. Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: este venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él. No era él la luz, sino el que daba testimonio de la luz. El Verbo era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre, viniendo al mundo. En el mundo estaba; el mundo se hizo por medio de él, y el mundo no lo conoció. Vino a su casa, y los suyos no lo recibieron. Pero a cuantos lo recibieron, les dio poder de ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre. Estos no han nacido de sangre, ni de deseo de carne, ni de deseo de varón, sino que han nacido de Dios. Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad. Juan da testimonio de él y grita diciendo: «Este es de quien dije: el que viene detrás de mí se ha puesto delante de mí, porque existía antes que yo». Pues de su plenitud todos hemos recibido gracia tras gracia. Porque la ley se dio por medio de Moisés, la gracia y la verdad nos han llegado por medio de Jesucristo. A Dios nadie lo ha visto jamás: Dios unigénito, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer.
El evangelio de hoy, segundo Domingo después de Navidad, es el prólogo al Evangelio de San Juan, una joya bíblica muy estimada por los creyentes a lo largo de la historia cristiana. Había quien lo llevaba colgado al cuello, como una medalla; se recitaba a los enfermos, a los moribundos y a los niños recién bautizados; con su lectura se concluía la misa hasta la reforma litúrgica del Vaticano II. Y es que, para el sentido cristiano, estos versículos condensan la obra salvadora de Cristo. Es muy probable que el prólogo fuese un himno litúrgico muy antiguo, que fue añadido como introducción a este evangelio. Su finalidad, como la de todo el evangelio del discípulo amado, es fortalecer en sus directos destinatarios, y también en nosotros, la fe en Jesús como “el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengamos vida en su nombre” (Jn 20,31).
El evangelio de San Juan es una respuesta a la falta de concreción del Dios, preexistente e incomprensible, de los filósofos griegos: Dios, “en quien están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia” (Col 2,3), se ha manifestado -de una forma que el hombre no podía imaginar- en el hombre Jesús de Nazaret.
En este himno bíblico apreciamos cuatro secciones, correspondientes a cuatro temas distintos, pero relacionados: la relación que el Verbo, es decir, Jesús, mantiene con Dios (v. 1-2), la relación con la Creación (v. 3-8), la relación con la Revelación (v. 9-13) y con el hecho de la Encarnación (v. 14-18).
Los dos primeros versículos nos dicen que Jesús, la Palabra eterna de Dios, ha existido siempre; que siempre ha estado junto a Dios; y que Él mismo es Dios. Esta eterna intimidad de Jesús con el Padre sigue presente a lo largo de su vida en la tierra, como demuestran sus largas noches en oración y, entre muchas otras, aquellas palabras pronunciadas por Él en la Oración Sacerdotal de la Última Cena: “Ahora, Padre, glorifícame tú, junto a ti, con la gloria que tenía a tu lado antes que el mundo existiese” (Jn 17,5). Nosotros, que hemos creído en Jesús como el Mesías esperado y hemos sido incorporados a su vida, participamos de esta intimidad que tiene con el Padre, intimidad que se hace especialmente efectiva en nuestros momentos de oración. Nos conviene, por tanto, aprender a hablar con el Señor. Por eso, como aquel discípulo del Evangelio, nos dirigimos a Jesús y le decimos: “Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1)
Los siguientes versículos nos muestran el papel del Verbo en la creación del mundo: por Él, es decir, por Jesús, fueron creadas todas las cosas sin excepción; en Él estaba la Vida que, como Luz de los hombres, brilla en las tinieblas de este mundo, a pesar de que este mundo oscuro no quiso recibirla; esta Luz fue anunciada por Juan el Bautista, el cual, siendo testigo privilegiado de la misma, la señala con el dedo: “He ahí el cordero De Dios que quita el pecado del mundo” (Jn 1,29). Son muchas las ocasiones en que Jesús se presenta como la Luz del mundo a lo largo de su vida. Basta, para no alargarnos, registrar este pasaje: “Yo soy la luz del mundo; el que me siga no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida” (Jn 8,12). De esta parte del prólogo sacamos dos conclusiones prácticas: 1) Si nuestra vida es una vida en la de Cristo, lo que Ėl fue o hizo también lo somos y debemos hacer nosotros: con Él también participamos de su acto creador y conservador de la naturaleza: si por Ėl fueron creadas todas las cosas, también lo fueron de algún modo por nosotros, que estamos unidos a Él: ello implica por nuestra parte la responsabilidad de colaborar con Jesús en el cuidado de la creación entera, cuidado que, en estos momentos, se concreta en la conservación y mejora de la Tierra, nuestra casa común. 2) En este mundo que nos ha tocado vivir, en el que la Luz de Dios parece como apagada por las ideologías materialistas y positivistas y por el desarrollo descontrolado del consumismo, se hace más necesario que nunca dejarnos iluminar por Cristo para que seamos, como Él, la Luz que señale a los hombres el camino que lleva a la Verdad: “Que brille así vuestra luz entre los hombres para que, viendo vuestras buenas obras glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos” (Mt 5,16).
El Verbo vino al mundo, al mundo que había sido creado por medio de Él, para iluminar a los hombres, pero los hombres lo ignoraron, siendo, incluso, rechazado por sus más cercanos. No obstante, hubo quienes lo aceptaron y a éstos les dio la capacidad de hacerse hijos de Dios, hijos, no engendrados por la carne y la sangre, sino por el querer mismo de Dios: “Recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre!” (Rm 8,15). Hay que nacer de nuevo, dijo Jesús a Nicodemo: “El que no nazca de lo alto no puede ver el Reino de Dios” (Jn 3,3). Como ya anunció Simeón a María, Jesús iba a ser un signo de contradicción para los hombres de su tiempo, y también para nosotros: unos, como María Magdalena, la mujer samaritana o el cojo de Betsaida, creen en Él; otros, en cambio, versados en la Ley y en lo que dicen las Escrituras acerca del Mesías, deciden no creer. Para desgracia nuestra, lo mismo ocurre en la actualidad.
Es en la cuarta parte del Prólogo donde aparece escrito el acontecimiento central de la historia: “El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros”: de ello da cuenta el autor -“hemos contemplado su gloria”- y Juan el Bautista, que lo señala como el que viene detrás de él y es más grande que él. Dios se hizo uno de nosotros, es más, se puso en el último lugar y “se hizo obediente hasta someterse a la muerte, y una muerte de cruz” (Fl 2,8). No es necesario especificar las aplicaciones prácticas que, en nuestro comportamiento con Dios, con los hombres y con nosotros mismos tienen estas últimas palabras.
De la plenitud del Verbo encarnado hemos sido colmados de gracia tras gracia y en Ėl hemos sido obsequiados por el Padre con todo su amor: “Tanto amó Dios al mundo, que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 13,16). Es el amor con el que Dios nos amó la riqueza que llena nuestra existencia.”En la tarde de la vida nos examinarán en el amor” (San Juan De la Cruz).
El Verbo, en fin, nos ha dado el conocer a Dios: “A Dios nadie lo ha visto jamás: Dios unigénito, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer”. Jesucristo, la imagen perfecta del Padre, hombre y Dios al mismo tiempo, es el único a través del cual accedemos a Dios. “Quien me ve a mí ve al Padre” (Jn 14,8). Sin Jesús, todo lo que hablemos sobre Dios, o todo lo que creamos haber comprendido sobre Dios, es algo hueco y siempre fragmentario. En este hombre ve San Juan “lo que existía desde el principio”, en este hombre sus seguidores vieron con sus ojos y tocaron con sus manos la Palabra eterna de Dios (1Jn 1,1).
Oración sobre las ofrendas
Santifica, Señor, estas ofrendas por el nacimiento de tu Unigénito, en el que se nos muestra el camino de la verdad y se nos promete la vida del reino celestial. Por Jesucristo, nuestro Señor.
El pan y el vino, que presentamos para ser consagrados, quedan santificados y. junto a estos dones, todo lo que de nosotros mismos ponemos en el altar: nuestras debilidades y faltas, pero también nuestras intenciones de llevar una vida de acuerdo con el querer de Dios. Para que esta consagración nos saque de la rutina y cambie realmente nuestra existencia, debemos desearla vivamente. Es lo que pedimos en esta oración de ofertorio en que, meditando en el pesebre de Belén, actualizamos nuestra confianza en el Hijo de Dios que, hecho hombre, nos nuestra el camino de la Verdad -el camino de la humildad- y nos promete la Vida eterna: “Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia” (Jn 10,10).
Antífona de comunión
A cuantos lo recibieron les dio poder de ser hijos de Dios (Jn 1,12).
Nos acercamos a comulgar sabiendo que, al recibir el sacramento, renovamos nuestra incorporación al Señor y crecemos en la conciencia de nuestra filiación divina, de que somos hijos de Dios en el Hijo de Dios por excelencia, es decir, en Cristo.
Oración después de la comunión
Humildemente te pedimos, Señor y Dios nuestro, que la eficacia de este sacramento nos purifique de nuestros pecados y dé cumplimiento a nuestros buenos deseos. Por Jesucristo, nuestro Señor.
Imitando la humildad de Jesús, que no vino a ser servido, sino a servir, nos dirigimos al Padre para pedirle que el sacramento que hemos recibido nos libere -“nos purifique”- de nuestras faltas de fe, de esperanza y de amor, y nos conceda realizar aquellas cosas que, en el fondo de nuestro ser, de verdad deseamos: aquéllas que, ajustadas a su voluntad, nos hacen crecer como personas y como discípulos de su Hijo. Que en todo lo que hagamos busquemos agradar al Señor, y ya sabemos que Él disfruta cuando nos ponemos al servicios de sus hijos, que son, en el más hondo significado de la palabra, nuestros verdaderos hermanos.