Solemnidad del Corpus Christi C

Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo C

Solemnidad

Antífona de entrada

El Señor los alimentó con flor de harina y los sació con miel silvestre (cf. Sal 80,17)

Fue al Israel fiel, aquel que escuchaba la palabra de Dios e intentaba ponerla en práctica, a quien el Señor alimentó con flor de harina y sació con miel silvestre. Así lo aclara el salmo del que se ha extraído este texto, unos versículos anteriores: “¡Ojalá me escuchase mi pueblo y caminase Israel por mi camino!”. Esta flor de harina es Cristo, la Palabra de Dios encarnada, y esta miel silvestre es la dulzura que brota de su corazón, dulzura que endulza la vida de los creyentes haciéndolos, como Él, mansos y humildes. Dispongamos nuestro corazón para alimentarnos fructuosamente de la fortaleza de esta Palabra (lecturas) y de la dulzura del corazón de Cristo, que se unirá a nuestra alma en una completa simbiosis de amor (comunión).


Oración colecta

Oh, Dios, que en este sacramento admirable nos dejaste el memorial de tu pasión, te pedimos nos concedas venerar de tal modo los sagrados misterios de tu Cuerpo y de tu Sangre, que experimentemos constantemente en nosotros el fruto de tu redención. Tú, que vives y reinas con el Padre.

La Eucaristía es el sacramento por excelencia, el lugar en el que Cristo, como hombre y como Dios, se hace presente para alimentarnos y para hacernos partícipes de su intimidad. En ella se hace actual todo lo que el Verbo encarnado dijo e hizo en su vida mortal y, de modo especial, en su pasión y su muerte. Debido a nuestra debilidad y a las distracciones mundanas, que reclaman constantemente nuestra atención, necesitamos la ayuda de la gracia para empaparnos de la grandeza de este sacramento. Es lo que pedimos al Padre: que la fe reemplace la incapacidad de nuestros sentidos para venerar el misterio del cuerpo y de la sangre de su Hijo y experimentar así “el fruto de la redención”, es decir, la unión con Él y con nuestros hermanos, los hombres.

Lectura del libro del Génesis 14,18-20

En aquellos días, Melquisedec, rey de Salén, sacerdote del Dios altísimo, sacó pan y vino, y le bendijo diciendo: «Bendito sea Abrán por el Dios altísimo, creador de cielo y tierra; bendito sea el Dios altísimo, que te ha entregado tus enemigos». Y Abrán le dio el diezmo de todo.


El pequeño fragmento bíblico que nos propone hoy la Iglesia como primera lectura parece salirse a primera vista del propósito del resto de relatos del libro del Génesis. Pero si el autor sagrado lo inserta es, sin duda, porque para él despierta un interés importante. El nombre de Melquisedec aparece sólo dos veces en el Antiguo Testamento: en este fragmento y en el salmo 109 que nos propone hoy la Iglesia como salmo responsorial: “Tú eres sacerdote eterno, según el rito de Melquisedec”.


El contexto histórico en el que se encuadra este fragmento es el siguiente: Abraham viene de liberar a su sobrino Lot, hecho prisionero junto con su rey, el rey de Sodoma, que fue vencido en una batalla mantenida entre varios reyes de la región. En el camino de vuelta, y quizá para solidarizarse con esta victoria, le sale al encuentro un misterioso personaje, Melquisedec, que le ofrece pan y vino para que se alimenten él y sus acompañantes, cansados y quizá desnutridos por la hazaña en la pelea que acababan de librar. Por lo que nos dice este texto, pocas cosas podemos saber de este misterioso personaje, pero las justas para destacar su importancia en la historia de la salvación. Nos extraña, en primer lugar, que el autor sagrado no mencione para nada su genealogía, algo habitual en la Biblia cuando nos presenta algún personaje importante. Pero, en cambio, nos dice algunas cosas interesantes, como a) que Melquisedec era, al mismo tiempo, rey y sacerdote: rey de Salem -muy probablemente la ciudad que con el rey David se convertirá en Jerusalén- y sacerdote del Dios Altísimo; b) que bendijese al Dios Altísimo por el éxito de Abraham; c) que bendijese a Abraham de parte del Dios Altísimo; y d) que Abraham le ofreciese la décima parte del botín que había arrebatado a sus enemigos, lo que demuestra que lo reconocía como un verdadero sacerdote.Todas estas precisiones tienen probablemente la finalidad demostrar la existencia de un sacerdocio distinto del sacerdocio levítico y anterior al mismo. Y, de hecho, así lo consideraron los que, a partir del reinado de David, esperaban la venida del Mesías, como se demuestra en el salmo antes citado, y posteriormente en los primeros cristianos, que relacionaron este sacerdocio con el sacerdocio de Cristo.


Salmo responsorial - 109  (110)


Tú eres sacerdote eterno, según el rito de Melquisedec.


Oráculo del Señor a mi Señor: «Siéntate a mi derecha,
y haré de tus enemigos  estrado de tus pies».


Desde Sion extenderá el Señor  el poder de tu cetro:
somete en la batalla a tus enemigos.


«Eres príncipe desde el día de tu nacimiento  entre esplendores sagrados;
yo mismo te engendré, desde el seno, antes de la aurora».


El Señor lo ha jurado y no se arrepiente:  «Tú eres sacerdote eterno,
según el rito de Melquisedec».


Estamos ante un salmo real, ligado a la dinastía de David. Está concebido, al parecer, para formar parte del ritual de intronización de los reyes, una ceremonia que en Israel, debido a la desaparición de la monarquía, se celebró en muy contadas ocasiones. Para la tradición judía estas alabanzas eran referidas al Mesías que había de venir; la tradición cristiana, por su parte, veía en este rey al consagrado por excelencia, esto es, a Cristo, al mismo tiempo, sacerdote y rey.


Muy apreciado por la Iglesia antigua, ha sido rezado por los creyentes de todas las épocas, como una forma de celebrar a Cristo que, por su Resurrección, ha sido elevado a la derecha del Padre, desde donde ejerce su sacerdocio y reinado eternos.

“Oráculo del Señor a mi Señor: Siéntate a mi derecha, y haré de tus enemigos estrado de tus pies”

Dios, “el Señor”, hace sentar al rey, “mi Señor”, a su derecha, haciéndole participar en el señorío divino, un señorío que se concreta también en la victoria sobre sus enemigos: “Haré de tus enemigos estrado de tus pies”. Esta glorificación regia fue interpretada por los autores del Nuevo Testamento como un anuncio profético del Mesías. Así, los tres sinópticos lo ponen en labios de Cristo para demostrar ante los fariseos que el Mesías no es hijo de David, sino de Dios: “¿Cómo David, movido por el Espíritu, le llama Señor, cuando dice: Dijo el Señor: siéntate a mi derecha hasta que ponga a tus enemigos debajo de tus pies? (Mt 22, 43-44). San Pedro, a su vez, después de citar el salmo en el discurso de Pentecostés, pronuncia estas solemnes palabras: “Sepa, pues, con certeza toda la casa de Israel que Dios ha constituido Señor y Cristo a este Jesús a quien vosotros habéis crucificado”  (Hech 2,36).

En efecto, Cristo es el Señor entronizado, el Hijo del hombre sentado a la derecha de Dios, que viene sobre las nubes del cielo (Mt 26,64); el que es superior a los ángeles y está sentado en los cielos por encima de toda potestad y con todos sus adversarios a sus pies, hasta que el último enemigo, la muerte, sea definitivamente vencido por él; el nuevo David -no un sucesor suyo-, enviado por Dios para vencer a todos los adversarios de Dios y dar a los hombres la vida divina.

Entre el rey protagonista de nuestro Salmo y Dios existe una íntima relación hasta el punto que es Dios mismo quien extiende el cetro del soberano dándole la tarea de dominar sobre sus adversarios, come reza el versículo: “Desde Sión extenderá el Señor el poder de tu cetro para someter en la batalla a sus enemigos”.

El rey ejerce su poder viviendo en la dependencia de Dios y en la obediencia a Dios, convirtiéndose así en el signo principal, dentro del pueblo, de su presencia poderosa y providente. Esta dependencia es absoluta, pues afecta hasta el origen mismo de su existencia: “Eres príncipe desde el día de tu nacimiento entre esplendores sagrados; yo mismo te engendré, desde el seno, antes de la aurora”. Con esta imagen sugestiva y enigmática termina la primera estrofa del Salmo, a la que sigue otro oráculo, que abre una nueva perspectiva, en la línea de una dimensión sacerdotal conectada con la realeza.  

«El Señor lo ha jurado y no se arrepiente: “Tú eres sacerdote eterno, según el rito de Melquisedec”».

Melquisedec, sacerdote y rey de Salem, había bendecido a Abraham y había ofrecido pan y vino después de la victoriosa campaña militar librada por el patriarca para salvar a su sobrino Lot de las manos de los enemigos que lo habían capturado (primera lectura). En la figura de este personaje convergen el poder real y el sacerdotal, y ahora el Señor los proclama en una declaración que promete eternidad: el rey celebrado por el Salmo será sacerdote para siempre, mediador de la presencia divina en medio de su pueblo mediante la bendición que viene de Dios y que en la acción litúrgica se encuentra con la respuesta de bendición del hombre.

Lectura de la primera carta del apóstol san Pablo a los Corintios 11,23-26

Hermanos: Yo he recibido una tradición, que procede del Señor y que a mi vez os he transmitido: que el Señor Jesús, en la noche en que iba a ser entregado, tomó pan y, pronunciando la acción de gracias, lo partió y dijo: «Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros. Haced esto en memoria mía». Lo mismo hizo con el cáliz, después de cenar, diciendo: «Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre; haced esto cada vez que lo bebáis, en memoria mía». Por eso, cada vez que coméis de este pan y bebéis del cáliz, proclamáis la muerte del Señor, hasta que vuelva.

“Yo he recibido una tradición, que procede del Señor y que a mi vez os he transmitido”. Con estas palabras, San Pablo nos ilustra sobre el verdadero sentido de la tradición en la Iglesia. No se trata tanto de una costumbre que hay que respetar, cuanto de un tesoro de doctrina que debemos transmitir y que se remonta al mismo Jesús: si nosotros somos creyentes en la actualidad, es porque a lo largo de más de dos mil años los cristianos, como si de una carrera de relevo se tratase, han transmitido el depósito de la fe de unas generaciones a otras. A nosotros nos toca transmitir ahora esta fe, para lo cual debemos asegurarnos de que la misma responde realmente a lo dicho y enseñado por Cristo: se trata de no caer en el peligro de transmitir nuestras propias prejuicios e ideas personales.

Es esta transmisión la que construye el cuerpo de Cristo a lo largo de la historia. No se trata, por otra parte, de una transmisión intelectual, sino de hacer entrar a otros en el misterio de Cristo a partir de nuestra vivencia eclesial del mismo. La lectura de hoy se inscribe en una crítica de San Pablo a los corintios, cuyo comportamiento como cristianos no corresponde a lo que él, después de recibirlo de Cristo y de los apóstoles, les ha transmitido: “Oigo que, al reuniros en la asamblea, hay entre vosotros divisiones… Cuando os reunís, pues, en común, eso ya no es comer la Cena del Señor… Qué voy a deciros? ¿Alabaros? ¡En eso no los alabo“  (1Cor 11, 18.20.22). ¿Nos alabaría San Pablo a nosotros, que vivimos un cristianismo en el que la unidad brilla por su ausencia? Unas divisiones, no sólo a gran escala, entre católicos, protestantes y ortodoxos, sino dentro de  la propia Iglesia Católica en nuestras comunidades y grupos cristianos?

Como contrapartida a estas divisiones entre los cristianos de Corintio y también a las nuestras, San Pablo nos transmite la tradición eucarística que él, a su vez, había recibido. Estamos muy probablemente ante el primer relato escrito de la institución de la Eucaristía (entre los años 54 y 57). San Pablo la relaciona directamente con la pasión y muerte del Señor: “en la noche en que iba a ser entregado, tomó pan …”. A la traición por parte de uno de los suyos, a la incomprensión de los hombres hacia su persona y su obra, al odio por parte de sus enemigos, Jesús responde anticipadamente entregando su vida, la forma más completa de ejercer el perdón: “pronunciando la acción de gracias, lo partió y dijo: Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros…” Y “Lo mismo hizo con el cáliz, después de cenar, diciendo: Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre”. Ante la entrega radical de Cristo a los hombres, Pablo no puede por menos que escandalizarse por el comportamiento insolidario y mezquino de los corintios, un comportamiento que choca directamente con la Eucaristía, la fuente de la fraternidad.

Es por este motivo por el que la Iglesia celebra en el Jueves Santo “el día del amor fraterno”, y en el Domingo del Corpus, “el día de la caridad”. Jesús manifiesta el amor de Dios, dando su vida por nosotros, no sólo en el último tramo de la misma, sino a lo largo de toda su existencia terrena, amor siempre actual para nosotros en la celebración eucarística: “Cada vez que coméis de este pan y bebéis del cáliz, proclamáis la muerte del Señor, hasta que vuelva”

En la celebración eucarística nos trasladamos espiritualmente al momento real de la muerte del Señor, muriendo realmente con él a nuestro hombre viejo, marcado por las nuestras tendencias egoístas e idolátricas. Y, si realmente morimos con Él, nuestra existencia se convertirá en una existencia en favor de los demás, en la que los intereses de los demás sean nuestros propios intereses personales, “no haciendo nada por rivalidad ni por vanagloria; al contrario: considerando a los demás como superiores a uno mismo y buscando no el propio interés, sino el de los otros”  (Fil 2,3-4). Cuando comulgamos nuestra vida queda asimilada a la vida del Señor de tal manera, que ya no somos nosotros los que vivimos, sino Cristo el que vive en nosotros (Gál 2,20): nuestros criterios, nuestras actitudes, nuestros sentimientos serán los criterios, actitudes y sentimientos de Cristo. Seguiremos volviendo una y otra vez al modo de nuestra anterior existencia, pero seremos conscientes de que en esas recaídas dejamos de ser nosotros mismos y ello será un motivo para volver a nuestro verdadero ser. Como dice Benedicto XVI, “Una Eucaristía que no comporte un ejercicio práctico del amor es fragmentaria” (Benedicto XVI, Deus caritas est, 13).




Aclamación al Evangelio

Aleluya, aleluya, aleluya. Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo –dice el Señor–el que coma de este pan vivirá para siempre.


Lectura del santo evangelio según san Lucas 9,11b-17

En aquel tiempo: Jesús hablaba a la gente del reino y sanaba a los que tenían necesidad de curación. El día comenzaba a declinar. Entonces, acercándose los Doce, le dijeron: «Despide a la gente; que vayan a las aldeas y cortijos de alrededor a buscar alojamiento y comida, porque aquí estamos en descampado». Él les contestó: «Dadles vosotros de comer». Ellos replicaron: «No tenemos más que cinco panes y dos peces; a no ser que vayamos a comprar de comer para toda esta gente». Porque eran unos cinco mil hombres. Entonces dijo a sus discípulos: «Haced que se sienten en grupos de unos cincuenta cada uno». Lo hicieron así y dispusieron que se sentaran todos. Entonces, tomando él los cinco panes y los dos peces y alzando la mirada al cielo, pronunció la bendición sobre ellos, los partió y se los iba dando a los discípulos para que se los sirvieran a la gente. Comieron todos y se saciaron, y recogieron lo que les había sobrado: doce cestos de trozos.

Quizá nos sorprenda que la Iglesia haya elegido como lectura evangélica para esta fiesta del Corpus este texto en el que se narra este milagro de la multiplicación de los panes y los peces. ¿Qué relación existe entre la Eucaristía y este milagro? Intentemos responder, analizando los puntos más importantes del texto.

“Jesús hablaba a la gente del reino y sanaba a los que tenían necesidad de curación”.

Jesús anuncia el Reino de Dios con sus palabras y con sus hechos, en este caso, con la curación de los enfermos. Jesús está llevando a cabo la misión para la que ha sido enviado, misión que él mismo resumió en aquel breve discurso en la sinagoga de Nazaret, citando palabras del profeta Isaías: “He sido enviado para evangelizar a los pobres, para devolver la vista a los ciegos, para …” (Lc 4,18). El milagro de la multiplicación de los panes y los peces se inscribe igualmente en este contexto: alimentar a los que tienen hambre es una proclamación del Reino de Dios en acción.

“El día comenzaba a declinar”

Los discípulos comienzan a preocuparse por la gente que lleva todo el día escuchando al maestro. Se encuentran en un descampado. Despídelos para que vayan a las aldeas próximas a comprar alimentos, le dicen a Jesús, es decir, haz que se dispersen y que cada uno resuelva por sí mismo su problema alimentario. 

A Jesús no le convence esta solución y les propone algo, a primera vista, incomprensible: “Dadles vosotros de comer”. Pero, ¿cómo? ¿Dar de comer con sólo cinco panes y dos peces a más de cinco mil personas? Con ello se podría alimentar como mucho a una pequeña familia. Otra solución que proponen los discípulos: ¿Utilizar el dinero que que llevaban en sus idas y venidas con Jesús para comprar alimentos? Tampoco fue ésta la solución querida por el maestro. Según la lógica humana, las soluciones de los discípulos son del todo razonables, pero, en el fondo, estaban motivadas -sobretodo la primera- por la búsqueda de lo más cómodo para ellos: pensaban más en ellos -en salir del apuro- que en el problema de la gente.

Jesús, en cambio, se deja llevar por su corazón desbordante de amor y piensa ante todo el la necesidad de estas personas que están a punto de desmayarse. Al decirles “Dadles vosotros de comer”, Jesús da a entender que los recursos no se encuentran en las aldeas vecinas ni en el dinero ahorrado, sino en el alma de los mismos discípulos. Jesús quiere no sólo saciar el hambre de la multitud, sino también adoctrinar a los discípulos para que sean ellos los que, empleando los medios que de Dios han recibido, solucionen el problema. Los discípulos en las soluciones que proponían confiaban en los medios naturales, pero en ningún momento confiaron en Jesús que, igual que es capaz de caminar sobre las aguas, curar enfermos y hasta resucitar muertos, puede y quiere multiplicar abundantemente nuestros recursos naturales para realizar lo que a nosotros nos parece imposible. 

“Tomando él los cinco panes y los dos peces y alzando la mirada al cielo, pronunció la bendición sobre ellos, los partió y se los iba dando a los discípulos para que se los sirvieran a la gente”

La descripción de la multiplicación de los panes está contada por los cuatro evangelistas de tal forma, que nos anuncia la institución de la Eucaristía:  toma en sus manos los panes y los peces, dirige los ojos al Padre, los bendice, los parte y se los da a los discípulos. Los panes y los peces salen multiplicados de sus manos, de las de los discípulos que los reparten y hasta de los que los comparten con los compañeros de mesa.

“Pronunció la bendición sobre los cinco panes y los dos peces”

La bendición de los panes y los peces no es un rito mágico: es, imitando al Dios que se recrea en la bondad de lo creado, reconocer estos alimentos como un don de Dios y pedirle que, como administradores de los mismos, nos enseñe a compartirlos con los demás. Es éste el significado de la parte de la misa, antes llamada “Ofertorio” y ahora “Preparación de las ofrendas”: cuando ponemos en el altar el pan y el vino, que van a ser consagrados, reconocemos que todo es don de Dios, que nosotros no somos propietarios de las riquezas materiales, intelectuales o espirituales que Dios nos ha dado, sino administradores de las mismas para el bien de los demás. Es esta actitud de desprendimiento la que nos hace capaces de realizar milagros. Hoy nos dice también Jesús a nosotros “Dadles de comer” y con ello nos quiere hacer descubrir que tenemos recursos insospechados para quitar el hambre, la amargura y el desamor de muchas personas que caminan a nuestro lado, pero a condición de reconocer que todo lo que tenemos es un bien que Dios nos ha dado para que lo compartamos con los demás.

Ahora podemos entender la relación entre el milagro de la multiplicación de los panes y la fiesta del Cuerpo y de la Sangre de Cristo. La clave nos la da el Evangelio de San Juan en el que el relato de la institución de la Eucaristía ha sido sustituido por el del Lavatorio de los pies y la recomendación de Jesús de que hagamos nosotros lo mismo unos con otros. Ello quiere decir que, además de celebrar la institución de la Eucaristía en el momento de la Consagración de la misa, existe otra forma de recordar el memorial del Señor, a saber: ponernos al servicio de los demás, haciendo que las riquezas que Dios nos ha dado se multipliquen en favor de todos los hombres, especialmente de los más necesitados.

Oración sobre las ofrendas

Señor, concede propicio a tu Iglesia los dones de la paz y de la unidad, místicamente representados en los dones que hemos ofrecido. Por Jesucristo, nuestro Señor.

La espiritualidad cristiana nunca es estrictamente individual. El cristiano no puede separar el bien propio del bien de los demás, en este caso, de la comunidad eclesial. Por eso lo que pedimos en esta oración del ofertorio no es para nosotros, sino para la Iglesia -de la cual formamos parte como hijos-, para que el Señor la adorne con los dones de la paz y de la unidad, representados en el pan y el vino que ofrece el sacerdote. Esta petición la hacemos con la confianza de que nuestra oración será escuchada y concedida, pues ya nos dejó su paz el mismo Jesús -“La paz os dejo, mi paz os doy”-  y ya pidió al Padre para que viviéramos unidos  -“Que todos sean uno; como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros; para que el mundo crea que tú me enviaste”-.

Antífona de comunión

El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él, dice el Señor (cf. Jn 6,57).

Al acercarnos a comulgar, y para no convertir el acto de recibir a Cristo en una acción rutinaria que nos deje en la misma situación en la que estábamos, avivemos la certeza de que Jesús va a habitar realmente en nuestro interior y de que de nosotros, que al comerlo somos asimilados a Él, vamos a vivir en Él. Convirtámonos en niños y, como los niños que comulgan por primera vez, cantemos en el silencio de nuestro corazón aquella estrofa de una de las canciones de ese su día tan importante: “Yo le contaré lo que me pasa, como a mis amigos le hablaré, yo no sé si es Él el que habita en mí o si soy yo el que habita en Él”


Oración después de la comunión

Concédenos, Señor, saciarnos del gozo eterno de tu divinidad, anticipado en la recepción actual  de tu precioso Cuerpo y Sangre. Tú, que vives y reinas por los siglos de los siglos.

Alegrarnos y felicitarnos porque un ser de nuestra raza -un hermano nuestro- haya sido elevado al rango de la divinidad es un sentimiento que nos llena humanamente de orgullo. Pero esta alegría no sería real si este hecho no nos afectase directamente, es decir, si el hombre Jesús no se hubiese hecho una cosa con nosotros: sólo conocemos de verdad lo que experimentamos. Pero, para nuestro bien, el hombre Jesús ha entrado en nuestra existencia haciéndonos compartir su triunfo sobre el pecado y sobre la muerte y sentándonos con Él a la derecha del Padre. Al alimentarnos de su Cuerpo, nos ha asimilado a Él de tal manera que ya no vivimos en nosotros mismos, sino que es Cristo quien vive en nosotros. Al finalizar esta Eucaristía, pedimos al Padre que la realidad de la divinidad del hombre Jesús sea para nosotros el sentido y la alegría permanentes de nuestra vida.

Domingo Sma Trinidad C

 Domingo de la Santísima Trinidad C

Solemnidad

Oración colecta


Dios Padre, que, al enviar al mundo la Palabra de la verdad y el Espíritu de la santificación,revelaste a los hombres tu admirable misterio, concédenos, al profesar la fe verdadera, reconocer la gloria de la eterna Trinidad y adorar la Unidad en su poder y grandeza. Por nuestro Señor Jesucristo.

Nos dirigimos al Padre, que envió a su Hijo Jesucristo (la Luz verdadera que ilumina a todo hombre) y a su Espíritu (la guía perfecta que nos conduce a la santidad) para hacernos valorar y reconocer la impresionante realidad del misterio trinitario y venerarlo con nuestros labios, con nuestro corazón y con una vida entregada a los demás, imitando el amor que se tienen entre sí las tres divinas personas.


Lectura del libro de los Proverbios - 8,22-31

Esto dice la Sabiduría de Dios: «El Señor me creó al principio de sus tareas, al comienzo de sus obras antiquísimas. En un tiempo remoto fui formada, antes de que la tierra existiera. Antes de los abismos fui engendrada, antes de los manantiales de las aguas. Aún no estaban aplomados los montes, antes de las montañas fui engendrada. No había hecho aún la tierra y la hierba, ni los primeros terrones del orbe. Cuando colocaba los cielos, allí estaba yo; cuando trazaba la bóveda sobre la faz del abismo; cuando sujetaba las nubes en la altura, y fijaba las fuentes abismales; cuando ponía un límite al mar, cuyas aguas no traspasan su mandato; cuando asentaba los cimientos de la tierra, yo estaba junto a él, como arquitecto, y día tras día lo alegraba, todo el tiempo jugaba en su presencia: jugaba con la bola de la tierra, y mis delicias están con los hijos de los hombres».

Para la fe bíblica es fundamental la certeza de que Dios ha creado el mundo, un mundo en el que resplandece su sabiduría. Así lo canta el salmo 103/4: “¡Señor, qué numerosas son tus obras! Todas las has hecho con sabiduría, la tierra está llena de tus criaturas! (Sal 103/4, 24). Esta sabiduría es posible descubrirla con las capacidades racionales que Dios nos ha dotado al crearnos: “Desde la creación del mundo, lo invisible de Dios, su eterno poder y su divinidad, se pueden descubrir a través de las cosas creadas” (Rm 1,20). 

Y si ello es así, todo hombre puede estar seguro de que el universo en su conjunto tiene un sentido y un orden establecidos por una razón en beneficio para él. El sinsentido de que todo procede del azar es eso, un sinsentido que arroja al hombre a la obscuridad absoluta para su razón.

En este texto, el autor sagrado hace hablar a la propia sabiduría como si fuese una persona distinta de Dios y, a la vez, inseparable de Él. Es esta inseparabilidad de Dios la primera consideración que hacemos sobre la sabiduría, la cual reconoce que su existencia depende de Él: “El Señor me creó al principio de sus tareas… En un tiempo remoto fui formada… Antes de los abismos fui engendrada… Aún no estaban aplomados los montes, antes de las montañas fui engendrada”. Por la insistencia en el texto de la expresión “antes de…” podemos hablar de una cierta coeternidad de la sabiduría con el Creador.

La sabiduría, por otra parte, juega un papel fundamental en la creación del mundo: “Cuando colocaba los cielos…; cuando trazaba la bóveda sobre la faz del abismo…; cuando ponía un límite al mar…; cuando asentaba los cimientos de la tierra, yo estaba junto a él, como arquitecto”. En esta colaboración con Dios en la creación, la Sabiduría se recrea con Él en la belleza de las obras creadas, de modo principal en las criaturas humanas: “Todo el tiempo jugaba en su presencia -en la presencia de Dios-;:jugaba con la bola de la tierra, y mis delicias están con los hijos de los hombres», todo un eco del sentir gratificante de Dios después de haber creado el mundo: “Vio Dios cuanto había hecho, y todo estaba muy bien” (Gén 1,31).

En el texto que hemos leído subyace un aspecto importante de la fe de Israel y de nuestra fe cristiana. A saber: que el universo, la tierra. el hombre y todas las demás criaturas no son, en ningún caso -ya lo hemos dicho al principio- productos del caos o del azar, sino realizaciones de proyectos determinados por un ser inteligente y bondadoso. Esta profunda convicción nos lleva al abandono de todo pesimismo y fatalismo, a no perder nunca la confianza de sabernos parte esencial de un plan presidido en todo momento por la sabiduría y la bondad, a creer que Dios está siempre presente en nuestra vida, trabajando incansablemente por nuestro bien y por nuestra felicidad: “Tu bondad y tu gracia me acompañan a lo largo de mi vida; y habitaré en la Casa del Señor, por años sin término” (Sal 22/3, 6).

Nos preguntamos, por último, por la razón que haya podido tener la Iglesia para proponer esta lectura en esta fiesta de la Santísima Trinidad, siendo así que en la misma no aparece este término ni se hace alusión al Padre, al Hijo o al Espíritu Santo. La respuesta pasa por reconocer que al autor de Los Proverbios, un libro compuesto ocho siglos antes de Cristo, le interesaba sobretodo insistir en la unicidad de Dios con el fin de evitar que Israel, rodeado por todas partes de pueblos politeístas, cayese, por la influencia de éstos, en el pecado de la idolatría. Fue a raíz de la Resurrección de Cristo cuando los cristianos aprenderán que Dios no es un ser solitario, sino Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Y fue también entonces cuando los autores sagrados del Nuevo Testamento, releyendo las antiguas escrituras, vieron atisbos de esta relación interpersonal dentro del Dios uno. Uno de estos textos del Antiguo Testamento es el que hoy nos ha propuesto la Iglesia como primera lectura: en la protagonista del mismo, la sabiduría, se anunciaba para ellos la propia persona de Cristo, el Hijo de Dios, el Logos (Razón. Palabra) del Padre: “En el principio existía el Verbo (la Palabra) y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios” (Jn 1,1).

Y si Cristo es la sabiduría de Dios, aquél en quien se encuentran escondidos todos los tesoros de la ciencia y del conocimiento (Col 2,3), toda nuestra tarea como cristianos debe ser crecer en su conocimiento a través de la oración, de la lectura del Evangelio y de todos los medios a nuestro alcance para acercarnos cada vez más a su persona y poder identificarnos con ella, participando de su misma vida: “En esto consiste la vida eterna: en que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo” (Jn 17,3). Son a este respecto muy sabias estas palabras que dan principio a uno de los libros de espiritualidad que más han influido en nuestra historia cristiana, Se trata de la La imitación de Cristo, que comienza de esta forma: “Quien me sigue no anda en tinieblas, dice el Señor. Estas palabras son de Cristo, con las cuales nos exhorta a que imitemos su vida y costumbres, si queremos ser verdaderamente iluminados y libres de toda ceguedad del corazón. Sea, pues, todo nuestro estudio pensar en la vida de Jesús”.

Salmo responsorial – 8

¡Señor, Dios nuestro, qué admirable es tu nombre en toda la tierra!


La antífona de este salmo es el principio y el fin del mismo. En ella reconocemos la grandeza del Señor esparcida por toda la creación: “Señor, Dios nuestro, qué admirable es tu nombre en toda la tierra!

(Ensalzaste tu majestad sobre los cielos. De la boca de los niños de pecho
has sacado una alabanza contra tus enemigos,
para reprimir al adversario y al rebelde)

Estos versículos han sido omitidos, pero es conveniente comentarlos para entender el salmo en su conjunto. Los niños, con sus interminables preguntas -¿Por qué qué ilumina el sol? Porque está ardiendo, respondemos. Y ¿por qué arde?…- quedan asombrados -no tanto los adultos- ante la belleza y grandeza del universo y con su inocente asombro ensalzan al autor de tantas maravillas. Los que no tienen nada que preguntar, porque lo saben todo, quedan encerrados en su oscura caverna particular, esclavos de su enfermizo individualismo y negados a toda relación con Dios y con los demás: son los autosuficientes, los presuntuosos, los orgullosos, los que se niegan en rotundo a entrar en el camino de Jesús: “Si no os hacéis como niños, no entraréis en el Reino de los cielos” (Mt 18,3). 

Cuando contemplo el cielo, obra de tus dedos, la luna y las estrellas que has creado. ¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él, el ser humano, para mirar por él?

El salmista queda extasiado al contemplar la grandeza y belleza de los cielos en una noche serena. La luz de las estrellas y de la luna, que ilumina los campos y los ganados, le hacen emocionarse ante tan sublime belleza y le llevan a la alabanza y agradecimiento a su Creador. Ante tanta grandeza, el salmista, consciente de su debilidad y pequeñez, prorrumpe en una pregunta en la que reconoce la gracia y el amor que el Señor tiene por el hombre: “¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él, el ser humano, para mirar por él?”. ¿Cómo es posible que el Dios omnipotente, que dirige el curso de los astros, se acuerde de un ser que es todo debilidad e inconsistencia? Debilidad e inconsistencia, sí, pero transido de un valor eterno. Así nos lo describe el filósofo y matemático francés Blas Pascal: “El hombre es solamente una caña, la cosa más frágil de la naturaleza, pero una caña pensante. No hace falta que el universo entero se arme para aplastarlo: un soplo de viento o una gota de agua bastan para destruirlo. Pero incluso cuando el universo lo aplastase, el hombre sería todavía más noble que lo que le mata. Porque sabe que muere y que el universo tiene ventaja sobre él, mientras que el universo no sabe nada de eso." (Pascal, Pensamientos). 

Lo hiciste poco inferior a los ángeles, lo coronaste de gloria y dignidad; le diste el mando sobre las obras de tus manos. Todo lo sometiste bajo sus pies.


Los vv. 7 y 8 son una explicación de la declaración anterior, una reiteración de la proclama solemne de Gén 1,28: “Sed fecundos y multiplicaos y henchid la tierra y sometedla; mandad en los peces del mar y en las aves de los cielos y en todo animal que serpea sobre la tierra”. Este salmo es un canto a la dignidad del ser humano. «El hombre se nos revela como el centro de este empresa. Se nos revela gigante, se nos revela divino, no en sí mismo, sino en su principio y en su destino. Honremos al hombre, a su dignidad, su espíritu, su vida». Con estas palabras, en julio de 1969, Pablo VI entregaba a los astronautas norteamericanos, a punto de partir hacia la luna, el texto del salmo 8.

Rebaños de ovejas y toros, y hasta las bestias del campo,
las aves del cielo, los peces del mar  que trazan sendas por el ma
r.


Lectura de la carta de san Pablo a los Romanos - 5,1-5

Hermanos: Habiendo sido justificados en virtud de la fe, estamos en paz con Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo, por el cual hemos obtenido además por la fe el acceso a esta gracia, en la cual nos encontramos; y nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios. Más aún, nos gloriamos incluso en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación produce paciencia, la paciencia, virtud probada, la virtud probada, esperanza, y la esperanza no defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado.

El fragmento bíblico que la Iglesia nos propone hoy como segunda lectura está tomado de la carta de San Pablo a los cristianos de Roma, donde existía una nutrida comunidad formada por creyentes procedentes del judaísmo y creyentes venidos del mundo gentil. Las relaciones entre ellos eran difíciles, ya que los primeros, atados todavía a sus prácticas religiosas judías, exigían imponerlas a los primeros, -concretamente la circuncisión- como condición para pertenecer a la nueva religión. Si Dios eligió al pueblo de Israel para anunciar la salvación al mundo y Jesús, el Mesías, era judío, ¿no se debería exigir a los paganos la conversión al judaísmo como requisito para convertirse en seguidores de Cristo? ¿No se les debería imponer la circuncisión?

San Pablo reacciona con contundencia: todos vosotros, cristianos, sea cual sea vuestro pasado, sois iguales en cuanto a la salvación, pues es Cristo y sólo Cristo quien os salva. El patriarca Abraham, en un momento en que todavía no existía el rito de la circuncisión, fue declarado justo por haber obedecido la voz  de Dios y haber puesto toda su confianza en “quien da la vida a los muertos y llama a la existencia a las cosas que no existen” (Rm 4,17). Sólo la fe en Dios, que le ofrecía un futuro prometedor -“tu descendencia será tan numerosa como las estrellas del cielo” (Gén 15,5)- fue suficiente para concederle la justicia y la salvación, no solamente a él, sino a todos los que, como él, siguieron el camino de la fe: Abraham es, por ello, el padre de todos los creyentes, estén o no circuncidados. Es desde esta perspectiva desde la que hay que entender las primeras palabras de la lectura: “Habiendo sido justificados en virtud de la fe, estamos en paz con Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo”

Esta justificación y, al mismo tiempo, pacificación es siempre un don gratuito que Dios nos concede a través de la fe en Jesucristo, “por el cual hemos obtenido el acceso a esta gracia, en la cual nos encontramos”. A los que, por la fe, hemos decidido seguir a Cristo se nos ha concedido gratuitamente el vivir ya, aunque todavía en esperanza, en el mundo de la gracia, en la comunión con Dios. Ello nos hace sentirnos orgullosos de la gloria futura que nos aguarda: “Nos gloriamos en la esperanza de la gloria  de Dios”. Esta esperanza crece en las tribulaciones por las que pasamos en esta vida, pues son un camino seguro hacia nuestra progresiva unión con Dios. En efecto. Al ponerlas en las manos del Señor, nos hacen cada vez más constantes en el cumplimiento de la voluntad de Dios y esta constancia crea en nosotros un hábito que afianza y facilita el crecimiento de nuestra confianza y de nuestra esperanza en Él, una esperanza de la que nos podemos fiar, ya que produce realmente frutos de amor a Dios y a los hermanos. Es verdad -así lo experimentamos en nuestro caminar por la vida- la afirmación de San Pablo de que “la esperanza no defrauda, porque el amor ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado”. Pero nos preguntamos: ¿De qué amor habla San Pablo? ¿Del amor de Dios a nosotros o del amor de nosotros a Dios y a los demás? En principio habría que responder que se trata del amor de Dios a nosotros, amor que, por el Espíritu Santo, ha abrazado a todo nuestro ser y ha generado, como respuesta, el amor de nosotros a Dios y a los demás, un amor qué experimentamos como no salido de nosotros mismos: “sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15,5). (Benedicto XVI, Spe salvi, 37)

“Lo que cura al hombre no es esquivar el sufrimiento y huir ante el dolor, sino la capacidad de aceptar la tribulación, madurar en ella y encontrar en ella un sentido mediante la unión con Cristo, que ha sufrido con amor infinito”. 

“Sólo la gran esperanza-certeza de que, a pesar de todas las frustraciones, mi vida personal y la historia en su conjunto están custodiadas por el poder indestructible del Amor y que, gracias al cual, tienen para él sentido e importancia, sólo una esperanza así puede en ese caso dar todavía ánimo para actuar y continuar” (Benedicto XVI, Spe salvi, 35)

Lectura del santo evangelio según san Juan - 16,12-15

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Muchas cosas me quedan por deciros, pero no podéis cargar con ellas por ahora; cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad plena. Pues no hablará por cuenta propia, sino que hablará de lo que oye y os comunicará lo que está por venir. Él me glorificará, porque recibirá de lo mío y os lo anunciará. Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso os he dicho que recibirá y tomará de lo mío y os lo anunciará».

La lectura evangélica de hoy es un fragmento del discurso de la Última Cena. Jesús se despide de sus discípulos y les prepara para los acontecimientos que están a punto de ocurrir aquella misma noche y al día siguiente: la entrega en manos de los fariseos, la pasión y su cruenta muerte en la cruz. 

La Iglesia ha seleccionado este breve fragmento en el que san Juan nos introduce en el seno mismo de la vida trinitaria, al destacar la función que en la revelación del plan de Dios tienen cada una de las tres personas divinas.

«Muchas cosas me quedan por deciros”. A lo largo del discurso de aquella tarde, Jesús les ha revelado hasta donde podía el misterio de su persona y de su obra. Sin embargo, se ha reservado el máximo del misterio. Él “muchas cosas” no debe entenderse cuantitativamente, como si el Padre no nos hubiera dicho todo lo que tenía que decirnos en Cristo, sino en el sentido de comprender a fondo el sentido de todo lo que el Hijo de Dios nos ha revelado con sus palabras y con sus hechos. Todo está dicho en Cristo y, por tanto, no hay que esperar ninguna otra revelación. Así lo expresa san Juan de la Cruz en este brillante comentario a Hebreos 1,1-2: “Porque en darnos, como nos dio a su Hijo, que es una Palabra suya, que no tiene otra, todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola Palabra, y no tiene más que hablar; porque lo que hablaba antes en partes a los profetas ya lo ha hablado en él todo, dándonos al Todo, que es su Hijo”. (San Juan de la Cruz Subida al Monte Carmelo, 22).

Llegar a la comprensión de ese todo es a lo que los discípulos no pueden llegar en ese momento: “No podéis cargar con ellas (con lo que les falta por saber o, mejor, por comprender) por ahora;. Pedro, Santiago y Juan no estaban preparados para comprender el acontecimiento de la Transfiguración, del que habían sido testigos; sí lo comprendieron cuando Jesús resucitó de entre los muertos.

En el momento del relato de hoy, Jesús les dice a las claras que, aunque conocen ya muchas cosas sobre Él, no están aún preparados para la completa comprensión de su misterio: ello tendrá lugar cuando reciban la fuerza del Espíritu Santo que les había prometido, el cual les conducirá hasta la verdad plena. El proceso mediante el cual los discípulos llegaron al pleno conocimiento de Cristo se realizó en tres etapas:

  1. Durante los tres años de convivencia con Él en su vida terrena los discípulos adquirieron ciertamente un conocimiento afectivo y moral, pero, debido a su falta de preparación y a su falta de miras, un tanto parcial y superficial.
  2. Los días que siguieron a la Resurrección hasta la venida del Espíritu Santo supusieron un salto cualitativo, aunque con cierta indefinición, respecto a la comprensión de la mesianidad de Jesús, un mesías que tenía que pasar por el sufrimiento y la muerte para recibir la gloria del Padre en la Resurrección.
  3. La venida del Espíritu Santo a sus corazones les llevará a la comprensión de la verdad completa, una verdad que no es un saber intelectual, sino vital, una verdad que no se tiene de una vez, sino que es una meta a la que seguiremos aspirando hasta nuestra perfecta identificación con Cristo: “Él -el Espíritu Santo- os guiará hasta la verdad plena”.

Y será completa porque el Espíritu Santo “no hablará por cuenta propia, sino que hablará de lo que oye y os comunicará lo que está por venir”. Nos vienen a la memoria aquellas otras palabras de Jesús en su vida terrena: “Yo no he hablado por mi cuenta, sino que el Padre que me ha enviado me ha mandado lo que tengo que decir y hablar” (Jn 12,49): la Verdad, la única Verdad, es la que  procede del Padre, el cual se la comunica al Hijo y éste al Espíritu Santo. No será, por tanto, una nueva revelación, sino la misma aunque desarrollada para nosotros en tres tramos. 

Esta verdad se completará aún más en “lo que está por venir”, que no se refiere a nuevos acontecimientos reveladores, sino al mundo nuevo que se desplegará en los creyentes a raíz del acontecimiento “Cristo” y que ya se ha llevado a cabo en su persona por su Muerte, Resurrección y Ascensión al cielo. En esta actuación sobre los discípulos, el Espíritu Santo hará público el peso (= la gloria) de Cristo como Segunda Persona divina y, en Cristo, la persona del Padre.

 Por este texto y por otras afirmaciones del Evangelio sabemos que las tres personas divinas manifiestan mutuamente el reconocimiento de cada una de ellas en la obra de salvación: El Padre glorifica al Hijo -“Este es mi Hijo amado, en quien me complazco; escuchadle” (Mt 17,5)-; el Hijo glorifica al Padre -“Yo te he glorificado en la tierra, llevando a cabo la obra que me encomendaste realizar”; el Espíritu Santo glorifica al Hijo -“Él me glorificará, porque recibirá de lo mío y os lo anunciará”-. Y lo mío de Cristo es primordialmente lo mío del Padre. Así lo manifiestan sus mismas palabras en otro pasaje evangélico: “Yo no he hablado por mi cuenta, sino que el Padre que me ha enviado me ha mandado lo que tengo que decir y hablar, y yo sé que su mandato es vida eterna. Por eso, lo que yo hablo lo hablo como el Padre me lo ha dicho a mí” (Jn 12,49-50).

Oración sobre las ofrendas

Por la invocación de tu nombre, santifica, Señor y Dios nuestro, estos dones de nuestra docilidad y transfórmanos, por ellos, en ofrenda permanente. Por Jesucristo, nuestro Señor.

Invocamos el nombre del Padre para que el pan y el vino, que ofrece el sacerdote, sean impregnados de la realidad de Dios y, junto a ellos, nosotros. De este modo seremos transformados, como ellos, en el mismo Cristo y, como en Cristo, nuestra vida quedará convertida en una permanente ofrenda a la voluntad de Dios y al bien de nuestros hermanos, los hombres.

Oración después de la comunión

Señor y Dios nuestro, que la recepción de este sacramento y la profesión de fe en la santa y eterna Trinidad y en su Unidad indivisible nos aprovechen para la salvación del alma y del cuerpo. Por Jesucristo, nuestro Señor. 

Carece de sentido, y hasta puede constituir una horrible profanación, recibir la sagrada comunión sin hacer con todo nuestro ser una profesión de fe en el Dios que, habitando en nuestro interior, se nos manifiesta como gracia en Jesucristo,  como amor en el Padre y como comunión en el Espíritu Santo. “ «Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él” (Jn 14,23?