Antifonal de entrada
Galileos, ¿qué hacéis ahí mirando al cielo? Volverá como lo habéis visto marcharse al cielo. Aleluya (Hch 1,11).
Oración colecta
Dios todopoderoso, concédenos exultar santamente de gozo y alegrarnos con religiosa acción de gracias, porque la ascensión de Jesucristo, tu Hijo, es ya nuestra victoria, y adonde ya se ha adelantado gloriosamente nuestra Cabeza, esperamos llegar también los miembros de su cuerpo. Por nuestro Señor Jesucristo.
Si, a la hora de poner en la balanza las alegrías que nos oferta el mundo y las que proceden de nuestra fe cristiana, pesan más las primeras que las segundas, es que no estamos plenamente convencidos de la incalculable riqueza que nos ha traído Cristo. Nos llamamos ciertamente cristianos -y muy probablemente estamos orgullosos de serlo-, pero no hemos puesto toda la carne en el asador de la nueva vida que se nos ha regalado. San Pablo nos invita a estar alegres en el Señor, pero esta alegría no depende de nuestro esfuerzo personal, sino que es un don más que recibimos del Padre a través de nuestra unión a Cristo: “Separados de mí, no podéis hacer nada”. En esta primera oración de la Misa pedimos al que todo lo puede que el haber resucitado con Cristo y el estar ya, aunque todavía en fe, sentados con él en el cielo, nos haga aborrecer las vanidades de este mundo y saltar de alegría ante la verdadera vida que nos aguarda. “Dios, que es rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, estando muertos a causa de nuestros delitos, nos vivificó juntamente con Cristo, nos resucitó y nos hizo sentar con Él en el cielo” (Ef 2, 4-6).
Lectura del libro de los Hechos de los apóstoles - 1,1-11
En mi primer libro, Teófilo, escribí de todo lo que Jesús hizo y enseñó desde el comienzo hasta el día en que fue llevado al cielo, después de haber dado instrucciones a los apóstoles que había escogido, movido por el Espíritu Santo. Se les presentó él mismo después de su pasión, dándoles numerosas pruebas de que estaba vivo, apareciéndoseles durante cuarenta días y hablándoles del reino de Dios. Una vez que comían juntos, les ordenó que no se alejaran de Jerusalén, sino «aguardad que se cumpla la promesa del Padre, de la que me habéis oído hablar, porque Juan bautizó con agua, pero vosotros seréis bautizados con Espíritu Santo dentro de no muchos días». Los que se habían reunido, le preguntaron, diciendo: «Señor, ¿es ahora cuando vas a restaurar el reino a Israel?» Les dijo: «No os toca a vosotros conocer los tiempos o momentos que el Padre ha establecido con su propia autoridad; en cambio, recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que va a venir sobre vosotros y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría y “hasta el confín de la tierra”». Dicho esto, a la vista de ellos, fue elevado al cielo, hasta que una nube se lo quitó de la vista. Cuando miraban fijos al cielo, mientras él se iba marchando, se les presentaron dos hombres vestidos de blanco, que les dijeron: «Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? El mismo Jesús que ha sido tomado de entre vosotros y llevado al cielo volverá como lo habéis visto marcharse al cielo».
En estos primeros capítulos de los Hechos de los Apóstoles, San Lucas, además de hacer una breve alusión al contenido de su evangelio -“todo lo que enseñó e hizo Jesús en su vida mortal hasta el día que fue llevado al cielo”-, nos cuenta que el Señor se apareció a los discípulos durante cuarenta días, dándoles numerosas pruebas de que estaba vivo y hablándoles del Reino de Dios.
“Una vez que comían juntos” -así comienza el relato de la última aparición-, Jesús ordena a sus discípulos que no se alejen de Jerusalén hasta que tenga lugar el cumplimiento de la promesa del Padre, de la que les había hablado en otras ocasiones, a saber: que serían bautizados muy pronto con el Espíritu Santo. Aparta su curiosidad por conocer los planes que Dios ha establecido para el establecimiento definitivo del Reino de Dios -¿es ahora cuando vas a restaurar el reino a Israel?- y les introduce en el asunto que realmente debe importarles: en el hecho de que, con el Espíritu Santo, recibirán la fuerza que les capacitará para ser sus testigos, no sólo en Jerusalén, en Judea y Samaria, sino en todo el mundo.
“Dicho esto, fue elevado al cielo hasta que una nube se lo quitó de la vista”. Ante la tristeza que les embargaba -no quitaban los ojos de la nube en la que se ocultó Jesús-, aparecieron dos ángeles vestidos de blanco, que les disuaden de seguir mirando a lo alto y les animan con estas palabras: “El mismo Jesús que ha sido tomado de entre vosotros volverá como lo habéis visto marcharse”.
El Jesús visible desaparece de su vista, pero seguirá presente de una manera más íntima y espiritual: “Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,20). La nube, signo de la presencia de Dios, oculta a Jesús de la vista de los discípulos. El Maestro entra, por tanto, en el mundo de Dios y da paso a otro modo de presencia, no sujeto a las incertidumbres y vaivenes de este mundo, una presencia que les llenará de alegría: “Os volveré a ver, y se gozará vuestro corazón, y nadie os quitará vuestro gozo” (Jn 16,22). Efectivamente, los discípulos, una vez perdido el rastro visible del Maestro -esto nos lo cuenta San Lucas en el Evangelio de hoy- “volvieron a Jerusalén con gran alegría y permanecían continuamente en el templo alabando a Dios” (Lc 24,52-53).
Este Jesús, que ha desaparecido en su forma visible, volverá del mismo modo al final de los tiempos. Nosotros, mientras tanto, debemos ocuparnos en la construcción de su Reino con nuestra palabra, cuando así lo requieran las circunstancias, es decir, dando siempre razón de nuestra fe a quien nos lo pidiere, pero, sobre todo, llevando a la práctica el mandato del amor: “Amaos unos a otros, como yo os he amado... de esta forma el mundo sabrá que sois mis discípulos” (Jn 13,34-35). El Señor volverá en su gloria como Rey del Universo para llevarnos con Él y para sentarnos a su derecha en el trono del Padre. Es esta vuelta en gloria la esperanza que mantiene nuestra fe en medio de las adversidades de esta vida. Así lo pedimos en la celebración eucarística al concluir la Consagración: “Anunciamos tu muerte, proclámanos tu Resurrección. Ven, Señor, Jesús”.
Salmo responsorial- 46
Dios asciende entre aclamaciones; el Señor, al son de trompetas.
Pueblos todos, batid palmas, aclamad a Dios con gritos de júbilo; porque el Señor altísimo es terrible, emperador de toda la tierra.
Dios asciende entre aclamaciones; el Señor, al son de trompetas: tocad para Dios, tocad; tocad para nuestro Rey, tocad.
Porque Dios es el rey del mundo: tocad con maestría. Dios reina sobre las naciones, Dios se sienta en su trono sagrado.
Para comprender este salmo habría que leer el relato de la entronización del Rey Salomón (1 Re 1). El hijo y sucesor de David es llevado en procesión triunfal desde la fuente de Gihôn hasta la colina donde se encuentra el palacio real. Lo sigue todo el pueblo que, al son de instrumentos musicales, grita una y otra vez “Viva el rey”. El salmista dirige estas alabanzas a Dios, al que, previendo, sin él saberlo, la llegada del Rey-Mesías, considera el verdadero Rey de Israel.
Los evangelistas no hablan de ninguna ceremonia de entronización a Cristo como Rey. Sólo nos narran su entrada triunfal en Jerusalén montado en un burro, como rey humilde y rey de paz. Un recibimiento que contrasta con las entronizaciones de pueblos más poderosos, en las que el rey, triunfador en la batalla, llega montado en un caballo. Una razón más para rendir este soberbio homenaje a Cristo que, siendo Dios, se hizo el más pequeño de todos y el servidor de todos.
Con este salmo asistimos al momento culminante de la Resurrección de Cristo: su perfecta glorificación y su elevación a la derecha del Padre. Ahora aparece en todo su esplendor el mensaje de las bienaventuranzas: lo grande es lo pequeño, lo fuerte es lo débil, el perseguido y calumniado es el glorificado, el pobre es el rico. El Evangelio invierte radicalmente los criterios mundanos: "Mi gracia te basta, que mi fuerza se muestra perfecta en la debilidad». (2 Cor 12,9)
Pueblos todos, batid palmas
Ante este triunfo de Cristo sobre la prepotencia, la insolidaridad y el desamor, nosotros, los que hemos creído en Él, invitamos a todos los hombres a que lo reconozcan como el único que puede dar sentido y comprensibilidad a la existencia, iluminando las tinieblas de este mundo y sacándonos del abismo de la muerte; y que este reconocimiento sea acompañado con la alegría y el entusiasmo de quien ha vuelto a la vida: “Yo soy la Luz del mundo; el que me sigue no anda en tinieblas, sino que encontrará la luz de la vida”
“Dios asciende entre aclamaciones, el Señor, al son de trompetas”
Dios reina sobre las naciones, Dios se sienta en su trono sagrado.
Termina la procesión. El rey queda establecido en su trono desde, desde el que domina a todas las naciones y a todos los reyes de la tierra. Este Rey es Cristo, que, después de haber luchado contra las potencias del mal y haberlas vencido, se ha sentado en el trono de Dios y ha sido constituido en Señor de todo y dueño de todo: “Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra” (Mt 28,18).
Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Efesios - 1,17-23
Hermanos: El Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, os dé espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo, e ilumine los ojos de vuestro corazón para que comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama, cuál la riqueza de gloria que da en herencia a los santos, y cuál la extraordinaria grandeza de su poder en favor de nosotros, los creyentes, según la eficacia de su fuerza poderosa, que desplegó en Cristo, resucitándolo de entre los muertos y sentándolo a su derecha en el cielo, por encima de todo principado, poder, fuerza y dominación, y por encima de todo nombre conocido, no solo en este mundo, sino en el futuro. Y «todo lo puso bajo sus pies», y lo dio a la Iglesia, como Cabeza, sobre todo. Ella es su cuerpo, plenitud del que llena todo en todos.
Del Dios de Jesucristo proceden todas las gracias. El apóstol lo llama “el Padre de la Gloria”, es decir, el origen y la fuente de todo el peso y grandeza de la realidad que, de forma propia y original, reside en Él: “Dios es lo más grande que podemos imaginar” (San Anselmo). Pero toda esta grandeza, que no cabe en la inmensidad del universo, se encuentra apresada por lo que, a los ojos del mundo, es lo más insignificante. Y así es en realidad. En Jesucristo, que, siendo de categoría divina, se humilló hasta hacerse el más pequeño de todos y el servidor de todos, “reside toda la Plenitud de la Divinidad corporalmente” (Col 2,9).
Por nuestro bautismo hemos sido asociados a Cristo en todo, en sus fracasos y en sus triunfos: en su su muerte, en su Resurrección y en su elevación a la derecha del Padre. Con Cristo hemos ascendido al Cielo y nos hemos convertido en moradores de la Casa del Padre: es desde esta morada desde la que debemos vivir ya en nuestra vida terrena. Ello no nos aleja de nuestros compromisos con este mundo presente. Al contrario. Cuanto más profundamente vivamos como ciudadanos del cielo, más fieles seremos a la tierra; cuanto más gustemos de las realidades futuras, más disfrutaremos de las presentes.
Aclamación al Evangelio
Aleluya, aleluya, aleluya. Id y haced discípulos a todos los pueblos –dice el Señor–; yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos.
Conclusión del santo evangelio según san Lucas - 24,46-53
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Así está escrito: el Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día y en su nombre se proclamará la conversión para el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén. Vosotros sois testigos de esto. Mirad, yo voy a enviar sobre vosotros la promesa de mi Padre; vosotros, por vuestra parte, quedaos en la ciudad hasta que os revistáis de la fuerza que viene de lo alto». Y los sacó hasta cerca de Betania y, levantando sus manos, los bendijo. Y mientras los bendecía, se separó de ellos, y fue llevado hacia el cielo. Ellos se postraron ante él y se volvieron a Jerusalén con gran alegría; y estaban siempre en el templo bendiciendo a Dios.
“En aquel tiempo…”. Estamos ante la última aparición de Jesús, según el evangelio de san Lucas. Los discípulos se encontraban reunidos lamentándose probablemente por la pérdida del Señor -el evangelista no especifica dónde-, cuando Jesús se hace presente en medio de ellos. Asustados por creer ver un espíritu, les tranquiliza, les muestra los agujeros de las manos y los pies y come con ellos. Una prueba más de que la fe en la Resurrección no fue, en modo alguno, una invención de los discípulos, sino la demostración, por parte de Cristo, del hecho histórico como tal, un hecho que, por extraordinario e increíble, era muy difícil aceptar.
Una vez convencidos de que estaban realmente con el Señor resucitado- -aquí comienza la lectura de hoy-, Jesús les abre los ojos (como hiciera con los de Emaús) hasta conseguir que entendiesen la necesidad de lo sucedido en los últimos días, a saber: que estaba en el plan del Padre que el Mesías nos salvase a través de su sufrimiento, de su muerte y de su entrada gloriosa en la vida divina. En el judaísmo del tiempo de Jesús muchos pensaban que el mesías vendría como un nuevo rey David, que liberaría a Israel de la opresión romana; había otros que esperaban un mesías espiritual, el cual nos enseñaría a practicar la correcta relación con Dios, una relación que cada uno entendían a su manera. Pero, en ningún caso, nadie imaginaba -a pesar de lo anunciado por los profetas- que el mesías salvaría al pueblo y al mundo por el camino del dolor, del sufrimiento y de su propia muerte. Pues así fue. Una vez más se demuestra que los caminos de Dios difieren absolutamente de la lógica humana.
Fue esta forma de salvar al mundo la que escandalizó tanto a judíos como a griegos: “los judíos piden milagros, y los griegos buscan sabiduría; nosotros, en cambio, anunciamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos y necedad para los paganos, pero para los llamados, judíos o griegos, poder y sabiduría de Dios” (1 Cor 1, 22-24).
El plan benevolente que el Padre había determinado para el hombre era hacerle partícipe de su vida divina, “y por eso nos escogió antes de la creación del mundo para que fuésemos santos e inmaculados en el amor, para ser sus hijos adoptivos en el Hijo por antonomasia, en Jesucristo” (Ef 1,4-5). En Él, el Padre tuvo a bien manifestar su propósito de amor a todos y a cada uno de los hombres. La Revelación no es otra cosa que hacer público este amor a la humanidad. Este amor se hizo visible de la manera más sorprendente e inaudita y, al mismo tiempo, más extraordinaria, a saber, haciéndose Dios uno de nosotros para poder sufrir con y por nosotros y dar su vida por nosotros: “Cristo, siendo de condición divina, no hizo alarde de su categoría De Dios; al contrario, se despojó de su rango y, tomando la condición de esclavo, se hizo semejante a los hombres y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte, y una muerte de cruz. Por lo cual Dios le exaltó y le otorgó el Nombre, que está sobre todo nombre” (Fil 2, 6-9).
Esta entrega de la propia vida no tuvo lugar solamente al final de su caminar por esta tierra, sino a lo largo de toda su existencia terrena, una existencia totalmente volcada en el cumplimiento de la voluntad del Padre: “Al entrar Cristo en el mundo -leemos en la carta a los Hebreos- dijo al Padre: No quisiste sacrificios ni ofrendas, en cambio, me has preparado un cuerpo” (Heb 10, 5), un cuerpo para cumplir su voluntad: “Esta voluntad de Dios es que seamos santificados por la ofrenda única del cuerpo de Cristo Jesús” (Heb 10, 10).
Ésta es la noticia que los discípulos debían transmitir: que Dios nos ha amado con un amor infinito, un amor que, como al siervo de Yahvé - “el varón de dolores”- de Isaías, llevó a Cristo a sufrir y a dar la vida por nosotros -“No existe amor más grande que el dar la vida por los amigos” (Jn 15, 13)-, un amor que realmente nos cura de nuestras faltas y esclavitudes. En la realización de esta tarea de transmisión del Evangelio no deben tener miedo alguno, pues estarán asistidos en todo momento por la fuerza de lo alto: por el Espíritu Santo que el Padre les había prometido.
Dicho esto, les fue llevando hacia Betania y, llegados a un determinado lugar, Jesús abrió sus manos para bendecirles y, al mismo tiempo que los bendecía, se fue elevando al cielo. Los discípulos, después de arrodillarse en señal de adoración, se volvieron llenos de alegría a Jerusalén y allí, en el corazón de la ciudad -en el templo- pasaban la mayor parte del día a la promesa del Padre, el Espíritu Santo.
Oración sobre las ofrendas
Te presentamos ahora, Señor, el sacrificio para celebrar la admirable ascensión de tu Hijo; concédenos, por este sagrado intercambio, elevarnos hasta las realidades del cielo. Por Jesucristo, nuestro Señor.
La oración de ofertorio de este domingo la encuadramos en el contexto glorioso de la partida de Cristo al Padre. En sus últimas palabras nos ha asegurado su continua presencia en nosotros, una presencia no sujeta a las limitaciones físicas: la presencia real y eficaz de su Espíritu en nuestra alma. Unidos al sacerdote en el ofrecimiento del pan y el vino, que van a convertirse en el cuerpo y en la sangre del Señor, ofrecemos gozosos nuestra propia vida, que se transformará en la misma vida de Cristo. Conscientes de la maravillosa realidad que se va a operar, pedimos al Padre que nos conceda realizar nuestro camino hacia el cielo bajo el influjo de las realidades futuras, de las que ya, aquí y ahora, disfrutamos en fe y en esperanza: “Si habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de arriba, donde está Cristo sentado a la derecha de Dios” (Col 3,1).
Antífona de comunión
Sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos. Aleluya (Mt 28,20).
Oración después de la comunión
Dios todopoderoso y eterno, que, mientras vivimos aún en la tierra, nos concedes gustar los divinos misterios, te rogamos que el afecto de nuestra piedad cristiana se dirija allí donde nuestra condición humana está contigo. Por Jesucristo, nuestro Señor.
El sacramento que hemos recibido nos ha hecho gustar de los bienes del cielo. La Palabra encarnada ha bajado a nuestro corazón y ha embargado todo nuestro ser. Nuestros pensamientos, sentimientos y actitudes no son ya los que proceden de nuestro hombre viejo, sino los que ha insuflado en nuestra alma el Espíritu Santo, que mora en nuestro interior. Nuestra plegaria se dirige al Padre, de quien procede todo don, suplicándole que esta extraordinaria realidad de habernos convertido en Cristo marque nuestra espiritualidad y dirija todo nuestro querer y nuestro obrar al pleno disfrute de las realidades del cielo.