Domingo de la Ascensión del Señor

Antifonal de entrada

            Galileos, ¿qué hacéis ahí mirando al cielo? Volverá como lo habéis visto marcharse al cielo. Aleluya (Hch 1,11).

Oración colecta

           Dios todopoderoso, concédenos exultar santamente de gozo y alegrarnos con religiosa acción de gracias, porque la ascensión de Jesucristo, tu Hijo, es ya nuestra victoria, y adonde ya se ha adelantado gloriosamente nuestra Cabeza, esperamos llegar también los miembros de su cuerpo. Por nuestro Señor Jesucristo.

           Si, a la hora de poner en la balanza las alegrías que nos oferta el mundo y las que proceden de nuestra fe cristiana, pesan más las primeras que las segundas, es que no estamos plenamente convencidos de la incalculable riqueza que nos ha traído Cristo. Nos llamamos ciertamente cristianos -y muy probablemente estamos orgullosos de serlo-, pero no hemos puesto toda la carne en el asador de la nueva vida que se nos ha regalado. San Pablo nos invita a estar alegres en el Señor, pero esta alegría no depende de nuestro esfuerzo personal, sino que es un don más que recibimos del Padre a través de nuestra unión a Cristo: “Separados de mí, no podéis hacer nada”. En esta primera oración de la Misa pedimos al que todo lo puede que el haber resucitado con Cristo y el estar ya, aunque todavía en fe, sentados con él en el cielo, nos haga aborrecer las vanidades de este mundo y saltar de alegría ante la verdadera vida que nos aguarda. “Dios, que es rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, estando muertos a causa de nuestros delitos, nos vivificó juntamente con Cristo, nos resucitó y nos hizo sentar con Él en el cielo” (Ef 2, 4-6).

 Lectura del libro de los Hechos de los apóstoles - 1,1-11

           En mi primer libro, Teófilo, escribí de todo lo que Jesús hizo y enseñó desde el comienzo hasta el día en que fue llevado al cielo, después de haber dado instrucciones a los apóstoles que había escogido, movido por el Espíritu Santo. Se les presentó él mismo después de su pasión, dándoles numerosas pruebas de que estaba vivo, apareciéndoseles durante cuarenta días y hablándoles del reino de Dios. Una vez que comían juntos, les ordenó que no se alejaran de Jerusalén, sino «aguardad que se cumpla la promesa del Padre, de la que me habéis oído hablar, porque Juan bautizó con agua, pero vosotros seréis bautizados con Espíritu Santo dentro de no muchos días». Los que se habían reunido, le preguntaron, diciendo: «Señor, ¿es ahora cuando vas a restaurar el reino a Israel?» Les dijo: «No os toca a vosotros conocer los tiempos o momentos que el Padre ha establecido con su propia autoridad; en cambio, recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que va a venir sobre vosotros y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría y hasta el confín de la tierra”». Dicho esto, a la vista de ellos, fue elevado al cielo, hasta que una nube se lo quitó de la vista. Cuando miraban fijos al cielo, mientras él se iba marchando, se les presentaron dos hombres vestidos de blanco, que les dijeron: «Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? El mismo Jesús que ha sido tomado de entre vosotros y llevado al cielo volverá como lo habéis visto marcharse al cielo».

           En estos primeros capítulos de los Hechos de los Apóstoles, San Lucas, además de hacer una breve alusión al contenido de su evangelio -“todo lo que enseñó e hizo Jesús en su vida mortal hasta el día que fue llevado al cielo-, nos cuenta que el Señor se apareció a los discípulos durante cuarenta días, dándoles numerosas pruebas de que estaba vivo y hablándoles del Reino de Dios.

           “Una vez que comían juntos” -así comienza el relato de la última aparición-, Jesús ordena a sus discípulos que no se alejen de Jerusalén hasta que tenga lugar el cumplimiento de la promesa del Padre, de la que les había hablado en otras ocasiones, a saber: que serían bautizados muy pronto con el Espíritu Santo. Aparta su curiosidad por conocer los planes que Dios ha establecido para el establecimiento definitivo del Reino de Dios -¿es ahora cuando vas a restaurar el reino a Israel?- y les introduce en el asunto que realmente debe importarles: en el hecho de que, con el Espíritu Santo, recibirán la fuerza que les capacitará para ser sus testigos, no sólo en Jerusalén, en Judea y Samaria, sino en todo el mundo.

          “Dicho esto, fue elevado al cielo hasta que una nube se lo quitó de la vista”. Ante la tristeza que les embargaba -no quitaban los ojos de la nube en la que se ocultó Jesús-, aparecieron dos ángeles vestidos de blanco, que les disuaden de seguir mirando a lo alto y les animan con estas palabras: “El mismo Jesús que ha sido tomado de entre vosotros volverá como lo habéis visto marcharse”.

           El Jesús visible desaparece de su vista, pero seguirá presente de una manera más íntima y espiritual: “Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,20). La nube, signo de la presencia de Dios, oculta a Jesús de la vista de los discípulos. El Maestro entra, por tanto, en el mundo de Dios y da paso a otro modo de presencia, no sujeto a las incertidumbres y vaivenes de este mundo, una presencia que les llenará de alegría: “Os volveré a ver, y se gozará vuestro corazón, y nadie os quitará vuestro gozo” (Jn 16,22). Efectivamente, los discípulos, una vez perdido el rastro visible del Maestro -esto nos lo cuenta San Lucas en el Evangelio de hoy- “volvieron a Jerusalén con gran alegría y permanecían continuamente en el templo alabando a Dios” (Lc 24,52-53).

            Este Jesús, que ha desaparecido en su forma visible, volverá del mismo modo al final de los tiempos. Nosotros, mientras tanto, debemos ocuparnos en la construcción de su Reino con nuestra palabra, cuando así lo requieran las circunstancias, es decir, dando siempre razón de nuestra fe a quien nos lo pidiere, pero, sobre todo, llevando a la práctica el mandato del amor: “Amaos unos a otros, como yo os he amado... de esta forma el mundo sabrá que sois mis discípulos” (Jn 13,34-35). El Señor volverá en su gloria como Rey del Universo para llevarnos con Él y para sentarnos a su derecha en el trono del Padre. Es esta vuelta en gloria la esperanza que mantiene nuestra fe en medio de las adversidades de esta vida. Así lo pedimos en la celebración eucarística al concluir la Consagración: “Anunciamos tu muerte, proclámanos tu Resurrección. Ven, Señor, Jesús”.

 Salmo responsorial- 46

Dios asciende entre aclamaciones; el Señor, al son de trompetas.

 Pueblos todos, batid palmas, aclamad a Dios con gritos de júbilo;  porque el Señor altísimo es terrible, emperador de toda la tierra.

Dios asciende entre aclamaciones; el Señor, al son de trompetas: tocad para Dios, tocad; tocad para nuestro Rey, tocad.

 Porque Dios es el rey del mundo: tocad con maestría. Dios reina sobre las naciones, Dios se sienta en su trono sagrado.

            Para comprender este salmo habría que leer el relato de la entronización del Rey Salomón (1 Re 1). El hijo y sucesor de David es llevado en procesión triunfal desde la fuente de Gihôn hasta la colina donde se encuentra el palacio real. Lo sigue todo el pueblo que, al son de instrumentos musicales, grita una y otra vez “Viva el rey”. El salmista dirige estas alabanzas a Dios, al que, previendo, sin él saberlo,  la llegada del Rey-Mesías, considera el verdadero Rey de Israel.

           Los evangelistas no hablan de ninguna ceremonia de entronización a Cristo como Rey. Sólo nos narran su entrada triunfal en Jerusalén montado en un burro, como rey humilde y rey de paz. Un recibimiento que contrasta con las entronizaciones de pueblos más poderosos, en las que el rey, triunfador en la batalla, llega montado en un caballo. Una razón más para rendir este soberbio homenaje a Cristo que, siendo Dios, se hizo el más pequeño de todos y el servidor de todos. 

           Con este salmo asistimos al momento culminante de la Resurrección de Cristo: su perfecta glorificación y su elevación a la derecha del Padre. Ahora aparece en todo su esplendor el mensaje de las bienaventuranzas: lo grande es lo pequeño, lo fuerte es lo débil, el perseguido y calumniado es el glorificado, el pobre es el rico. El Evangelio invierte radicalmente los criterios mundanos: "Mi gracia te basta, que mi fuerza se muestra perfecta en la debilidad». (2 Cor 12,9)

           Pueblos todos, batid palmas

         Ante este triunfo de Cristo sobre la prepotencia, la insolidaridad y el desamor, nosotros, los que hemos creído en Él, invitamos a todos los hombres a que lo reconozcan como el único que puede dar sentido y comprensibilidad a la existencia, iluminando las tinieblas de este mundo y sacándonos del abismo de la muerte; y que este reconocimiento sea acompañado con la alegría y el entusiasmo de quien ha vuelto a la vida: “Yo soy la Luz del mundo; el que me sigue no anda en tinieblas, sino que encontrará la luz de la vida”

          “Dios asciende entre aclamaciones, el Señor, al son de trompetas”

          El Señor, una vez constituido Hijo de Dios en poder por su Resurrección, asciende a la derecha del Padre a la vista de sus discípulos. Las aclamaciones son los parabienes que le otorga el Padre; las trompetas celebran su triunfo sobre el pecado y la muerte. Nosotros contemplamos gozosos este triunfo de Cristo y nos unimos a él, convencidos de con Cristo hemos vencidos también nosotros. El triunfo de la cabeza es el triunfo de todos sus miembros. Por eso anhelamos su vuelta y confiamos en el cumplimiento de su promesa de llevarnos con Él: “Cuando me haya ido y os haya preparado un lugar, volveré y os tomaré conmigo, para que donde esté yo estéis también vosotros” (Jn 14,3).

          Dios reina sobre las naciones, Dios se sienta en su trono sagrado.

          Termina la procesión. El rey queda establecido en su trono desde, desde el que domina a todas las naciones y a todos los reyes de la tierra. Este Rey es Cristo, que, después de haber luchado contra las potencias del mal y haberlas vencido, se ha sentado en el trono de Dios y ha sido constituido en Señor de todo y dueño de todo: “Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra” (Mt 28,18).

Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Efesios - 1,17-23

          Hermanos: El Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, os dé espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo, e ilumine los ojos de vuestro corazón para que comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama, cuál la riqueza de gloria que da en herencia a los santos, y cuál la extraordinaria grandeza de su poder en favor de nosotros, los creyentes, según la eficacia de su fuerza poderosa, que desplegó en Cristo, resucitándolo de entre los muertos y sentándolo a su derecha en el cielo, por encima de todo principado, poder, fuerza y dominación, y por encima de todo nombre conocido, no solo en este mundo, sino en el futuro. Y «todo lo puso bajo sus pies», y lo dio a la Iglesia, como Cabeza, sobre todo. Ella es su cuerpo, plenitud del que llena todo en todos.

           Del Dios de Jesucristo proceden todas las gracias. El apóstol lo llama “el Padre de la Gloria”, es decir, el origen y la fuente de todo el peso y grandeza de la realidad que, de forma propia y original, reside en Él: “Dios es lo más grande que podemos imaginar” (San Anselmo). Pero toda esta grandeza, que no cabe en la inmensidad del universo, se encuentra apresada por lo que, a los ojos del mundo, es lo más insignificante. Y así es en realidad. En Jesucristo, que, siendo de categoría divina, se humilló hasta hacerse el más pequeño de todos y el servidor de todos, “reside toda la Plenitud de la Divinidad corporalmente” (Col 2,9).

          El apóstol prorrumpe en este grandioso deseo, convertido en oración: Que este Padre nos haga participar de su sabiduría para poder conocerlo; que abra los ojos de nuestro corazón -nuestra capacidad interior de conocer y amar- para comprender el destino al que estamos llamados, para que nos demos cuenta de la parte de su gloria que nos dará en herencia y del poder que irradiará en los que hemos creído en su Hijo Jesucristo. Todo este poder ya lo desplegó en Él al resucitarlo de entre los muertos, al sentarlo a su derecha y al ponerlo por encima de todo en el cielo y en la tierra. 

           Por nuestro bautismo hemos sido asociados a Cristo en todo, en sus fracasos y en sus triunfos: en su su muerte, en su Resurrección y en su elevación a la derecha del Padre. Con Cristo hemos ascendido al Cielo y nos hemos convertido en moradores de la Casa del Padre: es desde esta morada desde la que debemos vivir ya en nuestra vida terrena. Ello no nos aleja de nuestros compromisos con este mundo presente. Al contrario. Cuanto más profundamente vivamos como ciudadanos del cielo, más fieles seremos a la tierra; cuanto más gustemos de las realidades futuras, más disfrutaremos de las presentes.

           En su caminar por la historia, la Iglesia no está sola: se encuentra asistida y dirigida por la fuerza de Cristo que, a través del Espíritu Santo, la conduce a su plenitud. Unidos a ella, completamos lo que falta a los padecimientos de Jesús. Así lo ha querido el Padre al crearnos: incorporar a su ser, en la condición de hijos, a todos los hombres que, unidos a Cristo, formarán la gran familia de los hijos de Dios.

 Aclamación al Evangelio

          Aleluya, aleluya, aleluya. Id y haced discípulos a todos los pueblos –dice el Señor–; yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos.

Conclusión del santo evangelio según san Lucas - 24,46-53

          En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Así está escrito: el Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día y en su nombre se proclamará la conversión para el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén. Vosotros sois testigos de esto. Mirad, yo voy a enviar sobre vosotros la promesa de mi Padre; vosotros, por vuestra parte, quedaos en la ciudad hasta que os revistáis de la fuerza que viene de lo alto». Y los sacó hasta cerca de Betania y, levantando sus manos, los bendijo. Y mientras los bendecía, se separó de ellos, y fue llevado hacia el cielo. Ellos se postraron ante él y se volvieron a Jerusalén con gran alegría; y estaban siempre en el templo bendiciendo a Dios.

          “En aquel tiempo…”. Estamos ante la última aparición de Jesús, según el evangelio de san Lucas. Los discípulos se encontraban reunidos lamentándose probablemente por la pérdida del Señor -el evangelista no especifica dónde-, cuando Jesús se hace presente en medio de ellos. Asustados por creer ver un espíritu, les tranquiliza, les muestra los agujeros de las manos y los pies y come con ellos. Una prueba más de que la fe en la Resurrección no fue, en modo alguno, una invención de los discípulos, sino la demostración, por parte de Cristo, del hecho histórico como tal, un hecho que, por extraordinario e increíble, era muy difícil aceptar.

          Una vez convencidos de que estaban realmente con el Señor resucitado-  -aquí comienza la lectura de hoy-, Jesús les abre los ojos (como hiciera con los de Emaús) hasta conseguir que entendiesen la necesidad de lo sucedido en los últimos días, a saber: que estaba en el plan del Padre que el Mesías nos salvase a través de su sufrimiento, de su muerte y de su entrada gloriosa en la vida divina. En el judaísmo del tiempo de Jesús muchos pensaban que el mesías vendría como un nuevo rey David, que liberaría a Israel de la opresión romana; había otros que esperaban un mesías espiritual, el cual nos enseñaría a practicar la correcta relación con Dios, una relación que cada uno entendían a su manera. Pero, en ningún caso, nadie imaginaba -a pesar de lo anunciado por los profetas- que el mesías salvaría al pueblo y al mundo por el camino del dolor, del sufrimiento y de su propia muerte. Pues así fue. Una vez más se demuestra que los caminos de Dios difieren absolutamente de la lógica humana.

          Fue esta forma de salvar al mundo la que escandalizó tanto a judíos como a griegos: “los judíos piden milagros, y los griegos buscan sabiduría; nosotros, en cambio, anunciamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos y necedad para los paganos, pero para los llamados, judíos o griegos, poder y sabiduría de Dios” (1 Cor 1, 22-24).

          El plan benevolente que el Padre había determinado para el hombre era hacerle partícipe de su vida divina, “y por eso nos escogió antes de la creación del mundo para que fuésemos santos e inmaculados en el amor, para ser sus hijos adoptivos en el Hijo por antonomasia, en Jesucristo” (Ef 1,4-5). En Él, el Padre tuvo a bien manifestar su propósito de amor a todos y a cada uno de los hombres. La Revelación no es otra cosa que hacer público este amor a la humanidad. Este amor se hizo visible de la manera más sorprendente e inaudita y, al mismo tiempo, más extraordinaria, a saber, haciéndose Dios uno de nosotros para poder sufrir con y por nosotros y dar su vida por nosotros: “Cristo, siendo de condición divina, no hizo alarde de su categoría De Dios; al contrario, se despojó de su rango y, tomando la condición de esclavo, se hizo semejante a los hombres y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte, y una muerte de cruz. Por lo cual Dios le exaltó y le otorgó el Nombre, que está sobre todo nombre” (Fil 2, 6-9).

            Esta entrega de la propia vida no tuvo lugar solamente al final de su caminar por esta tierra, sino a lo largo de toda su existencia terrena, una existencia totalmente volcada en el cumplimiento de la voluntad del Padre: “Al entrar Cristo en el mundo -leemos en la carta a los Hebreos- dijo al Padre: No quisiste sacrificios ni ofrendas, en cambio, me has preparado un cuerpo” (Heb 10, 5), un cuerpo para cumplir su voluntad: “Esta voluntad de Dios es que seamos santificados por la ofrenda única del cuerpo de Cristo Jesús” (Heb 10, 10).

          Ésta es la noticia que los discípulos debían transmitir: que Dios nos ha amado con un amor infinito, un amor que, como al siervo de Yahvé - “el varón de dolores”- de Isaías, llevó a Cristo a sufrir y a dar la vida por nosotros -“No existe amor más grande que el dar la vida por los amigos” (Jn 15, 13)-, un amor que realmente nos cura de nuestras faltas y esclavitudes. En la realización de esta tarea de transmisión del Evangelio no deben tener miedo alguno, pues estarán asistidos en todo momento por la fuerza de lo alto: por el Espíritu Santo que el Padre les había prometido.

          Dicho esto, les fue llevando hacia Betania y, llegados a un determinado lugar, Jesús abrió sus manos para bendecirles y, al mismo tiempo que los bendecía, se fue elevando al cielo. Los discípulos, después de arrodillarse en señal de adoración, se volvieron llenos de alegría a Jerusalén y allí, en el corazón de la ciudad -en el templo- pasaban la mayor parte del día a la promesa del Padre, el Espíritu Santo.

Oración sobre las ofrendas

          Te presentamos ahora, Señor, el sacrificio para celebrar la admirable ascensión de tu Hijo; concédenos, por este sagrado intercambio, elevarnos hasta las realidades del cielo. Por Jesucristo, nuestro Señor.

          La oración de ofertorio de este domingo la encuadramos en el contexto glorioso de la partida de Cristo al Padre. En sus últimas palabras nos ha asegurado su continua presencia en nosotros, una presencia no sujeta a las limitaciones físicas: la presencia real y eficaz de su Espíritu en nuestra alma. Unidos al sacerdote en el ofrecimiento del pan y el vino, que van a convertirse en el cuerpo y en la sangre del Señor, ofrecemos gozosos nuestra propia vida, que se transformará en la misma vida de Cristo. Conscientes de la maravillosa realidad que se va a operar, pedimos al Padre que nos conceda realizar nuestro camino hacia el cielo bajo el influjo de las realidades futuras, de las que ya, aquí y ahora, disfrutamos en fe y en esperanza: “Si habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de arriba, donde está Cristo sentado a la derecha de Dios” (Col 3,1).

 Antífona de comunión

            Sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos. Aleluya (Mt 28,20).

 Oración después de la comunión

          Dios todopoderoso y eterno, que, mientras vivimos aún en la tierra, nos concedes gustar los divinos misterios, te rogamos que el afecto de nuestra piedad cristiana se dirija allí donde nuestra condición humana está contigo. Por Jesucristo, nuestro Señor.

          El sacramento que hemos recibido nos ha hecho gustar de los bienes del cielo. La Palabra encarnada ha bajado a nuestro corazón y ha embargado todo nuestro ser.  Nuestros pensamientos, sentimientos y actitudes no son ya los que proceden de nuestro hombre viejo, sino los que ha insuflado en nuestra alma el Espíritu Santo, que mora en nuestro interior. Nuestra plegaria se dirige al Padre, de quien procede todo don, suplicándole que esta extraordinaria realidad de habernos convertido en Cristo marque nuestra espiritualidad y dirija todo nuestro querer y nuestro obrar al pleno disfrute de las realidades del cielo.

 

Domingo Sexto de Pascua

 

Domingo Sexto de Pascua

Antífona de entrada

           Anunciadlo con gritos de júbilo, publicadlo y proclamadlo hasta el confín de la tierra. Decid: «El Señor ha rescatado a su pueblo». Aleluya (cf. Is 48,20).

           Es la misma encomienda de Jesús a sus discípulos antes de subir al cielo: “Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación” (Mc 16,15). Aquellas palabras nos las sigue diciendo hoy a nosotros, pues todo lo que hizo y dijo Jesús, tanto en su vida mortal como en la de resucitado, tiene dimensión de eternidad. No hay excusas: todos somos misioneros.

 Oración colecta

           Dios todopoderoso, concédenos continuar celebrando con fervor sincero estos días de alegría en honor del Señor resucitado, para que manifestemos siempre en las obras lo que repasamos en el recuerdo. Por nuestro Señor Jesucristo.

           Llevamos ya varias semanas celebrando la alegría de la Resurrección del Señor. La Iglesia, asistida siempre por el Espíritu Santo, nos advierte del peligro de bajar la guardia. La persistencia en las actitudes cristianas -hoy concretamente en la de la alegría- no depende de nuestro esfuerzo, sino de la gracia. Por eso le pedimos al Padre seguir celebrando con fervor sincero estos días de gozo, que nos harán más fuertes en el cumplimiento del mandato de Jesús de amarnos los unos a los otros.

 Lectura del libro de los Hechos de los apóstoles - 15,1-2. 22-29

          En aquellos días, unos que bajaron de Judea se pusieron a enseñar a los hermanos que, si no se circuncidaban conforme al uso de Moisés, no podían salvarse. Esto provocó un altercado y una violenta discusión con Pablo y Bernabé; y se decidió que Pablo, Bernabé y algunos más de entre ellos subieran a Jerusalén a consultar a los apóstoles y presbíteros sobre esta controversia. Entonces los apóstoles y los presbíteros con toda la Iglesia acordaron elegir a algunos de ellos para mandarlos a Antioquía con Pablo y Bernabé. Eligieron a Judas llamado Barsabás y a Silas, miembros eminentes entre los hermanos, y enviaron por medio de ellos esta carta: «Los apóstoles y los presbíteros hermanos saludan a los hermanos de Antioquía, Siria y Cilicia provenientes de la gentilidad. Habiéndonos enterado de que algunos de aquí, sin encargo nuestro, os han alborotado con sus palabras, desconcertando vuestros ánimos, hemos decidido, por unanimidad, elegir a algunos y enviároslos con nuestros queridos Bernabé y Pablo, hombres que han entregado su vida al nombre de nuestro Señor Jesucristo. Os mandamos, pues, a Silas y a Judas, que os referirán de palabra lo que sigue: Hemos decidido, el Espíritu Santo y nosotros, no imponeros más cargas que las indispensables: que os abstengáis de carne sacrificada a los ídolos, de sangre, de animales estrangulados y de uniones ilegítimas. Haréis bien en apartaros de todo esto. Saludos».

              En el relato de la lectura de hoy continúa al rojo vivo la discusión sobre si los nuevos creyentes, provenientes del paganismo, deben o no someterse al rito de la circuncisión y a las demás prácticas judías. El problema llegó a enquistarse de tal manera, que algunos cristianos judíos, procedentes de la comunidad de Jerusalén, se presentaron por su cuenta en Antioquía con el fin de convencer a los convertidos del paganismo de la necesidad de circuncidarse, como condición para recibir la salvación traída por Cristo. El enfado de Pablo y Bernabé no se hizo esperar, ni tampoco un fuerte y hasta violento debate que no tuvo otra salida que la de enviar a Jerusalén a Pablo y Bernabé, junto a otros hermanos, para consultar sobre esta controversia a los apóstoles y responsables de la comunidad madre.. Se trataba, en este caso, de no confundir la unidad y la uniformidad. ¿Es necesario que todos piensen igual y practiquen las mismas normas y costumbres para ser fieles a la unidad que Cristo nos mandó? ¿Podemos determinar con nuestras imposiciones quién puede y quién no puede salvarse? Cristo sólo estableció esta condición: “El que crea en mí y se bautice será salvado”(Mc 16, 16). Una vez que Pablo y Bernabé expusieron el problema, los apóstoles y los presbíteros se reunieron para deliberar. De esta reunión salió el acuerdo de enviar a Antioquía a dos eminentes hermanos, Barsabá y Judas, los cuales llevarían una carta en la que figuraba la decisión tomada. La carta iba dirigida, no sólo a los hermanos cristianos procedentes de la comunidad de Antioquía, sino también a los de Siria y Cilicia, comunidades afectadas por el mismo problema.  

              En la carta se pedían en primer lugar disculpas por el desconcierto en la fe que habían sufrido los nuevos creyentes a raíz de la visita de los hermanos venidos de Jerusalén, los cuales les enseñaron doctrinas no conformes con el Espíritu de Cristo. La decisión venía expresada en estos términos: “Hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros no imponeros más cargas que las indispensables”. Entre estas cargas no figura para nada la circuncisión, sino algunas costumbres judías que, en el momento de poner en marcha el nuevo camino -nos situamos en torno al año 50, unos veinte años de la muerte y Resurrección del Señor- podían generar disensiones entre los hermanos que atentasen contra la unidad y la comunión fraternal en las que tanto había insistido Cristo. Un peligro que puede afectar a nuestras comunidades, en las cuales se deben imponer solamente los requisitos que sean necesarios para mantener viva la llama del amor fraterno. Ya lo manifestó Cristo con sus hechos y sus palabras: “Brille así vuestra luz entre los hombres, que al ver vuestras obras glorifiquen al Padre que está en el cielo” (Mt 5,16).  Esta Luz y estas obras no son otra cosa que el amor que debemos profesarnos entre nosotros: “En esto conocerán todos que sois mis discípulos: en que os améis los unos a los otros”(Jn 13, 35).

 Salmo responsorial -Salmo 66-

Oh, Dios, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben.

          Según los exégetas, el salmo 66 es como un comentario a la bendición sacerdotal de Aarón, sino que aparece en el libro del Deuteronomio: “Que el Señor te bendiga y te guarde; que haga resplandecer su faz sobre ti y te otorgue su gracia; que vuelva a ti su rostro y te dé la paz” (Deut 6,24-27). Fue compuesto, al parecer, como una oración para dar gracias a Dios por la recolección de los productos del campo. El salmo 66 es uno de los cuatro salmos elegidos por la Iglesia como salmo invitatorio a la liturgia en el Oficio de Lecturas y en los Laudes.

 “Que Dios tenga piedad y nos bendiga, ilumine su rostro sobre nosotros; conozca la tierra tus caminos, todos los pueblos tu salvación”.

           El salmista, basándose en la citada bendición sacerdotal de Aarón, manifiesta el deseo de que Dios siga teniendo piedad sobre su pueblo, le conceda su bendición e ilumine su rostro. De esta forma, todos los demás pueblos, al ver a Israel protegido por la mano de Dios y guiado por una ley que les hace personas de bien, podrán conocer los planes del Señor -“los caminos del Señor”- y acercarse a su salvación. Es lo que desea Jesús para sus discípulos, y también para nosotros. Lo repetimos una vez más. Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos” (Mt 5,16). La Luz con la que debemos brillar ante los hombres es la luz del amor a todos y de la solidaridad con todos, especialmente con los que más nos necesitan, una alternativa a la actitud individualista, a la que nos inclina el culto al propio yo, la única alternativa que puede hacer de nuestro mundo un mundo en el que reinen la paz  y el amor.

 “Que canten de alegría las naciones, porque riges el mundo con justicia y gobiernas las naciones de la tierra”.

           Todas los pueblos de la tierra deben sentirse alegres y dichosos, al saber que es Dios el que gobierna el mundo y el que dirige los destinos de la historia. Aunque no lo veamos, aunque nos pueda parecer que las cosas de este mundo caminan en sentido contrario a los planes divinos, aunque en muchas ocasiones nos parezca que el mal se impone sobre el bien, Dios es el dueño de los acontecimientos, los cuales, de modo misterioso para nosotros, contribuyen al triunfo de Cristo, el cual, cuando venga al final de los tiempos, pondrá la creación entera a los pies del Padre. “Sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman” (Rm 8,28).

 “Oh, Dios, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben. Que Dios nos bendiga; que le teman todos los confines de la tierra”.

           El salmista, agradecido por los beneficios recibidos del Señor, vuelve a suplicar su bendición con el fin de que sirva de testimonio ante todos los habitantes de la tierra, los cuales, desde sus más remotos lugares, reconocerán este poder superior de Dios, que, con equidad y justicia, gobierna el mundo.

           Un breve resumen, redactado por un colaborador de San Juan Pablo II, al final de una catequesis del Papa sobre este salmo: “El salmo que se ha proclamado expresa el reconocimiento al Creador porque ha bendecido a la tierra con sus frutos, y llama a todos los pueblos a unirse en esta acción de gracias. Es un mensaje muy actual, pues implica superar odios y hostilidades para que todos los hombres puedan sentarse en la única mesa y alabar al Creador por tantos dones que nos ha hecho”.

 Lectura del libro del Apocalipsis - 21,10-14. 22-23

          El ángel me llevó en espíritu a un monte grande y elevado, y me mostró la ciudad santa de Jerusalén que descendía del cielo, de parte de Dios, Y tenía la gloria de Dios; su resplandor era semejante a una piedra muy preciosa, como piedra de jaspe cristalino. Tenía una muralla grande y elevada, tenía doce puertas y sobre las puertas doce ángeles y nombres grabados que son las doce tribus de Israel.Al oriente tres puertas, al norte tres puertas, al sur tres puertas, al poniente tres puertas, y la muralla de la ciudad tenía doce cimientos y sobre ellos los nombres de los doce apóstoles del Cordero. Y en ella no vi santuario, pues el Señor, Dios todopoderoso, es su santuario, y también el Cordero. Y la ciudad no necesita del sol ni de la luna que la alumbre, pues la gloria del Señor la ilumina, y su lámpara es el Cordero.

          El domingo pasado, el autor sagrado veía la nueva Jerusalén, descendiendo del cielo y vestida de novia para recibir a su esposo, En la lectura de hoy describe la ciudad santa con todo detalle, encumbrando las maravillas, la gloria y el esplendor que el Señor ha obrado en ella, un esplendor semejante a “una piedra de jaspe  cristalino”. Como hijo de la Iglesia, el cristiano se siente orgulloso de la gloria y belleza de su madre, una belleza recibida de su esposo, Cristo, “el más bello de los hijos de los hombres”, una belleza basada en la verdad del amor divino, manifestado en Cristo que, por en solidaridad con nosotros, se rebaja hasta hacerse paradójicamente mentira, maldad y fealdad ante los hombres, los cuales, muchas veces, aman más la oscuridad que la luz: “La luz vino a los suyos y los suyos no la recibieron” (Jn 1,11).

           La ciudad estaba rodeada por una alta muralla, horadada por doce puertas abiertas de par en par, dirigidas de tres en tres hacia los cuatro puntos cardinales para significar que pueden entrar en ella “hombres de toda raza, pueblo y nación” (Ap 5,9), ya que, como oímos muchas veces en la liturgia, “Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Tm 2,4). Cada puerta estaba custodiada por un ángel y en la parte superior estaba escrito el nombre de cada una de los hijos de Jacob, simbolizando con ello las doce tribus de Israel.

           La gran muralla, que rodea la ciudad permanecía robusta y erguida gracias a doce profundos cimientos, en cada uno de los cuales aparecía escrito el nombre de un apóstol. Ello quiere decir que esta ciudad, que simboliza el nuevo pueblo de Dios -la Iglesia- se ha construido sobre el fundamento de los apóstoles. Así nos lo dice también San Pablo en su carta a los Efesios: “Ya no sois extraños ni forasteros, sino conciudadanos de los santos y familiares de Dios, edificados sobre el cimiento de los apóstoles y profetas, siendo la piedra angular Cristo mismo” (Ef 2, 19-20).

           Juan queda sorprendido porque en la ciudad no había templo, pero rápidamente cae en la cuenta de que el templo era Dios, o mejor, Jesucristo, “el Cordero inmolado”,  “en quien habita toda la plenitud de la divinidad” (Col 2, 9). Nos vienen a la memoria aquellas palabras de Jesús a la samaritana: “Llega la hora en que ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre … pues los verdaderos adoradores lo adorán en Espíritu y en verdad” (  ), en el Espíritu de Cristo y en la verdad que es Cristo. Así lo reza la Iglesia al concluir la doxología final de la plegaria eucarística: “Por Cristo, con Él y en Él a Ti, Dios Padre omnipotente en la unidad del Espíritu Santo todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos”

           La ciudad, por otra parte, estaba inundada de radiante luz, una luz que no procedía ni del Sol ni de la Luna -estos astros habían desaparecido del horizonte-, sino de la gloria de Dios, que se extendía sin ningún tipo de sombra por todo el recinto. “Dios es luz y en Él no hay tiniebla alguna” (1 Jn 1, 5). La Luz de Dios se hace diáfana en las palabras, hechos, sufrimiento y muerte de su Hijo Jesucristo, su imagen perfecta, el cual pasó su vida haciendo el bien, es decir, esparciendo luz, y librando del mal a todos los que estaban oprimidos por el diablo. Él lo dijo de sí mismo con toda claridad: “Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida” (Jn 8, 12). Y lo mismo que dijo de Él lo dijo de nosotros: “Vosotros sois la luz del mundo. No puede ocultarse una ciudad situada en la cima de un monte. Ni tampoco se enciende una lámpara y la ponen debajo del celemín, sino sobre el candelero, para que alumbre a todos los que están en la casa. -Y perdón por repetirme tantas veces- Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos” (Jn 5, 14-16).



 

Aclamación al Evangelio

           Aleluya, aleluya, aleluya. El que me ama guardará mi palabra –dice el Señor–, y mi Padre lo amará, y vendremos a él.

Lectura del santo evangelio según san Juan -14,23-29

          En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él. El que no me ama no guarda mis palabras. Y la palabra que estáis oyendo no es mía, sino del Padre que me envió. Os he hablado de esto ahora que estoy a vuestro lado, pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho. La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy yo como la da el mundo. Que no se turbe vuestro corazón ni se acobarde. Me habéis oído decir: “Me voy y vuelvo a vuestro lado”. Si me amarais, os alegraríais de que vaya al Padre, porque el Padre es mayor que yo. Os lo he dicho ahora, antes de que suceda, para que cuando suceda creáis».

          Seguimos, como los domingos anteriores, meditando en el discurso de la última cena. Ya hicimos referencia a las primeras palabras de esta lectura en el comentario del pasado domingo, entonces para recalcar que en cada uno de nosotros ha puesto Dios su morada. Hoy comentamos de modo más completo estas palabras de Jesús a los doce. “El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él. El que no me ama no guarda mis palabras”. Lo primero es el amor y, si amamos a Cristo, de modo necesario y, al mismo tiempo, libremente realizaremos aquello que Cristo nos mande: “Si me amáis guardaréis mis mandamientos” (Jn 14,15). El cumplimiento de los mandamientos de Jesús, particularmente el mandamiento del amor no es posible con nuestras solas fuerzas: sólo amando a Jesús amaremos y realizaremos con facilidad lo que Él nos mande y, consecuentemente, el que no ama a Jesús no podrá cumplir el mandato del amor, dada la dificultad insalvable que este mandamiento conlleva. “Ama y haz lo que quieras” -dijo San Agustín- y, en el amor a Cristo haremos con gusto y sin demasiados esfuerzos lo que le guste a Cristo. Si amamos a Cristo, el Padre, el cual pone en Él todas sus complacencias y todo su amor, nos amará en Él hasta tal punto de decidirse a habitar con nosotros en nuestro interior: “Vendremos a él y haremos morada en él”. Ya hablamos el pasado domingo de la inhabitación de Dios en nuestra alma. A dicho comentario remito para no repetirme.

          La palabra que estáis oyendo no es mía, sino del Padre que me ha enviado”.

           La única razón de ser de la venida del Hijo de Dios a morar con los hombres es el cumplimiento de la voluntad del Padre. Así lo manifestó el mismo Cristo de múltiples formas a lo largo de su existencia terrena: “He descendido del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado” (Jn 6,38). Hasta tal punto su  voluntad concordaba con la voluntad del Padre, que llegó a decir, ante el escándalo de los dirigentes religiosos, que Él y el Padre eran una misma cosa: una afirmación en la que declaraba ser el mismo Dios. Toda la predicación de Cristo brotaba de un continuo trato con el Padre, manifestado en las largas noches de oración en la soledad del monte y en la permanente conciencia de estar en su presencia. Así lo demuestran las invocaciones y acciones de gracias que salían continuamente de su boca: “Padre, te doy gracias por haberme escuchado” (Jn 11, 41);  Padre mío, si es posible, pase de mí este cáliz; pero no sea como yo quiero, sino como tú” (Mt 26, 39); “Te doy gracias, Padre, porque has escondido estas cosas a los sabios y las has revelado a la gente sencilla" (Mt 11, 26).

            Una lección para nosotros en la labor de educar, servir o consolar a los demás para que nuestra ayuda brote de la ayuda que nosotros recibimos de Dios, de tal forma, que sea Él el que instruye, sirve y consuela en nosotros: “Bendito sea Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, padre de las misericordias y de todo consuelo, que nos consuela en todos nuestros sufrimientos para que nosotros podamos consolar a todos los que sufren con el consuelo que nosotros mismos recibimos de Dios” (2 Cor 1, 3-4).

            “El Paráclito, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho”.

            Los discípulos pueden quedar desconcertados y tristes al entender por sus palabras que pronto partirá de su lado -“Os he hablado de esto ahora que estoy a vuestro lado”-, pero les consuela con la promesa del Espíritu Santo, que el Padre les enviará en su nombre. Él será el que les ayudará a recordar y entender todo lo que les ha dicho en el tiempo en que han convivido con Cristo. Y no sólo eso -podemos añadir-, el Espíritu Santo saldrá siempre en su defensa -Paráclito significa precisamente abogado, defensor-. Así nos lo dice Jesús: “Cuando os lleven para entregaros, no os preocupéis de qué vais a hablar; sino hablad lo que se os comunique en aquel momento. Porque no seréis vosotros los que hablaréis, sino el Espíritu Santo” (Mc 13, 11). Unas palabras que nos quitan cualquier temor o miedo a la hora de defender y dar razón de nuestra fe y de nuestra esperanza. No estamos solos: el Espíritu Santo, que habita en nuestro interior, es nuestro gran amigo, el que nos consuela en nuestros momentos bajos, el que realmente nos enseña a orar.

            “La  paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy yo como la da el mundo. Que no se turbe vuestro corazón ni se acobarde”.

            Jesús, preocupado por la tristeza de sus discípulos, insiste en consolarlos, ahora con la paz que alberga su corazón, asegurándoles que no se trata de la paz, tal como la entiende el mundo, sino de la paz que procede de su Padre, la paz que se construye con el amor y para el amor, la paz que nos libera de todos los sobresaltos y nos hacer ser de verdad nosotros mismos.

            “Me voy y vuelvo a vuestro lado. Si me amarais, os alegraríais de que vaya al Padre, porque el Padre es mayor que yo. Os lo he dicho ahora, antes de que suceda, para que cuando suceda creáis”

            Jesús no les oculta que ha llegado la hora en la que el Padre ha decidido su vuelta a su lado, pero, al mismo tiempo, les promete que volverá a ellos, esta vez sin las limitaciones propias de esta vida temporal, pues entonces será en todo igual al Padre. Por esta razón, en lugar de estar tristes, deben saltar de alegría ante su nueva forma de su presencia, una presencia en la que serán acompañados en todo momento por su Espíritu, enriquecidos con la abundancia de su vida y asistidos por la fuerza y el poder de Dios. Les compara esta alegría con la que siente la mujer a punto de dar a luz: ella está triste por los dolores del parto, pero se olvidará inmediatamente de ellos en el momento en que trae al mundo al hijo de sus entrañas. “Igualmente, vosotros estáis ahora tristes, pero cuando vuelva a vosotros, se alegrará vuestro corazón y vuestra alegría nadie os la podrá quitar” (Jn 16, 22). Jesús no nos oculta tampoco a nosotros los sufrimientos y las pruebas que debemos pasar en nuestro caminar hacia el Padre, pero igualmente nos garantiza el gozo profundo y duradero que experimentaremos en nuestro encuentro con Él. Un encuentro que tiene lugar ya en esta vida, en la que sufrimos con Él y reinamos con Él (2 Tm 2, 12). He escrito conscientemente reinamos y no reinaremos -como aparece en el texto original- para expresar que la vida del más allá comienza ya aquí y ahora. Caminamos entre luces y sombras, pero las luces son tan potentes, que consiguen apagar las sombras: “Los sufrimientos del tiempo presente no son nada con la futura que nos aguarda” (Rm 8,18). Presente y futuro no deben interpretarse exclusivamente a nivel temporal, sino al nivel de lo viejo (el mundo del pecado) y lo nuevo (el mundo de la gracia),  mundos que coexisten en nuestra actual existencia. En el sufrir y dar la vida por nuestros hermanos, si bien se nos priva del gozo de este mundo, encontramos en medio de ellos -y no se trata, por supuesto, de masoquismo- la gran alegría de los hijos de Dios, una alegría permanente y siempre más grande.

Oración sobre las ofrendas

             Suban hasta ti, Señor, nuestras súplicas con la ofrenda del sacrificio, para que, purificados por tu bondad, nos preparemos para el sacramento de tu inmenso amor. Por Jesucristo, nuestro Señor.

             Cuando los hijos de Zebedeo pidieron a Jesús el sentarse uno a su derecha y otro a su izquierda, Jesús les sorprendió con estas palabras: “No sabéis lo que pedís” (Mt 20,22). Efectivamente. Nuestras peticiones al Señor están contagiadas por el hombre viejo que, aunque lo hayamos dejado atrás, sigue molestándonos en nuestro interior. En esta oración de ofertorio pedimos al Padre que las súplicas que acompañamos a las ofrendas del pan y del vino suban hasta su trono del cielo para ser transformadas y purificadas según su voluntad. De esta forma, nos aprovecharemos de los frutos del sacramento eucarístico convirtiéndonos en hombres que, como Cristo, ofrezcan su vida para el beneficio de nuestros hermanos.

             “Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1).

 Antífona de comunión

             Si me amáis, guardaréis mis mandamientos, dice el Señor. Y yo le pediré al Padre que os dé otro Paráclito, que esté siempre con vosotros. Aleluya (cf. Jn 14,15-16).

 Oración después de la comunión

             Dios todopoderoso y eterno, que en la resurrección de Jesucristo  nos has renovado para la vida eterna,multiplica en nosotros los frutos del Misterio pascual e infunde en nuestros corazones la fortaleza del alimento de salvación. Por Jesucristo, nuestro Señor.