Domingo 17 del tiempo ordinario Ciclo A
Antífona de entrada
Dios, el que vive en su santa morada, da calor de hogar al solitario y fuerza y poder a su pueblo.
En su “santa morada” Dios acoge con amor de padre a los desamparados y llena de vigor y valentía a los que a Él se acercan. Como miembros de su pueblo, Dios nos abre su seno a nosotros haciéndonos fuertes y valerosos en el camino de la vida para poder proclamar con entusiasmo la Noticia del Evangelio a todos los hombres con nuestras palabras y nuestras obras
Oración colecta
Oh, Dios, protector de los que en ti esperan y sin el que nada es fuerte ni santo; multiplica sobre nosotros tu misericordia, para que, instruidos y guiados por ti, de tal modo nos sirvamos de los bienes pasajeros que podamos adherirnos ya a los eternos. Por nuestro Señor Jesucristo.
Nuestra petición se adapta al sentir de la Iglesia que hoy pone el acento en la aspiración a los bienes del cielo. “Buscad los bienes de arriba”, nos dice San Pablo en la carta a los Colosenses (4,2). En esta sociedad del bienestar, en la que tan difícil resulta desprendernos del desmedido consumismo, tiene mucho sentido pedir al Señor, de quien todo lo esperamos y sin el cual nada tiene sentido ni valor, que nos ayude a valorar en su justa medida los bienes materiales y nos enseñe a transcenderlos y a usarlos como peldaños que nos encaminen hacia los bienes definitivos. “Habéis sido rescatados a buen precio; no os hagáis esclavos de realidades humanas; los que disfrutan de este mundo (vivan) como si no disfrutaran”, nos dice también San Pablo en la primera carta a los Corintios (7,22.31)
Lectura del primer libro de los Reyes (1Re 3,5. 7-12)
En aquellos días, el Señor se apareció de noche en sueños a Salomón y le dijo: «Pídeme lo que deseas que te dé». Salomón respondió: «Señor mi Dios: Tú has hecho rey a tu siervo en lugar de David mi padre, pero yo soy un muchacho joven y no sé por dónde empezar o terminar. Tu siervo está en medio de tu pueblo, el que tú te elegiste, un pueblo tan numeroso que no se puede contar ni calcular. Concede, pues, a tu siervo, un corazón atento para juzgar a tu pueblo y discernir entre el bien y el mal. Pues, cierto, ¿quién podrá hacer justicia a este pueblo tuyo tan inmenso?» Agradó al Señor esta súplica de Salomón. Entonces le dijo Dios: «Por haberme pedido esto y no una vida larga o riquezas para ti, por no haberme pedido la vida de tus enemigos, sino inteligencia para atender a la justicia, yo obraré según tu palabra: te concedo, pues, un corazón sabio e inteligente, como no ha habido antes de ti ni surgirá otro igual después de ti».
Concede a tu siervo, un corazón atento para juzgar a tu pueblo y discernir entre el bien y el mal.
Salomón acaba de ser aclamado rey de Israel, como sucesor de su padre, el rey David. Para completar la ceremonia de coronación se dirige en peregrinación al santuario de Gabaón, cercanoa Jerusalén, para ofrecer un sacrificio al Señor. Y es allí donde pronuncia esta hermosa plegaria que permaneció siempre en Israel -también entre nosotros- como modelo de oración de petición. Se podía pensar, a tenor por el contenido de esta plegaria y por la respuesta que a la misma da el Señor, que Salomón era una persona humilde y temerosa de Dios; que la plegaria brotó de un corazón dócil a la voluntad de Dios. Pero, aunque en el momento de dirigirse a Dios existía sinceridad en el nuevo rey, las intrigas y engaños mediante los cuales ascendió al trono, el comportamiento vengativo con sus enemigos personales y el lujo excesivo del que se rodeó al final de su reinado demuestran sobradamente que Salomón no era precisamente un santo. No negamos, para emitir un juicio justo, las cualidades de las que le dotó el Señor, particularmente la sabiduría, que le llevaron a gobernar con justicia y equidad durante gran parte de su reinado. Precisamente la humildad y sabiduría que subyacen en su famosa plegaria son, como todo lo bueno, fruto del amor de Dios. Nosotros, como dirá más tarde San Pablo, “no sabemos cómo pedir para orar como conviene; mas el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables” (Rm 8,26). Es decir. Es Dios el autor de todos nuestros deseos y determinaciones: “Sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15,5), ni siquiera rezar, nos dice Jesús. La humildad y la prudencia de la que Salomón hizo gala en esta plegaria son, por tanto, un regalo de Dios.
Dicho todo esto, el joven Salomón, reconociendo su inexperiencia, le pide al Señor un corazón sabio para juzgar a su pueblo y para saber discernir entre lo bueno y lo malo. El Señor, apreciando su actitud, accede a su petición y le concede sabiduría e inteligencia. La sabiduría en Israel es entendida como la luz de Dios que ilumina la actividad de los hombres: con ella conocemos la voluntad de Dios y en ella descubrimos también dónde se encuentra la verdadera realización humana, aquélla que nos pacifica, nos enriquece y nos hace felices. Esforcémonos nosotros en alcanzar la verdadera sabiduría, aquella que nos lleva de la mano a los jardines celestiales. Meditemos con nuestro clásico las palabras de su famoso poema:
«La ciencia más consumada
es que el hombre bien acabe,
porque al fin de la jornada,
aquél que se salva sabe,
y el que no, no sabe nada»
Salmo reponsorial (Sal 118)
¡Cuánto amo tu ley, Señor!
Mi porción es el Señor; he resuelto guardar tus palabras.
Más estimo yo la ley de tu boca que miles de monedas de oro y plata.
Que tu bondad me consuele, según la promesa hecha a tu siervo; cuando me alcance tu compasión, viviré, y tu ley será mi delicia.
Yo amo tus mandatos más que el oro purísimo; por eso aprecio tus decretos y detesto el camino de la mentira.
Tus preceptos son admirables, por eso los guarda mi alma; la explicación de tus palabras ilumina, da inteligencia a los ignorantes.
Respondemos a esta lectura con cuatro versículos del salmo 118. El salmo nos enseña a gozarnos en la contemplación de la voluntad de Dios, manifestada en su palabra, sus mandatos, sus leyes, sus promesas, y a reparar en las magníficas consecuencias que para nuestra vida cristiana tiene su cumplimiento.
Mi porción es el Señor; he resuelto guardar tus palabras.
Más estimo yo la ley de tu boca que miles de monedas de oro y plata.
El salmista muestra su alegría por haber sido agraciado con la amistad de Dios, un don más valioso que todas las riquezas que el mundo pueda ofrecerle. Mientras que en la repartición de la tierra prometida el resto de las tribus recibieron una porción de la misma, a la tribu de Leví se le asignó exclusivamente la función de mantener el culto, lo que suponía una relación directa con el Señor. Trasladado al plano espiritual, todo creyente ha recibido en herencia al mismo Señor, una herencia que le permite gozar de su íntima amistad, para él más valiosa que todas las riquezas y privilegios ajenos a Dios. Los deseos del creyente son los mismos deseos del Señor; su vida no tendrá otro sentido que el cumplimiento gozoso de su voluntad: “Más estimo yo la ley de tu boca que miles de monedas de oro y plata”.
Que tu bondad me consuele, según la promesa hecha a tu siervo; cuando me alcance tu compasión, viviré, y tu ley será mi delicia.
Después de este canto a la felicidad que encuentra en sentirse tan unido al Señor y por la dicha que le supone el cumplimiento de su voluntad, el salmista cae otra vez en la precaria situación de abandono y pecado. Esta situación da paso a una plegaria en la que, apoyado en la bondad y en la promesa de su Dios, demanda el único consuelo, posible, aquél que sólo puede venir de Él. Rápidamente renace la esperanza de que le devolverá la vida. No puede ser de otra manera, pues la compasión y la misericordia forman parte esencial de su ser divino. Y de nuevo surge el optimismo de la primera estrofa: “Tu ley será mi delicia”.
Yo amo tus mandatos más que el oro purísimo; por eso aprecio tus decretos y detesto el camino de la mentira.
El entusiasmo del salmista no tiene visos de calmarse y, como los enamorados, repite una y otra vez el “te quiero”, al poner la voluntad del amado, expresada en sus mandatos, por encima de cualquier otra oferta proveniente del mundo: “Yo amo tus mandatos más que el oro purísimo”. Está convencido de que estos mandatos expresan de forma clara y asequible la verdad sobre todo lo que existe. Por eso, se atreve a rechazar como falso cualquier otro camino que no sea el camino de Dios: “Detecto el camino de la mentira”. Así lo manifestará Cristo, quien dijo de sí mismo ser el Camino, la Verdad y la Vida: “Todos los que han venido delante de mí son ladrones y salteadores (falsos pastores); pero las ovejas no les escucharon” (Jn 10,8)
Tus preceptos son admirables, por eso los guarda mi alma; la explicación de tus palabras ilumina, da inteligencia a los ignorantes.
El salmista aprecia la bondad, de todo punto admirable, de la voluntad del Señor, expresada en sus palabras y en sus mandatos, y ello le lleva a meditarla continuamente en su corazón. Sabe que esta meditación es fuente de vida de la que brotarán frutos abundantes de amor. Como reza el primer salmo del salterio, “en la ley del SEÑOR está su deleite, y en su ley medita de día y de noche! Será como árbol firmemente plantado junto a corrientes de agua, que da su fruto a su tiempo, y su hoja no se marchita; en todo lo que hace, prospera” (Sal 1,2-3).
Que nuestro estudio principal consista en rumiar las palabras del Señor, imitando a María que, ante los maravillas que ocurrían a su alrededor, las guardaba y las meditaba en su corazón. (Lc 2,19). Esta meditación continúa de la Palabra del Señor (del Evangelio) nos llevará al correcto conocimiento de Jesús, en que consiste la vida verdadera: “Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo” (Jn 17,3).
Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Romanos (Rm 8,28-30)
Hermanos: Sabemos que a los que aman a Dios todo les sirve para el bien; a los cuales ha llamado conforme a su designio. Porque a los que había conocido de antemano los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que él fuera el primogénito entre muchos hermanos. Y a los que predestinó, los llamó; a los que llamó, los justificó; a los que justificó, los glorificó.
La lectura comienza con una afirmación muy esperanzadora: todos los acontecimientos suceden para el bien de los que aman a Dios. “Ya no hay condenación para los que viven unidos a Cristo Jesús”, nos dice San Pablo al principio de este capítulo 8 de la carta a los Romanos.
Pablo está convencido de que Dios controla y dirige todas las cosas hacia la realización perfecta del plan que, desde toda la eternidad, se había trazado, Entre “todas las cosas” se incluyen los sufrimientos: ellos contribuyen de modo especial a la realización del plan de Dios sobre nosotros. El estudiante aguanta los malos ratos, las dificultades y hasta los fracasos, porque confía en que todos sus esfuerzos serán al final recompensados. Las cosas no suceden al azar o por casualidad, sino por la mano regidora y gobernadora de Dios.
Esta realidad se cumple de modo perfecto en nuestra relación con Dios. No tenemos nada que temer. El plan benevolente que Dios diseñó para nosotros desde toda la eternidad se cumplirá perfectamente: estamos llamados a ser como Cristo, a “reproducir en cada uno su imagen”, a formar parte de la gran familia de hermanos en la que Cristo es la Cabeza. Nadie ni nada podrá separarnos de éste amor de Dios, que se ha manifestado en Cristo. Con Cristo entraremos en la dimensión de lo divino y, al mismo tiempo, seremos plenamente nosotros mismos. Reparemos en la seguridad que San Ignacio de Antioquía tenía del amor de Cristo cuando caminaba a Roma a recibir el martirio: “Es bueno para mí el morir por Jesucristo, más bien que reinar sobre los extremos más alejados de la tierra. A Aquél busco, que murió en lugar nuestro; a Aquél deseo, que se levantó de nuevo [por amor a nosotros]. Los dolores de un nuevo nacimiento son sobre mí. Tened paciencia conmigo, hermanos. No me impidáis el vivir; no deseéis mi muerte (se refiere a la vida verdadera -estar unido a Cristo- y a la muerte definitiva -vivir alejado de Dios-). Permitidme recibir la luz pura. Cuando llegue allí, entonces seré de verdad hombre”. (Carta a los Romanos 6,2).
Aclamación al Evangelio
Aleluya, aleluya, aleluya. Bendito seas, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has revelado los misterios del reino a los pequeños.
Escuchemos a Jesús en esta manifestación espontánea de agradecimiento al Padre, que tiene a bien revelar sus secretos a los niños, es decir, a los que, por no tener nada, todo lo reciben de Dios “Dejad que los niños vengan a mí, porque de los que son como ellos es el reino de los cielos” (Mc 10, 14).
¡Danos, Señor, un corazón de niño! ¡Danos, Señor, el corazón de Jesús, el Niño por antonomasia!
Lectura del santo evangelio según san Mateo (Mt 13,44-52)
En aquel tiempo, dijo Jesús a la gente: «El reino de los cielos se parece a un tesoro escondido en el campo: el que lo encuentra, lo vuelve a esconder y, lleno de alegría, va a vender todo lo que tiene y compra el campo. El reino de los cielos se parece también a un comerciante de perlas finas, que al encontrar una de gran valor se va a vender todo lo que tiene y la compra.] El reino de los cielos se parece también a la red que echan en el mar y recoge toda clase de peces: cuando está llena, la arrastran a la orilla, se sientan y reúnen los buenos en cestos y los malos los tiran. Lo mismo sucederá al final de los tiempos: saldrán los ángeles, separarán a los malos de los buenos y los echarán al horno de fuego. Allí será el llanto y el rechinar de dientes. ¿Habéis entendido todo esto?» Ellos le responden: «Sí». Él les dijo: «Pues bien, un escriba que se ha hecho discípulo del reino de los cielos es como un padre de familia que va sacando de su tesoro lo nuevo y lo antiguo».
En el evangelio de hoy se exponen las parábolas del tesoro escondido en el campo, la de la perla preciosa y la de la red que recoge toda clase de peces.
La moraleja de la parábola del tesoro escondido es clara: es necesario venderlo todo para comprar el campo en el que se encuentra el tesoro. El Reino de Dios, “nuestro verdadero tesoro”, exige una renuncia radical a todos los bienes de este mundo. “El que no renuncia a todos sus bienes no puede ser mi discípulo” (Lc 14, 25). Pero esta renuncia merece la pena, pues en su lugar se ofrece un don grandioso, desbordante y totalmente gratuito.
Jesús insiste en la misma enseñanza cuando habla de aquel comerciante que vende todo lo que tiene para hacerse con la perla de valor incalculable que ha encontrado. Renunciar a todo por el Reino de Dios es una decisión muy difícil si nos quedamos en la renuncia. Pero, en realidad, nos renunciamos a nada. En nuestra vida confundimos muchas veces -de modo poco inteligente- los medios con los fines, digo “de modo poco inteligente” porque, cuando renuncio a algo para conseguir otra cosa mejor, no estoy realmente renunciando a nada, sino escogiendo lo que más me conviene. Dejarlo todo por el Reino de los cielos nos cuesta, si antes no nos hemos concienciado del valor inmenso que el Reino de los cielos tiene para nosotros: el Reino de los cielos es Jesús mismo, “en quien están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y del conocimiento” (Col 2,3). Ante la meditación de estas dos parábolas viene a nuestra memoria lo que nos decía San Pablo en la segunda lectura del pasado domingo: “...los sufrimientos de ahora no se pueden comparar con la gloria que un día se nos manifestará” (Rm 8,18), es decir, con la alegría desbordante del encuentro con Jesús, nuestro verdadero tesoro, la auténtica perla preciosa que proporciona el auténtico valor a nuestra vida.
Este encuentro con Cristo lo hacemos realidad en todas las circunstancias de nuestra vida individual y social. De modo muy especial, vivimos la amistad con Cristo en la participación eucarística, en la oración personal y comunitaria, en la conciencia de estar siempre en su presencia (oración continua), en los momentos de alegría, en medio de los problemas que continuamente nos plantea la vida, en los sufrimientos, en nuestra entrega afectiva y efectiva a los demás, principalmente a los más necesitados.
La parábola de la red llena de peces encierra la misma enseñanza que la de la cizaña. Es probable, como creen algunos exégetas, que Jesús las expusiera una detrás de otra en el mismo discurso, y que su desplazamiento a este lugar se deba al evangelista o al traductor, algo que en modo alguno afecta a la inteligencia de la misma. Mientras dura la pesca de este mundo existirán confundidos en la persona el mal y el bien, los buenos y los malos. Será cuando termine nuestra andadura en este mundo el momento en que Dios establezca la justicia definitiva, poniendo al descubierto todo el mal y todo el bien ocurrido a lo largo de la historia.
Los dos últimos versículos de esta lectura nos hablan de la recomendación que da Jesús a quienes se van a dedicar a la transmisión del Evangelio: deben empaparse de la Palabra de Dios en toda su amplitud para utilizar un aspecto u otro de la misma, según convenga en cada circunstancia “Un escriba que se ha hecho discípulo del reino de los cielos es como un padre de familia que va sacando de su tesoro lo nuevo y lo antiguo».
Oración sobre las ofrendas
Recibe, Señor, las ofrendas que te presentamos gracias a tu generosidad, para que estos santos misterios, donde tu poder actúa eficazmente, santifiquen los días de nuestra vida y nos conduzcan a las alegrías eternas. Por Jesucristo, nuestro Señor.
En este ofertorio te pedimos, Señor, que acojas el pan y el vino que, frutos de la tierra y del trabajo del hombre, hemos recibido de ti. Tú permites ahora que te los devolvamos como ofrendas que, una vez convertidas en tu cuerpo y en tu sangre, serán nuestro verdadero alimento. La unión tan estrecha contigo a través de este sacramento hará que abundemos en buenas obras y que, desde ahora, vivamos ya en esperanza desde el cielo, a donde, llevando a la práctica los valores del Reino, caminemos decididamente.
Antífona de comunión
Dichosos los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia. Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios (Mt 5,7-8)
La Iglesia pone ahora a nuestra consideración la quinta y la sexta bienaventuranza del evangelio de San Mateo: Felices los misericordiosos porque de ellos Dios tendrá misericordia, y felices los limpios de corazón porque ellos verán a Dios. Dios ha puesto en el corazón del ser humano un profundo anhelo de felicidad y de plenitud. Cuando somos compasivos con los demás participamos de la felicidad de Dios, pues estamos imitando su comportamiento: “Sed misericordiosos, como también vuestro Padre es misericordioso” (Lc 6,3). Cuando actuamos con un corazón limpio nos comportamos como niños que lo necesitan todo de su padre y participamos de la felicidad de Jesús que, como Hijo, es totalmente dependiente del Padre del cielo: “Si no os volvéis cono niños (si no os volvéis como Jesús, el Niño con mayúscula) no entraréis en el Reino de los cielos” (Mt 18, 3).
Oración después de la comunión
Hemos recibido, Señor, el santo sacramento, memorial perpetuo de la pasión de tu Hijo; concédenos que este don, que él mismo nos entregó con amor inefable, sea provechoso para nuestra salvación. Por Jesucristo, nuestro Señor.
En la oración después de la comunión pedimos a Dios que se hagan realidad en nosotros los frutos de la celebración eucarística. En la celebración de este domingo pedimos que el don que hemos recibido al comulgar nos aproveche para nuestra salvación, es decir, para nuestra unión con Cristo. Que esta unión se haga extensiva a todas las circunstancias y momentos de nuestra vida. Que la conciencia de la presencia del Señor sea una continua plegaria y un permanente canto de alabanza. Que el amor con el que Cristo nos entregó este sacramento se traduzca en una entrega permanente al servicio y cuidado de nuestros hermanos.