Domingo 17 del tiempo ordinario Ciclo A

                                                Domingo 17 del tiempo ordinario Ciclo A

Antífona de entrada

Dios, el que vive en su santa morada, da calor de hogar al solitario y fuerza y poder a su pueblo.

En su “santa morada” Dios acoge con amor de padre a los desamparados y llena de vigor  y valentía a los que a Él se acercan. Como miembros de su pueblo, Dios nos abre su seno a nosotros haciéndonos fuertes y valerosos en el camino de la vida para poder proclamar con entusiasmo la Noticia del Evangelio a todos los hombres con nuestras palabras y nuestras obras


Oración colecta

Oh, Dios, protector de los que en ti esperan y sin el que nada es fuerte ni santo; multiplica sobre nosotros tu misericordia, para que, instruidos y guiados por ti, de tal modo nos sirvamos de los bienes pasajeros que podamos  adherirnos ya a los eternos. Por nuestro Señor Jesucristo.

Nuestra petición se adapta al sentir de la Iglesia que hoy pone el acento en la aspiración a los bienes del cielo. “Buscad los bienes de arriba”, nos dice San Pablo en la carta a los Colosenses (4,2). En esta sociedad del bienestar, en la que tan difícil resulta desprendernos del desmedido consumismo, tiene mucho sentido pedir al Señor, de quien todo lo esperamos y sin el cual nada tiene sentido ni valor, que nos ayude a valorar en su justa medida los bienes materiales y nos enseñe a transcenderlos y a usarlos como peldaños que nos encaminen hacia los bienes definitivos. “Habéis sido rescatados a buen precio; no os hagáis esclavos de realidades humanas; los que disfrutan de este mundo (vivan) como si no disfrutaran”, nos dice también San Pablo en la primera carta a los Corintios (7,22.31)

Lectura del primer libro de los Reyes (1Re 3,5. 7-12)

En aquellos días, el Señor se apareció de noche en sueños a Salomón y le dijo: «Pídeme lo que deseas que te dé». Salomón respondió: «Señor mi Dios: Tú has hecho rey a tu siervo en lugar de David mi padre, pero yo soy un muchacho joven y no sé por dónde empezar o terminar. Tu siervo está en medio de tu pueblo, el que tú te elegiste, un pueblo tan numeroso que no se puede contar ni calcular. Concede, pues, a tu siervo, un corazón atento para juzgar a tu pueblo y discernir entre el bien y el mal. Pues, cierto, ¿quién podrá hacer justicia a este pueblo tuyo tan inmenso?» Agradó al Señor esta súplica de Salomón. Entonces le dijo Dios: «Por haberme pedido esto y no una vida larga o riquezas para ti, por no haberme pedido la vida de tus enemigos, sino inteligencia para atender a la justicia, yo obraré según tu palabra: te concedo, pues, un corazón sabio e inteligente, como no ha habido antes de ti ni surgirá otro igual después de ti».

Concede a tu siervo, un corazón atento para juzgar a tu pueblo y discernir entre el bien y el mal.

Salomón acaba de ser aclamado rey de Israel, como sucesor de su padre, el rey David. Para completar la ceremonia de coronación se dirige en peregrinación al santuario de Gabaón, cercanoa Jerusalén, para ofrecer un sacrificio al Señor. Y es allí donde pronuncia esta hermosa plegaria que permaneció siempre en Israel -también entre nosotros- como modelo de oración de petición. Se podía pensar, a tenor por el contenido de esta plegaria y por la respuesta que a la misma da el Señor, que Salomón era una persona humilde y temerosa de Dios; que la plegaria brotó de un corazón dócil a la voluntad de Dios. Pero, aunque en el momento de dirigirse a Dios existía sinceridad en el nuevo rey, las intrigas y engaños mediante los cuales ascendió al trono, el comportamiento vengativo con sus enemigos personales y el lujo excesivo del que se rodeó al final de su reinado demuestran sobradamente que Salomón no era precisamente un santo. No negamos, para emitir un juicio justo, las cualidades de las que le dotó el Señor, particularmente la sabiduría, que le llevaron a gobernar con justicia y equidad durante gran parte de su reinado. Precisamente la humildad y sabiduría que subyacen en su famosa plegaria son, como todo lo bueno, fruto del amor de Dios. Nosotros, como dirá más tarde San Pablo, “no sabemos cómo pedir para orar como conviene; mas el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables” (Rm 8,26). Es decir. Es Dios el autor de todos nuestros deseos y determinaciones: “Sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15,5), ni siquiera rezar, nos dice Jesús. La humildad y la prudencia de la que  Salomón hizo gala en esta plegaria son, por tanto, un regalo de Dios. 

Dicho todo esto, el joven Salomón, reconociendo su inexperiencia, le pide al Señor un corazón sabio para juzgar a su pueblo y para saber discernir entre lo bueno y lo malo. El Señor, apreciando su actitud, accede a su petición y le concede sabiduría e inteligencia. La sabiduría en Israel es entendida como la luz de Dios que ilumina la actividad de los hombres: con ella conocemos la voluntad de Dios y en ella descubrimos también dónde se encuentra la verdadera realización humana, aquélla que nos pacifica, nos enriquece y nos hace felices. Esforcémonos nosotros en alcanzar la verdadera sabiduría, aquella que nos lleva de la mano a los jardines celestiales. Meditemos con nuestro clásico las palabras de su famoso poema: 

«La ciencia más consumada

es que el hombre bien acabe,

porque al fin de la jornada,

aquél que se salva sabe,

y el que no, no sabe nada»

 

Salmo reponsorial (Sal 118)

¡Cuánto amo tu ley, Señor!

Mi porción es el Señor; he resuelto guardar tus palabras.

Más estimo yo la ley de tu boca que miles de monedas de oro y plata.

Que tu bondad me consuele, según la promesa hecha a tu siervo; cuando me alcance tu compasión, viviré, y tu ley será mi delicia.

 Yo amo tus mandatos más que el oro purísimo; por eso aprecio tus decretos y detesto el camino de la mentira.

Tus preceptos son admirables, por eso los guarda mi alma; la explicación de tus palabras ilumina, da inteligencia a los ignorantes.

Respondemos a esta lectura con cuatro versículos del salmo 118. El salmo nos enseña a gozarnos en la contemplación de la voluntad de Dios, manifestada en su palabra, sus mandatos, sus leyes, sus promesas, y a reparar en las magníficas consecuencias que para nuestra vida cristiana tiene su cumplimiento.

Mi porción es el Señor; he resuelto guardar tus palabras.

Más estimo yo la ley de tu boca que miles de monedas de oro y plata.

El salmista muestra su alegría por haber sido agraciado con la amistad de Dios, un don más valioso que todas las riquezas que el mundo pueda ofrecerle. Mientras que en la repartición de la tierra prometida el resto de las tribus recibieron una porción de la misma, a la tribu de Leví se le asignó exclusivamente la función de mantener el culto, lo que suponía una relación directa con el Señor. Trasladado al plano espiritual, todo creyente ha recibido en herencia al mismo Señor, una herencia que le permite gozar de su íntima amistad, para él más valiosa que todas las riquezas y privilegios ajenos a Dios. Los deseos del creyente son los mismos deseos del Señor; su vida no tendrá otro sentido que el cumplimiento gozoso de su voluntad: Más estimo yo la ley de tu boca que miles de monedas de oro y plata”.

Que tu bondad me consuele, según la promesa hecha a tu siervo; cuando me alcance tu compasión, viviré, y tu ley será mi delicia.

Después de este canto a la felicidad que encuentra en sentirse tan unido al Señor y por la dicha que le supone el cumplimiento de su voluntad, el salmista cae otra vez en la precaria situación de abandono y pecado. Esta situación da paso a una plegaria en la que, apoyado en la bondad y en la promesa de su Dios, demanda el único consuelo, posible, aquél que sólo puede venir de Él. Rápidamente renace la esperanza de que le devolverá la vida.  No puede ser de otra manera, pues la compasión y la misericordia forman parte esencial de su ser divino. Y de nuevo surge el optimismo de la primera estrofa: “Tu ley será mi delicia”.

Yo amo tus mandatos más que el oro purísimo; por eso aprecio tus decretos y detesto el camino de la mentira.

El entusiasmo del salmista no tiene visos de calmarse y, como los enamorados, repite una y otra vez el “te quiero”, al poner la voluntad del amado, expresada en sus mandatos, por encima de cualquier otra oferta proveniente del mundo: Yo amo tus mandatos más que el oro purísimo”. Está convencido de que estos mandatos expresan de forma clara y asequible la verdad sobre todo lo que existe. Por eso, se atreve a rechazar como falso cualquier otro camino que no sea el camino de Dios: “Detecto el camino de la mentira”. Así lo manifestará Cristo, quien dijo de sí mismo ser el Camino, la  Verdad y la Vida: “Todos los que han venido delante de mí son ladrones y salteadores (falsos pastores); pero las ovejas no les escucharon” (Jn 10,8)

Tus preceptos son admirables, por eso los guarda mi alma; la explicación de tus palabras ilumina, da inteligencia a los ignorantes.

El salmista aprecia la bondad, de todo punto admirable, de la voluntad del Señor, expresada en sus palabras y en sus mandatos, y ello le lleva a meditarla continuamente en su corazón. Sabe que esta meditación es fuente de vida de la que brotarán frutos abundantes de amor. Como reza el primer salmo del salterio, “en la ley del SEÑOR está su deleite, y en su ley medita de día y de noche! Será como árbol firmemente plantado junto a corrientes de agua, que da su fruto a su tiempo, y su hoja no se marchita; en todo lo que hace, prospera” (Sal 1,2-3). 

Que nuestro estudio principal consista en rumiar las palabras del Señor, imitando a María que, ante los maravillas que ocurrían a su alrededor, las guardaba y las meditaba en su corazón. (Lc 2,19). Esta meditación continúa de la Palabra del Señor (del Evangelio) nos llevará al correcto conocimiento de Jesús, en que consiste la vida verdadera: “Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo” (Jn 17,3).


Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Romanos (Rm 8,28-30)

Hermanos: Sabemos que a los que aman a Dios todo les sirve para el bien; a los cuales ha llamado conforme a su designio. Porque a los que había conocido de antemano los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que él fuera el primogénito entre muchos hermanos. Y a los que predestinó, los llamó; a los que llamó, los justificó; a los que justificó, los glorificó.

 La lectura comienza con una afirmación muy esperanzadora: todos los acontecimientos suceden para el bien de los que aman a Dios. “Ya no hay condenación para los que viven unidos a Cristo Jesús”, nos dice San Pablo al principio de este capítulo 8 de la carta a los Romanos.

 Pablo está convencido de que Dios controla y dirige todas las cosas hacia la realización perfecta del plan que, desde toda la eternidad, se había trazado, Entre “todas las cosas” se incluyen los sufrimientos: ellos contribuyen de modo especial a la realización del plan de Dios sobre nosotros. El estudiante aguanta los malos ratos, las dificultades y hasta los fracasos, porque confía en que todos sus esfuerzos serán al final recompensados. Las cosas no suceden al azar o por casualidad, sino por la mano regidora y gobernadora de Dios.

Esta realidad se cumple de modo perfecto en nuestra relación con Dios. No tenemos nada que temer. El plan benevolente que Dios diseñó para nosotros desde toda la eternidad se cumplirá perfectamente: estamos llamados a ser como Cristo, a reproducir en cada uno su imagen”, a formar parte de la gran familia de hermanos en la que Cristo es la Cabeza. Nadie ni nada podrá separarnos de éste amor de Dios, que se ha manifestado en Cristo. Con Cristo entraremos en la dimensión de lo divino y, al mismo tiempo, seremos plenamente nosotros mismos. Reparemos en la seguridad que San Ignacio de Antioquía tenía del amor de Cristo cuando caminaba a Roma a recibir el martirio: “Es bueno para mí el morir por Jesucristo, más bien que reinar sobre los extremos más alejados de la tierra. A Aquél busco, que murió en lugar nuestro; a Aquél deseo, que se levantó de nuevo [por amor a nosotros]. Los dolores de un nuevo nacimiento son sobre mí. Tened paciencia conmigo, hermanos. No me impidáis el vivir; no deseéis mi muerte (se refiere a la vida verdadera -estar unido a Cristo- y a la muerte definitiva -vivir alejado de Dios-). Permitidme recibir la luz pura. Cuando llegue allí, entonces seré de verdad hombre”. (Carta a los Romanos 6,2).

Aclamación al Evangelio

Aleluya, aleluya, aleluya. Bendito seas, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has revelado los misterios del reino a los pequeños.

Escuchemos a Jesús en esta manifestación espontánea de agradecimiento al Padre, que tiene a bien revelar sus secretos a los niños, es decir, a los que, por no tener nada, todo lo reciben de Dios “Dejad que los niños vengan a mí, porque de los que son como ellos es el reino de los cielos” (Mc 10, 14). 

¡Danos, Señor, un corazón de niño! ¡Danos, Señor, el corazón de Jesús, el Niño por antonomasia!

Lectura del  santo evangelio según san Mateo (Mt 13,44-52)

En aquel tiempo, dijo Jesús a la gente: «El reino de los cielos se parece a un tesoro escondido en el campo: el que lo encuentra, lo vuelve a esconder y, lleno de alegría, va a vender todo lo que tiene y compra el campo. El reino de los cielos se parece también a un comerciante de perlas finas, que al encontrar una de gran valor se va a vender todo lo que tiene y la compra.] El reino de los cielos se parece también a la red que echan en el mar y recoge toda clase de peces: cuando está llena, la arrastran a la orilla, se sientan y reúnen los buenos en cestos y los malos los tiran. Lo mismo sucederá al final de los tiempos: saldrán los ángeles, separarán a los malos de los buenos y los echarán al horno de fuego. Allí será el llanto y el rechinar de dientes. ¿Habéis entendido todo esto?» Ellos le responden: «Sí». Él les dijo: «Pues bien, un escriba que se ha hecho discípulo del reino de los cielos es como un padre de familia que va sacando de su tesoro lo nuevo y lo antiguo».

 En el evangelio de hoy se exponen las parábolas del tesoro escondido en el campo, la de la perla preciosa y la de la red que recoge toda clase de peces. 

La moraleja de la parábola del tesoro escondido es clara: es necesario venderlo todo para comprar el campo en el que se encuentra el tesoro. El Reino de Dios, “nuestro verdadero tesoro”, exige una renuncia radical a todos los bienes de este mundo. “El que no renuncia a todos sus bienes no puede ser mi discípulo”  (Lc 14, 25). Pero esta renuncia merece la pena, pues en su lugar se ofrece un don grandioso, desbordante y totalmente gratuito.

Jesús insiste en la misma enseñanza cuando habla de aquel comerciante que vende todo lo que tiene para hacerse con la perla de valor incalculable que ha encontrado. Renunciar a todo por el Reino de Dios es una decisión muy difícil si nos quedamos en la renuncia. Pero, en realidad, nos renunciamos a nada. En nuestra vida confundimos muchas veces -de modo poco inteligente- los medios con los fines, digo “de modo poco inteligente” porque, cuando renuncio a algo para conseguir otra cosa mejor, no estoy realmente renunciando a nada, sino escogiendo lo que más me conviene. Dejarlo todo por el Reino de los cielos nos cuesta, si antes no nos hemos concienciado del valor inmenso que el Reino de los cielos tiene para nosotros: el Reino de los cielos es Jesús mismo, “en quien están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y del conocimiento” (Col 2,3). Ante la meditación de estas dos parábolas viene a nuestra memoria lo que nos decía San Pablo en la segunda lectura del pasado domingo: “...los sufrimientos de ahora no se pueden comparar con la gloria que un día se nos manifestará” (Rm 8,18), es decir, con la alegría desbordante del encuentro con Jesús, nuestro verdadero tesoro, la auténtica perla preciosa que proporciona el auténtico valor a nuestra vida.

Este encuentro con Cristo lo hacemos realidad en todas las circunstancias de nuestra vida individual y social. De modo muy especial, vivimos la amistad con Cristo en la participación eucarística, en la oración personal y comunitaria, en la conciencia de estar siempre en su presencia (oración continua), en los momentos de alegría, en medio de los problemas que continuamente nos plantea la vida, en los sufrimientos, en nuestra entrega afectiva y efectiva a los demás, principalmente a los más necesitados.

La parábola de la red llena de peces encierra la misma enseñanza que la de la cizaña. Es probable, como creen algunos exégetas, que Jesús las expusiera una detrás de otra en el mismo discurso, y que su desplazamiento a este lugar se deba al evangelista o al traductor, algo que en modo alguno afecta a la inteligencia de la misma. Mientras dura la pesca de este mundo existirán confundidos en la persona el mal y el bien, los buenos y los malos. Será cuando termine nuestra andadura en este mundo el momento en que Dios establezca la justicia definitiva, poniendo al descubierto todo el mal y todo el bien ocurrido a lo largo de la historia.

Los dos últimos versículos de esta lectura nos hablan de la recomendación que da Jesús a quienes se van a dedicar a la transmisión del Evangelio: deben empaparse de la Palabra de Dios en toda su amplitud para utilizar un aspecto u otro de la misma, según convenga en cada circunstancia “Un escriba que se ha hecho discípulo del reino de los cielos es como un padre de familia que va sacando de su tesoro lo nuevo y lo antiguo».

 Oración sobre las ofrendas

Recibe, Señor, las ofrendas que te presentamos gracias a tu generosidad, para que estos santos misterios, donde tu poder actúa eficazmente, santifiquen los días de nuestra vida y nos conduzcan a las alegrías eternas. Por Jesucristo, nuestro Señor.

En este ofertorio te pedimos, Señor, que acojas el pan y el vino que, frutos de la tierra y del trabajo del hombre, hemos recibido de ti. Tú permites ahora que te los devolvamos como ofrendas que, una vez convertidas en tu cuerpo y en tu sangre, serán nuestro verdadero alimento. La unión tan estrecha contigo a través de este sacramento hará que abundemos en buenas obras y que, desde ahora, vivamos ya en esperanza desde el cielo, a donde, llevando a la práctica los valores del Reino, caminemos decididamente.

Antífona de comunión

Dichosos los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia. Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios (Mt 5,7-8) 

La Iglesia pone ahora a nuestra consideración la quinta y la sexta bienaventuranza del evangelio de San Mateo: Felices los misericordiosos porque de ellos Dios tendrá misericordia, y felices los limpios de corazón porque ellos verán a Dios. Dios ha puesto en el corazón del ser humano un profundo anhelo de felicidad y de plenitud. Cuando somos compasivos con los demás participamos de la felicidad de Dios, pues estamos imitando su comportamiento: “Sed misericordiosos, como también vuestro Padre es misericordioso” (Lc 6,3). Cuando actuamos con un corazón limpio nos comportamos como niños que lo necesitan todo de su padre y participamos de la felicidad de Jesús que, como Hijo, es totalmente dependiente del Padre del cielo: “Si no os volvéis cono niños (si no os volvéis como Jesús, el Niño con mayúscula) no entraréis en el Reino de los cielos” (Mt 18, 3).

Oración después de la comunión

Hemos recibido, Señor, el santo sacramento, memorial perpetuo de la pasión de tu Hijo; concédenos que este don, que él mismo nos entregó con amor inefable, sea provechoso para nuestra salvación. Por Jesucristo, nuestro Señor.

  En la oración después de la comunión pedimos a Dios que se hagan realidad en nosotros los frutos de la celebración eucarística. En la celebración de este domingo pedimos que el don que hemos recibido al comulgar nos aproveche para nuestra salvación, es decir, para nuestra unión con Cristo. Que esta unión se haga extensiva a todas las circunstancias y momentos de nuestra vida. Que la conciencia de la presencia del Señor sea una continua plegaria y un permanente canto de alabanza. Que el amor con el que Cristo nos entregó este sacramento se traduzca en una entrega permanente al servicio y cuidado de nuestros hermanos.

 


Santiago, apóstol, patrono de España

Antífona de entrada

           Jesús paseando junto al mar de Galilea, vio a Santiago, hijo de Zebedeo, y a Juan, su hermano, que estaban repasando las redes, y los llamó, y les puso el nombre de Boanerges, es decir, los hijos del trueno (Mt 4,18. 21; Mc 3,17).

 Oración colecta

           Dios todopoderoso y eterno, que consagraste los primeros trabajos de tus apóstoles con la sangre de Santiago, haz que tu Iglesia, reconfortada constantemente por su patrocinio, sea fortalecida por su testimonio, y que los pueblos de España se mantengan fieles a Cristo hasta el final de los tiempos. Por nuestro Señor Jesucristo.

 Lectura del libro de  los Hechos de los apóstoles 4,33; 5,12. 27-33; 12,2

           En aquellos días, los apóstoles daban testimonio de la resurrección del Señor Jesús con mucho valor. Y se los miraba a todos con mucho agrado. Por mano de los apóstoles se realizaban muchos signos y prodigios en medio del pueblo. Todos se reunían con un mismo espíritu en el pórtico de Salomón. Les hicieron comparecer ante el Sanedrín y el sumo sacerdote los interrogó, diciendo: «¿No os habíamos ordenado formalmente no enseñar en ese Nombre? En cambio, habéis llenado Jerusalén con vuestra enseñanza y queréis hacernos responsables de la sangre de ese hombre». Pedro y los apóstoles replicaron: «Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres. El Dios de nuestros padres resucitó a Jesús, a quien vosotros matasteis, colgándolo de un madero. Dios lo ha exaltado con su diestra, haciéndolo jefe y salvador, para otorgar a Israel la conversión y el perdón de los pecados. Testigos de esto somos nosotros y el Espíritu Santo, que Dios da a los que lo obedecen». Ellos, al oír esto, se consumían de rabia y trataban de matarlos. El rey Herodes hizo pasar a cuchillo a Santiago, hermano de Juan.

           La Resurrección del Señor era el  tema principal, por no decir el único, de la predicación apostólica. La fe de los primeros seguidores de Jesús les llevaba vehementemente a proclamar este acontecimiento con una fuerza y un valor humanamente inexplicables. Gracias a esa fe, el Señor producía en el pueblo signos y prodigios extraordinarios y así se cumplía la palabra de Jesús a los discípulos cuando, por su falta de fe, no pudieron expulsar un demonio: “si tuviérais fe como un grano de mostaza, diréis a este monte: "Desplázate de aquí allá", y se desplazará, y nada os será imposible” (Mt 17,20).

           Dado el alboroto que se formaba diariamente en el Pórtico de Salomón por parte de los seguidores de Jesús, las autoridades hicieron comparecer a los apóstoles ante el Sanedrín con el fin de prohibirles, de una vez por todas, la predicación y la enseñanza del Señor“¿No os habíamos ordenado formalmente no enseñar en ese Nombre?”. La respuesta de Pedro, rápida y valiente, fue toda una declaración de principios: “Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres”Cumpliendo el encargo de Jesús, antes de subir al cielo, de propagar la Buena Nueva del Evangelio, San Pedro, en un breve e improvisado discurso, intenta hacerles ver que en Jesús se cumplen las promesas hechas a los patriarcas. En este hombre que “vosotros matasteis colgándolo de un madero”, se continúa la fe de Abraham, pues ha sido el Dios de los padres el que, al resucitarlo, lo ha constituido jefe y salvador de Israel mediante el perdón de todas las infidelidades. De ello -otra vez se manifiesta la valentía de los apóstoles- somos testigos nosotros y el Espíritu Santo “que Dios da a los que le obedecen”Es este Espíritu, que actúa en el interior de los discípulos, el que les da la fuerza y la valentía para proclamar a Jesús como aquél en quien solamente podemos salvarnos.

           De nada sirve este breve discurso de San Pedro de cara a un posible arrepentimiento de aquellos a los que iba dirigido. Al contrario. Se corroen por dentro con una rabia incontenible que les impide absolutamente cualquier acceso a la verdad y, lo que es peor, que les lleva a desear hacer desaparecer la misma verdad en los que la defendían, pues desde entonces buscaban la manera de matar a los apóstoles. En ellos se cumplía la afirmación del prólogo del evangelio de San Juan “(la Luz) vino a los suyos y los suyos no la recibieron” (Jn 1,11) porque -se lo dice Jesús a Nicodemo- “amaron más las tinieblas que la luz, ya que sus obras eran malas, y el que obra el mal aborrece la luz y no va a la luz, no sea que sus obras malas sean descubiertas y condenadas.” (Jn 3,19-20). De otra manera. Los hombres que viven apegados a sus malas acciones aborrecen la verdad, prefiriendo una vida esclava de sus vicios y su egoísmo. Un camino absolutamente desviado, pues, al no tener anclajes sólidos en los que apoyar su existencia, se dan cuenta de que esta huída de la verdad no les conduce a la felicidad que anhela su corazón. 

           Finalmente, a los pocos días de este episodio, empezaron a llevarse a cabo los ingratos deseos de los perseguidores de los discípulos y a cumplirse la predicción de Jesús de que éstos beberían el cáliz de su pasión, como veremos en el evangelio de hoy respecto a los hermanos Santiago y Juan. El primero en beber este cáliz fue el diácono Esteban (Hech 7 54-60); ahora es uno de los doce el que sella con su sangre la fe en Jesucristo: “El rey Herodes hizo pasar a cuchillo a Santiago, hermano de Juan”.

Salmo responsorial – 66

Oh, Dios, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben.

Que Dios tenga piedad y nos bendiga, ilumine su rostro sobre nosotros;

conozca la tierra tus caminos, todos los pueblos tu salvación. (1)

Que canten de alegría las naciones, porque riges el mundo con justicia

y gobiernas las naciones de la tierra. (2)

La tierra ha dado su fruto, nos bendice el Señor, nuestro Dios.

Que Dios nos bendiga; que le teman todos los confines de la tierra. (3)

          Considerando el salmista que Israel, el pueblo elegido del que forma parte, es el centro desde el que se irradian las bendiciones divinas a todos los pueblos, manifiesta públicamente el deseo de que todos los hombres se unan a esta alabanza. La oración -de petición, de acción de gracias, de alabanza- no puede quedarse en el ámbito estrictamente individual: pido a Dios el bien para todos, entre los que estoy incluido; agradezco a Dios los favores que hace, no solamente a mí, sino a los demás; deseo que todos los hombres disfruten, como yo, en el reconocimiento de la gloria y el poder De Dios: “Oh Dios, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben”

           (1) El salmista comienza su oración implorando para todos la bendición y la benevolencia del Señor: ellas iluminarán nuestros rostros de tal manera que los hombres que viven al margen de Dios conocerán a través de nosotros su salvación y sus caminos. “Contemplad al Señor y quedaréis radiantes y vuestro rostro no se avergonzará” (Sal 34). Entusiasmado por haber conocido a Dios y ser guiado por Él hacia la verdadera felicidad, desea que los demás compartan esta experiencia tan gratificante: “que la tierra -todos los hombres- conozca (sus) caminos y todos los pueblos (su) salvación”

           Una de las grandes tentaciones del cristiano, de ahora y de siempre, es el individualismo: sólo nos importa la salvación personal o la del propio grupo sólo pensamos en nuestros intereses y en nuestro particular progreso espiritual, sin importarnos - o poniendo en un segundo o tercer lugar- los intereses de los demás, algo nocivo para nuestra persona desde el punto de vista humano -en el aislamiento no se puede dar la felicidad-, pero sobre todo desde el punto de vista cristiano -Jesús nos manda que amemos a los demás como a nosotros mismos y  nos enseña a  dirigirnos al Padre del Cielo, no como Padre mío, sino como Padre nuestro-.

           (2) Todos los pueblos deben sentirse felices y exultantes, porque es Dios el que lleva las riendas del mundo, gobernando el universo con justicia y equidad. Esta certeza nos hace sentirnos seguros, pues sabemos de dónde venimos y a dónde vamos: no estamos bajo el ciego y caprichoso régimen del azar, ni a merced de los caprichos de seres malignos. Es un Dios bueno y justo el que dirige nuestra vida. Por eso, como creyentes en ese Dios bueno y recto, hacemos todo lo que esté en nuestras manos para que se unan a nuestra plegaria de alabanza todos los hombres. Es a este Dios hacia el que caminamos y en el que encontraremos la felicidad que busca nuestro corazón.

           (3) La benevolencia divina se ha manifestado en la abundancia de los frutos y cosechas de la tierra. Agradecido por los beneficios recibidos, el salmista manifiesta su confianza de que el Señor nos seguirá bendiciendo y esta bendición hará que todos los pueblos de la tierra, desde sus más remotos confines, reconozcan el poder y la bondad de Dios.

 Lectura de la segunda  carta del apóstol san Pablo a los Corintios 4,7-15

          Hermanos: Llevamos este tesoro en vasijas de barro, para que se vea que una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no proviene de nosotros. Atribulados en todo, mas no aplastados; apurados, mas no desesperados; perseguidos, pero no abandonados; derribados, mas no aniquilados, llevando siempre y en todas partes en el cuerpo la muerte de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo. Pues, mientras vivimos, continuamente nos están entregando a la muerte por causa de Jesús; para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestra carne mortal. De este modo, la muerte actúa en nosotros, y la vida en vosotros. Pero teniendo el mismo espíritu de fe, según lo que está escrito: «Creí, por eso hablé», también nosotros creemos y por eso hablamos; sabiendo que quien resucitó al Señor Jesús también nos resucitará a nosotros con Jesús y nos presentará con vosotros ante él. Pues todo esto es para vuestro bien, a fin de que cuantos más reciban la gracia, mayor sea el agradecimiento, para gloria de Dios.

          El tesoro del que habla San Pablo es el ministerio de la predicación, que ha sido confiado a hombres frágiles, limitados en sus capacidades intelectuales e inclinados, como todo mortal, al desánimo y a la inconstancia. “Vasijas de barro” son los apóstoles, recipientes y portadores de la Buena Nueva. Así quedará claro ante los hombres que la extraordinaria riqueza del Evangelio no procede de los que la anuncian y proclaman, sino de la fuerza de la gracia de Dios.

          Es la gracia de Dios la que les mantiene en pie en medio de tantas circunstancias adversas, sufrimientos y desprecios como consecuencia de ser fieles testigos de Cristo: “Si me han perseguido a mí, también os perseguirán a vosotros; si han guardado mi palabra, también guardarán la vuestra” (Jn 15,20).

          No obstante todas estas adversidades, el operario del Evangelio sale siempre vencedor: “Atribulados en todo, mas no aplastados; apurados, mas no desesperados; perseguidos, pero no abandonados; derribados, mas no aniquilados”Y es que el apóstol -y también nosotros- reproduce la vida entera de Cristo, su sufrimiento y su gloria, su muerte y su vida de resucitado: “Si morimos con Él viviremos con Él, si sufrimos con Él, reinaremos con Él” (2 Tim 2,11-12).

          En realidad, no son ellos los que actúan, sino Cristo a través de ellos. Todos y cada uno -y también nosotros- podemos decir con San Pablo: “Ya no soy yo el que vivo, es Cristo quien vive en mí” (Gál 2,20). Por eso, cuanto más dejo actuar a Cristo en mi, cuanto más me considero instrumento del Señor, menos obstáculos pondré a la obra de Cristo en el mundo. Cuanto más obre Cristo a través de mi debilidad, más resplandece a través de mí el poder de Cristo: “La fuerza se manifiesta en mi flaqueza” (2 Cor 12,9). 

          Más que pensar en él, el apóstol piensa en los que reciben la palabra a través de él, consciente de que está reproduciendo en su vida la muerte de Cristo con el fín de que la vida de Cristo se manifieste en los que han creído en su testimonio: “De este modo la muerte está en nosotros y la vida en vosotros”.

          “Creí, por eso hablé”

          San Pablo cita el salmo 115 para expresar la razón de ser de su predicación. Según la versión hebrea, el salmista, habiendo sido afligido en extremo y liberado de una muerte segura, manifiesta públicamente su confianza en el Señor. Apoyado en los mismos sentimientos de fe y confianza -él pasó también por momentos de angustia y persecución muy cercanos a la propia muerte-, San Pablo proclama “a tiempo y destiempo” a Jesucristo resucitado a pesar de los obstáculos que se interponían en su tarea apostólica. Tenía la certeza de que, por la solidaridad en los sufrimientos y muerte de Cristo, se le concedería –a él y a los demás- una vida de gloria junto al Señor: “Quien resucitó al Señor Jesús también nos resucitará a nosotros con Jesús y nos presentará con vosotros ante Él”. 

          “Todo esto es para vuestro bien”.

          El apostolado ejercido por San Pablo -y por los demás apóstoles- estuvo siempre en función de conseguir que entrasen en el camino de Jesús el mayor número posible de personas, para que “cuantos más reciban la gracia, mayor sea el agradecimiento, para gloria de Dios”. Así lo entendió muchos siglos después San Ignacio de Loyola en su lema A mayor gloria de Dios”. “El hombre ha sido creado para alabar, reverenciar y servir a Dios nuestro Señor y mediante esto salvar su alma” (Ejercicios espirituales).

Aclamación al Evangelio

           Aleluya, aleluya, aleluya. Astro brillante de España, apóstol Santiago, tu cuerpo descansa en la paz, tu gloria pervive entre nosotros.

 Lectura del santo evangelio según san Mateo 20,20-28

           En aquel tiempo, se acercó a Jesús la madre de los hijos de Zebedeo con sus hijos y se postró para hacerle una petición. Él le preguntó: «¿Qué deseas?» Ella contestó: «Ordena que estos dos hijos míos se sienten en tu reino, uno a tu derecha y el otro a tu izquierda». Pero Jesús replicó: «No sabéis lo que pedís. ¿Podéis beber el cáliz que yo he de beber?» Contestaron: «Podemos». Él les dijo: «Mi cáliz lo beberéis; pero sentarse a mi derecha o a mi izquierda no me toca a mí concederlo, es para aquellos para quienes lo tiene reservado mi Padre». Los otros diez, al oír aquello, se indignaron contra los dos hermanos. Y llamándolos, Jesús les dijo: «Sabéis que los jefes de los pueblos los tiranizan y que los grandes los oprimen. No será así entre vosotros: el que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor, y el que quiera ser primero entre vosotros, que sea vuestro esclavo. Igual que el Hijo del hombre no ha venido a ser servido sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos».

           Santiago y Juan y, probablemente, también Salomé, su madre, habían escuchado de labios de Jesús la promesa de que los apóstoles se sentarían en doce tronos para ser con Él jueces en su reino. Por otra parte, en el ambiente flotaba la idea del inminente establecimiento del reino de Dios. Estas fueron probablemente las razones que movieron a esta madre, quizá en complicidad con sus hijos, a presentarse a Jesús para pedir para ellos un puesto destacado en este reino: “que estos dos hijos míos se sienten uno a tu derecha y otro a tu izquierda”Ante esta petición, el Señor les pregunta si van a ser capaces de soportar la suerte dura y difícil que les espera: “¿Podéis beber el cáliz que yo he de beber?”Sin saber lo que decían, contestaron afirmativamente y, efectivamente, bebieron el cáliz que el Señor les tenía reservado, un futuro no muy halagüeño desde el punto de vista humano en el que testimoniarían con sus sufrimientos su fe en Jesús y su participación en el reino de Dios. De hecho, Santiago fue el primero de los apóstoles en sufrir un martirio cruento y San Juan, aunque no murió asesinado, vivió en todo momento asociado a los sufrimientos de Cristo: fue encarcelado, azotado y desterrado y, según una tradición muy antigua, arrojado en una caldera de agua hirviendo, de la que salió ileso. La misión de Cristo al venir al mundo no consiste en premiar a los que le sigan, sino en manifestar a los hombres el amor de Dios hasta el extremo, hasta la muerte en cruz. Los premios están reservados al Padre, de quien procede todo don.

           Los demás apóstoles se indignaron contra la petición de los dos hermanos, indignación que no estaba motivada porque tuviesen una idea del reino de Dios más concorde con el pensamiento de Cristo, sino porque en ellos existía también la ambición de ocupar un puesto importante en el mismo. 

           Jesús aprovecha esta esta actitud de los apóstoles para aleccionarles sobre cuál debe ser su actitud como futuros jefes de la Iglesia. Será la contraria de la que adoptan los gobernantes de este mundo: estos luchan entre sí por conseguir el poder, del que se servirán para tiranizar y oprimir a sus súbditos; los apóstoles, en cambio, vosotros, deben luchar por conseguir el puesto, no del que manda, sino del que sirve. Todo un programa en el que la fuerza se pone en la debilidad, el poder en el servicio, el orgullo en la humildad. Buscar el último puesto ha sido la ambición de todos los buenos seguidores de Jesús. No puede ser de otra manera, pues en parecerse a Él debe consistir todo el esfuerzo de nuestra vida, a Él “que no vino a ser servido, sino a servir y dar la vida en rescate por muchos”Esto fue lo que, después de recibir la fuerza del Espíritu Santo, hicieron Santiago, Juan y todos los apóstoles; esta ha sido y sigue siendo la actitud de los verdaderos santos. Por citar a alguno de ellos transcribo estas palabras de Carlos de Foucauld, un santo muy cercano a nosotros en el tiempo: “Organizar mi vida para ser el último, el más despreciado de los hombres, para pasarla con mi Maestro, mi Señor, mi Hermano, mi Esposo, que ha elegido el último lugar”.  (Ch. de Foucauld, Escritos espirituales).

Oración sobre las ofrendas

           Purifícanos, Señor, con el bautismo salvador de la muerte de tu Hijo, para que, en la solemnidad de Santiago, el primer apóstol que participó  en el cáliz redentor de Cristo, podamos ofrecerte un sacrificio agradable. Por Jesucristo, nuestro Señor. 

 Antífona de comunión

           Bebieron el cáliz del Señor y se hicieron amigos de Dios.

 Oración después de la comunión

           Al darte gracias, Señor, por los dones santos que hemos recibido en esta solemnidad de Santiago, apóstol, patrono de España, te pedimos que sigas protegiéndonos siempre con su poderosa intercesión. Por Jesucristo, nuestro Señor.