Domingo 14 del Tiempo Ordinario – Ciclo A

 

Antífona de entrada Sal 47,10-11

 Oh Dios, meditamos tu misericordia en medio de tu templo; como tu renombre, oh Dios, tu alabanza llega al confín de la tierra; tu diestra está llena de justicia.

 En la antífona de entrada contemplamos el  Amor compasivo de Dios, un Amor ante el cual surgen por doquier cantos de elogio y alabanza. Y no es para menos, pues se trata de un Amor que en nada puede compararse con nuestros débiles y efímeros amores, ni en intensidad (el amor de Dios no tiene medida: “habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo”) ni en extensión (alcanza a toda la humanidad y a toda la creación:  “de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna”).

Oración colecta

 Oh Dios, que por medio de la humillación de tu Hijo levantaste a la humanidad caída, concede a tus fieles la verdadera alegría, para que quienes han sido librados de la esclavitud del pecado alcancen también la felicidad eterna. Por nuestro Señor Jesucristo.

 En la oración colecta nos apoyamos en la acción de Dios que, a través de la humillante pasión y muerte de su Hijo, ha levantado y liberado a todos los que estábamos aplastados por el peso de nuestros pecados. Firmes en este convencimiento, pedimos al Padre que valoremos el inmenso don de la nueva vida que se nos ha concedido para que experimentemos la auténtica alegría, aquella que, por proceder de Dios, destierra todo lo que nos hace sufrir o nos quita la paz que Jesús vino a traernos:

 Lectura de la profecía de Zacarías (Za 9,9-10)

Esto dice el Señor: «¡Salta de gozo, Sión; alégrate Jerusalén! Mira que tu rey, justo y triunfador; pobre y montado en un borrico, en un pollino de asna. Suprimirá los carros de Efraín y los caballos de Jerusalén; romperá el arco guerrero y proclamará la paz a los pueblos. Su dominio irá de mar a mar, desde el Río hasta los extremos del país.

 Zacarías escribe este texto en un momento difícil para el pueblo   elegido. Nos situamos históricamente en los años del exilio en Babilonia, un momento en el que los motivos para que Israel pueda albergar una esperanza de liberación, de paz y de triunfo eran prácticamente impensables. Sin embargo, Zacarías, convencido de la permanente actuación liberadora de Dios con su pueblo,  ve en esta situación de absoluto hundimiento la oportunidad de recordar la fidelidad de Aquél que sacó a su pueblo con mano fuerte, librándole de la casa de servidumbre y del poder de Faraón (Deut 7,8).

¡Salta de gozo, Sión; alégrate Jerusalén!. Harto complicado y difícil para los hebreos, presos en Babilonia, dejarse convencer por esta invitación a la alegría. El profeta, como buen orante, recuerda probablemente la convicción del salmista: “el Señor levanta del polvo al desvalido, hace subir de la basura al pobre, haciéndole sentar con los príncipes”. Y es que el Dios en el que creen vendrá pronto como soberano para romper los instrumentos de la guerra, proclamar la conciliación entre los hijos de Jacob y La Paz para todos los habitantes de la tierra. Vendrá, sí, como rey, pero no al modo de los reyes de la tierra, sino desde la humildad y la pobreza.

Este Rey humilde, al que, sin plena conciencia, apunta el profeta, no es otro que Jesucristo, el cual,  siendo rico, se hizo pobre para liberarnos de nuestras falsas riquezas. Este Rey, manso y humilde, que rompe los arcos guerreros y proclama La Paz entre los pueblos, es el que nos saca de destierro de una vida sin sentido, el que deshace los lazos corruptos y egoístas que nos atan a un mundo sin Dios, el que nos da la fuerza para entregar, como Él, la vida a nuestros hermanos, el que nos proporciona la verdadera paz y felicidad, y nos hace ser nosotros mismos.

Esta nueva vida que Dios nos concede se concreta en nuestra unión con Cristo. En adelante todo mi ser, mis criterios, mis sentimientos, mis actitudes y mis hechos han de adaptarse al modo de ser de Cristo, que se despojó de su rango y se hizo el servidor de todos. Que Dios nos conceda imitar su debilidad y ponernos en el último lugar para, desde ahí, pongamos todo lo que de Dios hemos recibido al servicio de quienes no necesiten. Que podamos decir con San Pablo aquello de “con sumo gusto seguiré gloriándome en mis flaquezas, para que habite en mí la fuerza de Cristo” (2 Cor 12, 9-10).

  Salmo responsorial Salmo 144

Bendeciré tu nombre por siempre, Dios mío, mi rey.

 

 Te ensalzaré, Dios mío, mi rey; bendeciré tu nombre por siempre jamás.

Día tras día, te bendeciré y alabaré tu nombre por siempre jamás.

          “Bendeciré tu nombre por siempre, Dios mío, mi rey”. Con esta antífona reconocemos el poder y benevolencia de Dios sobre todas las cosas. “No tendrás  otros dioses fuera de mí” (Deut 5,7). Sólo Él es digno de toda alabanza y a Él sólo se le debe tomar en serio y amar: “Escucha, Israel: Yahveh nuestro Dios es el único Yahveh. Amarás a Yahveh tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza”.

           La primera estrofa del salmo recalca esta actitud de permanente reconocimiento al Dios que nos salva. Este Dios es el que se ha revelado en todo su esplendor en Jesucristo, el cual, cumpliendo perfectamente su voluntad, entregó su vida para darnos la vida eterna. Bendeciré tu nombre por siempre es no apartar nuestra mirada de Jesús para conocer en profundidad sus pensamientos, sus deseos, el permanente servicio a los hombres de que dio muestra en su paso por esta vida: “Esta es la vida eterna: que te conozcan a tí, el único Dios verdadero, y a tu enviado Jesucristo” (Jn 17,3).

El Señor es clemente y misericordioso, lento a la cólera y rico en piedad;

el Señor es bueno con todos, es cariñoso con todas sus criaturas.

 La clemencia de Dios se muestra en la preocupación por nuestros problemas y por todo lo que nos hace sufrir: “No tenemos un Dios incapaz de compadecerse de nuestras debilidades” (Heb 4,15).

La riqueza de su piedad y misericordia se realiza en su perdonar, un perdón que le lleva a alegrarse por la vuelta a su seno del pecador arrepentido: “Habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por 99 justos que no tengan necesidad de conversión” (Lc 15,7).

La paciencia del Señor -El Señor es lento a la cólera- con nosotros le lleva a darnos todas las oportunidades que sean necesarias hasta que entremos en el buen camino, actitud que el Señor nos invita a realizar imitar con nuestros hermanos: “¿cuántas veces tengo que perdonar las ofensas que me haga mi hermano? ¿Hasta siete veces? «No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete”, responde Jesús (Mt 18,21-22).

La bondad del Señor se muestra en su amor incondicional a todos, un amor que le lleva no sólo a dar cosas, sino a darse a sí mismo “Difícilmente habrá quien muera por un justo, aunque tal vez haya quien se atreva a morir por una persona buena. Pero Dios demuestra su amor por nosotros en que siendo todavía pecadores, Cristo murió por nosotros” (Rm 5,7-8).

 El Señor es cariñoso con todas sus criaturas, un cariño que se muestra en el cuidado de las aves del cielo y los animales que se arrastran por la tierra, pero que se esmera de un modo especial con los hijos de los hombres: “Mirad las aves del cielo, que no siembran, ni siegan, ni recogen en graneros; y vuestro Padre celestial las alimenta. ¿No valéis vosotros mucho más que ellas? Y si la hierba del campo que hoy es, y mañana se echa en el horno, Dios la viste así, ¿no hará mucho más a vosotros, hombres de poca fe”(Mt 6,26.30).

 

Que todas tus criaturas te den gracias, Señor, que te bendigan tus fieles.

Que proclamen la gloria de tu reinado, que hablen de tus hazañas.

 El salmista no se contenta con bendecir y alabar personalmente a su Dios; no busca sólo su propia perfección espiritual: convencido de estar unido a todos los seres creados, manifiesta su deseo de que éstos hagan lo propio. Nuestra oración debe salirse del estricto círculo individual para conectar su deseo con el deseo de Dios “que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Tm 2,4). Que todas tus criaturas proclamen la gloria de tu reinado”, un reinado de paz, de justicia y de amor para todos los seres y, como representante de todos ellos, para los seres humanos. No me salvo yo solo: me salvo por todos, con todos y para todos.

El Señor es fiel a sus palabras, bondadoso en todas sus acciones.

El Señor sostiene a los que van a caer, endereza a los que ya se doblan.

  Proclamamos finalmente la fidelidad de Dios a sus promesas, convencidos de que con él estamos siempre seguros, especialmente en los momentos de debilidad y de recaída en nuestra vieja condición de pecadores. Así lo sentimos con esta canción: “Dios es fiel, guarda siempre su alianza; libra al pueblo de toda esclavitud. Su palabra resuena en los profetas reclamando el bien y la virtud”

  Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Romanos (Rm 8, 9.11-13)

 Hermanos: Vosotros no estáis sujetos a la carne, sino al Espíritu, si es que el Espíritu de Dios habita en vosotros; en cambio, si alguien no posee el Espíritu de Cristo no es de Cristo. Y si el Espíritu del que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el que resucitó de entre los muertos a Cristo Jesús también dará vida a vuestros cuerpos mortales, por el mismo Espíritu que habita en vosotros. Así, pues, hermanos, somos deudores, pero no de la carne para vivir según la carne. Pues si vivís según la carne, moriréis; pero si con el Espíritu dais muerte a las obras del cuerpo, viviréis.

 La segunda lectura, tomada de la carta de San Pablo a los Romanos, nos conciencia de nuestro nuevo ser nacido en el bautismo, en el cual hemos muerto con Cristo y con Él hemos resucitado a una nueva vida. Hemos dejado de vivir en la carne, es decir, en los criterios y sentimientos egoístas, propios del hombre viejo, para vivir en el Espíritu de Cristo. Hemos abandonado nuestra antigua vestidura y nos hemos revestido de Cristo. Así lo expresaba San Pablo: “Yo no soy yo, es Cristo quien vive en mí” (Gál 2,20); “mi vida es Cristo y el morir es una ganancia” (Fil 1,21). Esta nueva vida no me aparta en absoluto de los quehaceres y obligaciones de cada día. Al contrario. Cuanto más unido estoy a Cristo, más cerca estoy de mis hermanos y de sus problemas reales y, consecuentemente, más preparado estaré para desvivirme por ellos, pues desde Cristo conozco lo que éstos realmente necesitan y cuándo y cómo lo necesitan. No olvidemos que Jesús es perfecto en su divinidad y perfecto en su humanidad, por lo que, si participamos realmente de su vida, nos convertimos de alguna manera en dioses -Yo dije: Vosotros sois dioses, y todos vosotros ahijos del Altísimo” (Sal 82,6), y, al mismo tiempo, realizamos excelentemente nuestro ser de hombres, ya que, acabamos de comentar, Cristo es el hombre perfecto.

 Aclamación al Evangelio

          Aleluya, aleluya, aleluya. Bendito seas, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has revelado los misterios del reino a los pequeños.

          En la aclamación al Evangelio nos hacemos eco de la actitud agradecida de Jesús ante el comportamiento del Padre, que da a conocer sus pensamientos a los humildes y pequeños, entre los cuales quiero encontrarme yo,

Lectura del santo evangelio según san Mateo  (Mt 11, 25-30)

En aquel tiempo, tomó la palabra Jesús y dijo: «Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y se las has revelado a los pequeños. Sí, Padre, así te ha parecido bien. Todo me ha sido entregado mi Padre, y nadie conoce al Hijo más que el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar. Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera».

 El Evangelio retoma esta plegaria de Jesús y, tal como hace él,  agradecemos al Padre que nos haya revelado estas maravillas a nosotros que, como niños pequeños, estamos totalmente necesitados de él. Esta revelación la hemos recibimos a través de Jesús, conocedor perfecto del Padre: “Nadie conoce al Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar”. Consciente de estar lleno de las riquezas del Padre y de que tiene la responsabilidad de repartirlas entre nosotros, Jesús nos invita a acercarnos a él y a poner en él todos nuestros afanes y  problemas: Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré”. Es en la oración donde llevamos a cabo este acercamiento, una oración centrada, no en nuestros asuntos inmediatos, sino en la contemplación de la vida de Aquél que es manso y humilde de corazón, y en la meditación de la voluntad del Padre sobre nosotros. Tengamos la seguridad de que, haciéndolo así, él nos aliviará a su manera, y siempre realizando lo que más nos conviene, de nuestras angustias y preocupaciones innecesarias. Que nuestra oración imite la oración del Señor en el huerto de los olivos: “Padre, aparta de mi este cáliz, pero no se haga lo que yo quiero, sino lo que quieres tú.m” (Mt 26,39). Es lo mismo que pedimos todos los días en el Padrenuestro: “hágase tu voluntad”.

 Oración sobre las ofrendas

 La oblación que te ofrecemos, Señor, nos purifique, y cada día nos haga participar con mayor plenitud de la vida del reino glorioso. Por Jesucristo, nuestro

 Al elevar al Padre los dones que él nos ha dado, le pedimos que nos limpie de todas nuestros apegos a este mundo pecador y nos haga participar cada vez con más fuerza y0 profundidad de la vida eterna a la que estamos llamados y que ya vivimos en fe por nuestra incorporación a Cristo en el bautismo.

 Antífona de comunión Sal 33, 9

Gustad y ved qué bueno es el Señor; dichoso el que se acoge a él.

 O bien: Mt 11, 28

 Venid a mi todos los que estáis cansados y agobiados y yo os aliviaré -dice el Señor.

 Las antífonas de la comunión nos invitan a contemplar la bondad del Señor y a deleitarnos en ella, algo muy apropiado en estos momentos en los que estamos a punto de gustar el pan eucarístico (1). Dejémonos moldear por el gozo y La Paz que nos proporcionan estas palabras de Cristo: “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré”!(2).

Oración después de la comunión

 Alimentados, Señor, con un sacramento tan admirable, concédenos sus frutos de salvación y haz que perseveremos siempre cantando tu alabanza. Por Jesucristo, nuestro Señor.

 La misa debe culminar en la conciencia de que hemos sido favorecidos con grandes bienes: nos hemos alimentado del pan de la Palabra de Dios y de su propia vida al comer su cuerpo, hemos experimentado la presencia de Dios y hemos recibido la fuerza para entregarnos al servicio de los hermanos. Esta experiencia nos debe lleva a seguir impetrando del Padre los dones de la salvación y la una vida en la que continuamente salgo de nuestros labios y nuestro corazón la acción de gracia y la alabanza al Creador y al hacedor de nuestra salvación. Seamos conscientes de que hemos vivido en la verdadera realidad y de que hemos cogido fuerzas para seguir viviéndola a lo largo de la semana.