Domingo 16 del Tiempo Ordinario Ciclo A

 

Domingo 16 del Tiempo Ordinario Ciclo A

Antífona de entrada

“Dios es mi auxilio, el Señor sostiene mi vida. Te ofreceré un sacrificio voluntario, dando gracias a tu nombre, que es bueno” (Sal 53,6. 8).

A pesar de las persecuciones de sus enemigos, David, autor del salmo, no dudó de la bondad de Dios para con él: “el Señor sostiene mi vida”. Como respuesta a su ayuda, le ofrece un sacrificio de acción de gracias. Nosotros, sostenidos también por el amor de Dios, celebramos la acción de gracias por antonomasia, en la que nos unimos a Jesucristo en su ofrenda sacrificial al Padre.

Oración colecta

Muéstrate propicio con tus siervos, Señor, y multiplica compasivo los dones de tu gracia sobre ellos, para que, encendidos de fe, esperanza y caridad, perseveren siempre, con observancia atenta, en tus mandatos. Por nuestro Señor Jesucristo.

          Deseamos y suplicamos a Dios que se nos muestre cercano y nos conceda, no por nuestros méritos, sino por su compasión, una fe grande, una esperanza fuerte y una caridad operativa. La posesión y vivencia de estas virtudes teologales hará que no nos cansemos en el cumplimiento de los mandatos del Señor. De las mismas surgirán espontáneamente las buenas obras para con Dios, para con nosotros y para con nuestros hermanos. En ellas radica el secreto de la santidad, a la que todos estamos llamados: los santos no son superhéroes, sino pobres vasijas de barro repletas de Dios.

Lectura del libro de la Sabiduría 12,13. 16-19

Fuera de ti no hay otro Dios que cuide de todo, a quien tengas que demostrar que no juzgas injustamente. Porque tu fuerza es el principio de la justicia y tu señorío sobre todo te hace ser indulgente con todos. Despliegas tu fuerza ante el que no cree en tu poder perfecto y confundes la osadía de los que lo conocen. Pero tú, dueño del poder, juzgas con moderación y nos gobiernas con mucha indulgencia, porque haces uso de tu poder cuando quieres. Actuando así, enseñaste a tu pueblo que el justo debe ser humano y diste a tus hijos una buena esperanza, pues concedes el arrepentimiento a los pecadores.

          La misericordia de Dios no es debilidad, sino el signo más claro de su riqueza y poder. El verdadero poder no se demuestra con castigos, sino con acercamiento y perdón. El rencor y la violencia suelen ser fruto de la impotencia y de los complejos, nunca de la fuerza de las personas. El miedo nos hace gritar para intentar asustar al otro y la debilidad nos pone en situación de agresividad frente al que es diferente.

El Dios verdadero no necesita demostrar su poder humillando a sus criaturas, sino, precisamente porque es poderoso, es moderado en sus castigos, busca el arrepentimiento del pecador, nunca la venganza.

Se ha dicho que el Dios del Antiguo Testamento es el Dios de la fuerza, del poder y hasta de la condena sin remedio al hombre pecador, mientras que Jesús nos presenta un Dios compasivo, que se abaja para acoger a sus hijos. Esto no es exactamente así. En el himno del Magnificat María canta al “Poderoso que ha hecho obras grandes en mí, que es santo en su nombre y que su misericordia llega a sus fieles de generación en generación” (Lc 1,49-50). Y si hurgamos en el Antiguo Testamento, encontramos también un Dios, al mismo tiempo, poderoso y cercano, un Dios que perdona una y otra vez a su pueblo. Así lo vemos en las enseñanzas de los profetas. “Cuando Israel era niño yo lo amé, y de Egipto llamé a mi hijo por amor” (Oseas, 11, 1).

Es en la entrega voluntaria de Cristo a la cruz donde más unidos aparecen el poder de Dios y la cercanía de Dios, su omnipotencia y su amor misericordioso a los hombres.

Salmo responsorial (Sal 85)

Tú, Señor, eres bueno y clemente.

Porque tú, Señor, eres bueno y clemente, rico en misericordia con los que te invocan. Señor, escucha mi oración, atiende a la voz de mi súplica.

 

Todos los pueblos vendrán a postrarse en tu presencia, Señor; bendecirán tu nombre: «Grande eres tú, y haces maravillas; tú eres el único Dios».

Pero tú, Señor, Dios clemente y misericordioso, lento a la cólera,

rico en piedad y leal, mírame, ten compasión de mí.

 

          En los versículos del salmo 85, elegidos por la Iglesia para responder a la primera lectura de este domingo, el salmista contempla, poniéndolas al mismo nivel, la omnipotencia y la misericordia de Dios. Dios es misericordioso porque es omnipotente y su omnipotencia la ejerce en el servicio compasivo a los necesitados. Al contrario de lo que suelen hacen los poderosos de la tierra, Dios emplea toda su fuerza y poder en amar a los seres que ha creado y, tratándose del hombre, en compadecerse de su debilidad y perdonar todos sus errores y sus faltas para llevarlo a la felicidad a la que está destinado. Como comentábamos en la lectura que acabamos de oír, “el verdadero poder se demuestra con acercamiento y perdón, mientras que el rencor y la violencia suelen ser fruto de la impotencia y de los complejos”. Lo primero es característico de Dios; lo segundo es un modo de pensar y actuar, bastante usual, de los seres humanos.

 

          La misericordia y la omnipotencia de Dios se ponen de manifiesto en las tres estrofas de nuestro salmo: en la primera y la tercera el salmista contempla la bondad, la clemencia y el perdón de Dios a los que lo buscan, y lo mismo en la tercera: El Señor es un Dios clemente y misericordioso, lento a la cólera, rico en piedad y leal”. En la segunda el salmista se recrea en su poder grandioso y único, creador de grandes hazañas: «Grande eres tú, y haces maravillas; tú eres el único Dios».

 

          Los primeros versículos de la primera y tercera estrofa están ciertamente inspirados en el episodio del Éxodo en el que Moisés, airado contra su pueblo por prestar adoración y pleitesía a un ídolo -el becerro de oro-, hace trizas por el suelo las tablas de la Ley, como un gesto de que se ha roto la Alianza. Otra, muy distinta, es la reacción del Señor, que ordena a Moisés fabricar otras tablas y subir al monte de madrugada a entrevistarse con Él. Es allí cuando Dios, pasando al lado de Moisés, le hizo esta sorprendente y fundamental revelación, repetida casi al pie de la letra por nuestro salmista: “Yo soy el Señor, Dios misericordioso y clemente, lento a la cólera y rico en amor y fidelidad, que mantiene su amor por millares, que perdona la iniquidad, la rebeldía y el pecado” (Éx 34,6-7). Moisés toma esta revelación de Dios al pie de la letra y, rostro en tierra, prorrumpe en esta oración; “Si en verdad he hallado gracia a tus ojos, oh Señor, dígnate, venir en medio de nosotros, que somos un pueblo de dura cerviz; perdona nuestra iniquidad y nuestro pecado, y recíbenos por herencia tuya”. El salmista, reconociendo la misericordia de Dios, hace lo mismo: las dos estrofas aludidas culminan con esta oración de petición: Señor, escucha mi oración, atiende a la voz de mi súplica” (1), “Mírame, Señor, y ten compasión de mí” (3).

 

En la segunda estrofa el salmista se goza en la grandeza y maravillas realizadas por Dios y en la certeza de que todos los pueblos lo reconocerán y se acercarán a él para alabarlo: “Todos los pueblos vendrán a postrarse en tu presencia, Señor; bendecirán tu nombre”. Encontramos en estas palabras una característica fundamental de la fe bíblica, a saber: que la salvación no queda circunscrita a Israel, sino que va dirigida a todos los hombres, siendo Israel el pueblo elegido por Dios para que, a través de él, se salve toda la humanidad.

Esta universalidad de la salvación se realiza plenamente en Cristo, en quien todos los hombres están llamados a ser una única familia. Así comenzaron a llevarlo a cabo los apóstoles que, obedeciendo el mandato de Cristo, se lanzaron sin complejos a anunciar la Buena Nueva hasta los lugares más lejanos de la tierra, entonces conocida: “Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación” (Mc 16,15).

Pidamos a Dios una fe tan grande, que nos haga identificarnos con estas actitudes del salmista, actitudes realizadas de modo excelente por Cristo, nuestro indiscutible referente en nuestro trato con el Señor en la oración y en el encuentro con los demás: es Él quien mejor conoce la bondad, la lealtad y la misericordia del Padre y es Él el que desea con toda la fuerza de su ser humano y divino extender su Buena Nueva de salvación a todos los hombres. Esta extensión del Reino de Dios a todos los hombres fue la razón de ser de su venida al mundo y de su existencia entre nosotros.

 

Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Romanos (8,26-27)

 

Hermanos: El Espíritu acude en ayuda de nuestra debilidad, pues nosotros no sabemos pedir como conviene; pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables. Y el que escruta los corazones sabe cuál es el deseo del Espíritu, y que su intercesión por los santos es según Dios.

 Estos dos versículos del capítulo 8 de la carta a los Romanos son la continuación de la segunda lectura del pasado domingo: en ella nos alegrábamos por poseer ya ahora las primicias del Espíritu.

Es este Espíritu el que acude en ayuda de nuestra debilidad, manifestada en este caso en nuestra incapacidad para la oración: en muchas ocasiones no sabemos lo que debemos pedir y cómo lo debemos pedir.  Es él, el Espíritu, el que se pone en nuestro lugar para provocar gemidos que, aunque no los entendamos, son la manifestación de nuestros deseos más íntimos y auténticos. El Padre, que sondea hasta el fondo nuestros corazones, conoce cuáles son estos deseos del Espíritu y sabe que están de acuerdo con lo que realmente necesitamos.

En esta situación nos ponemos en los brazos del Padre, renunciando a nuestra propia iniciativa, para que sea el Espíritu el que ore en nosotros y por nosotros. De esta forma realizamos nuestro ser “hijos de Dios”, haciéndonos niños pequeños que todo lo necesitan de su padre. “Si no os hacéis como niños no entraréis en el reino de los cielos” (Mc 18, 3).

Aclamación al Evangelio

          Aleluya, aleluya, aleluya. Bendito seas, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has revelado los misterios del reino a los pequeños.

          Es a los pobres y pequeños a los que más toma en serio Jesús, según vemos en muchos pasajes de su vida en la tierra. Contemplemos a Cristo  bendiciendo y dando gracias al Padre por revelar sus misteriosos planes a los sencillos. ¡Concédenos, Señor, parecernos a Cristo, que se hizo el más pequeño entre los pequeños y el más pobre entre los pobres!

 

Lectura del santo evangelio según san Mateo (13,24-43)

En aquel tiempo, Jesús propuso otra parábola a la gente diciendo: «El reino de los cielos se parece a un hombre que sembró buena semilla en su campo; pero, mientras los hombres dormían, un enemigo fue y sembró cizaña en medio del trigo se marchó. Cuando empezaba a verdear y se formaba la espiga apareció también la cizaña. Entonces fueron los criados a decirle al amo: “Señor, ¿no sembraste buena semilla en tu campo? ¿De dónde sale la cizaña?” Él les dijo: “Un enemigo lo ha hecho”. Los criados le preguntan: “¿Quieres que vayamos a arrancarla?” Pero él les respondió: “No, que al recoger la cizaña podéis arrancar también el trigo. Dejadlos crecer juntos hasta la siega y cuando llegue la siega diré a los segadores: arrancad primero la cizaña y atadla en gavillas para quemarla, y el trigo almacenadlo en mi granero”».] Les propuso otra parábola: «El reino de los cielos se parece a un grano de mostaza que uno toma y siembra en su campo; aunque es la más pequeña de las semillas, cuando crece es más alta que las hortalizas; se hace un árbol hasta el punto de que vienen los pájaros del cielo a anidar en sus ramas». Les dijo otra parábola: «El reino de los cielos se parece a la levadura; una mujer la amasa con tres medidas de harina, hasta que todo fermenta». Jesús dijo todo esto a la gente en parábolas y sin parábolas no les hablaba nada, para que se cumpliera lo dicho por medio del profeta: «Abriré mi boca diciendo parábolas; anunciaré lo secreto desde la fundación del mundo». Luego dejó a la gente y se fue a casa. Los discípulos se le acercaron a decirle: «Explícanos la parábola de la cizaña en el campo». Él les contestó: «El que siembra la buena semilla es el Hijo del hombre; el campo es el mundo; la buena semilla son los ciudadanos del reino; la cizaña son los partidarios del Maligno; el enemigo que la siembra es el diablo; la cosecha es el final de los tiempos y los segadores los ángeles. Lo mismo que se arranca la cizaña y se echa al fuego, así será al final de los tiempos: el Hijo del hombre enviará a sus ángeles y arrancarán de su reino todos los escándalos y a todos los que obran iniquidad, y los arrojarán al horno de fuego; allí será el llanto y el rechinar de dientes. Entonces los justos brillarán como el sol en el reino de su Padre. El que tenga oídos, que oiga».

          Dividimos la lectura del Evangelio en cinco partes. En las tres primeras Jesús nos expone la parábola de la cizaña (1), la de la mostaza (2) y la de la levadura (3). Después de una breve explicación sobre el porqué de la enseñanza en parábolas (4), Jesús, como ya hizo con la del sembrador, nos desvela el significado de la parábola de la cizaña (5).

Con la parábola de la mostaza se muestra la potencia extensiva del Reino de Dios: una de las semillas más pequeñas se convierte en un árbol grande, De un grupo pequeño de seguidores de Jesús se desarrolla la Iglesia, que se esparcirá en muy poco tiempo por todo el mundo conocido. ¿Quién podría imaginar que de la persona y el mensaje de un judío, ajusticiado en una cruz por el imperio romano, rechazado por su propio pueblo y abandonado por sus discípulos, pudiera  surgir un movimiento que dos mil años después siga creciendo por todos los países del mundo?

Los inicios de cualquier proyecto humano suelen ser de tal forma insignificantes, que, si no estamos muy convencidos de su valor, el proyecto se truncará ante las primeras dificultades. En la vida cristiana pasa lo mismo. Si no estamos plenamente convencidos de la potencia transformadora del Evangelio, es decir, si no tenemos fe, todos nuestra vida espiritual quedará en buenos deseos: “Si tuviereis fe como un grano de mostaza..., nos dice Jesús en otra ocasión- diríais a este monte: pásate de aquí allá, y se pasará; y nada os será imposible” (Mt 10, 20).

Con la parábola de la levadura se resalta la eficacia intensiva que tiene el Evangelio para transformar los corazones de los hombres. La Palabra de Dios, cuando es acogida en el alma con sinceridad, va poco a poco contagiando los distintos niveles del hombre (los pensamientos, los deseos, los sentimientos, las actitudes...) hasta que consigue fermentar todo nuestro ser. Pero para que se produzca este milagro hace falta también tener la fe del grano de mostaza, fe que, por ser un don de Dios, tenemos que pedir continuamente: “Señor, yo creo, pero aumenta mi fe” (Mc 9, 24),

Antes de pasar a la explicación de la parábola de la cizaña, San Mateo, se sirve del salmo 77 para hacernos ver que toda la vida y obra de Jesús, en este caso, su enseñanza a través de parábolas, es un cumplimiento de las profecías del Antiguo Testamento: “Abriré mi boca en parábolas; (y en parábolas) anunciaré lo secreto desde la fundación del mundo“.

Significado de la parábola de la cizaña. De acuerdo con la explicación que nos da Jesús, la semilla que el Hijo del hombre siembra en el campo del mundo no es, en este caso, la Palabra de Dios, sino las personas que han sido tocadas por la Palabra de Dios; la cizaña son los partidarios del maligno. El dueño del campo no permite a los criados  eliminar la cizaña porque, al arrancarla, se corre el peligro de arrancar con ella el trigo. Es decir. Hay que dar tiempo para que los partidarios del mal puedan convertirse -“Dios quiere que todos los hombres se salven”- y a que los hijos del Reino puedan crecer en santidad a través de las dificultades de la vida.

El trigo y la cizaña no son realidades separadas en la sociedad, como si el mundo estuviese dividido en buenos y malos, sino que, como dice San Agustín, ambas realidades, es decir, el bien y el mal, se encuentran mezclados y confundidos, tanto en la sociedad como en el corazón del hombre. No nos compete a nosotros eliminar totalmente el mal de nuestro mundo, aunque, como cristianos, tengamos la obligación de luchar para atraer al Reino de Dios a los que estén realmente apartados de él.

 La eliminación definitiva del mal solo compete a Dios que, como justo juez, no dejará que los males de la historia queden definitivamente borrados ni permitirá que las buenas obras queden sin recompensa.

Oración sobre las ofrendas

Oh Dios, que has llevado a la perfección del sacrificio único los diferentes sacrificios de la ley antigua, recibe la ofrenda de tus fieles siervos y santifica estos dones como bendijiste los de Abel, para que la oblación que ofrece cada uno de nosotros en alabanza de tu gloria beneficie a la salvación de todos. Por Jesucristo, nuestro Señor.

          En el sacrificio la cruz Cristo lleva a la perfección todos los sacrificios de la Antigua Alianza y todas las ofrendas que nosotros podamos hacer a Dios. Las dones principales que en este momento del ofertorio ofrecemos al Padre son el pan y el vino, que van a ser consagrados y convertidos en el cuerpo y en la sangre de Cristo. Juntamente con ellos, ofrecemos a Dios nuestra propia vida, representada en nuestras aportaciones particulares, incluida nuestra aportación económica. Deseamos que nuestras ofrendas sean bendecidas y santificadas por Dios para nuestra santificación y la santificación de los demás,

Antífona de comunión

Mira, estoy a la puerta y llamo, dice el Señor. Si alguien escucha mi voz y abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo (Ap 3,20).

          ¿Abrimos al Señor la puerta de nuestro corazón o dejamos que pase las los días y las noches solo, en el umbral de nuestra casa, sin querer saber nada de él?

“¡Oh, cuánto fueron mis entrañas duras,

pues no te abrí! ¡Qué extraño desvarío,

si de mi ingratitud el hielo frío

secó las llagas de tus plantas puras!”  (Lope de Vega)

Oración después de la comunión

Asiste, Señor, a tu pueblo y haz que pasemos del antiguo pecado a la vida nueva los que hemos sido alimentados con los sacramentos del cielo. Por Jesucristo, nuestro Señor.

 “.., despojaos del viejo hombre… … y vestíos del nuevo hombre, creado según Dios en la justicia y santidad verdadera” (Ef 4, 22-24). El paso de nuestra vida de pecado a la vida de hijos de Dios es la continua tarea del cristiano que debe estar siempre en proceso de conversión. Es para la realización de esta tarea por lo que pedimos que Dios ayude a los que acaban de recibir el sacramento eucarístico.