Domingo 15 del Tiempo Ordinario Ciclo A
Canto de entrada
“En cuanto a mí, veré tu rostro en justicia; Al despertar, me saciaré de tu semblante”. (Salmo 16, 15)
El canto de entrada se centra en la misma esencia de la fe bíblica: la unión con Dios mediante la contemplación de su rostro. La mayor riqueza a la que puedo aspirar no es poseer cosas, ni fama, ni poder, ni siquiera un buen nombre. Aquello que sacia mi alma es el Señor. Él es mi tesoro, mi riqueza, mi bien. Su sola presencia me basta. “Contemplad su rostro y quedaréis radiantes”, canta el salmista (Salmo 34,6)
Oración colecta
Oh, Dios, que muestras la luz de tu verdad a los que andan extraviados para que puedan volver al camino, concede a todos los que se profesan cristianos rechazar lo que es contrario a este nombre y cumplir cuanto en él se significa. Por nuestro Señor Jesucristo.
Ante la certeza de que “Dios quiere que todos se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1Tm 2, 4), pedimos al Padre que conceda a los que se consideran cristianos el saber rechazar lo que no concuerda con este nombre (planteamientos contrarios a la fe, deseos de tener cosas que me apartan de Dios, actitudes que matan el amor) y realizar cuanto en él se significa (esforzarse por vivir siempre en la presencia de Dios, haciendo que sea Cristo quien piense, decida y actúe en nosotros).
Lectura del libro de Isaías (Is 55, 10-11)
Esto dice el Señor: «Como bajan la lluvia y la nieve desde el cielo, y no vuelven allá sino después de empapar la tierra, de fecundarla y hacerla germinar, para que dé semilla al sembrador y pan al que come, así será mi palabra que sale de mi boca: no volverá a mí vacía, sino que cumplirá mi deseo y llevará a cabo mi encargo».
Isaías escribe este texto durante el exilio de Babilonia. Con él pretende animar a los desterrados a seguir esperando y confiando en el Señor, que promete liberarles de este largo destierro. Deben confiar en la eficacia de la Palabra de Dios, pues igual que ha liberado a Israel en otras ocasiones, del mismo modo les liberará de la actual situación de esclavitud. Así lo escribe el profeta en los versículos siguientes de este fragmento que hemos oído: “Sí, partiréis con alegría y en paz seréis llevados; montes y colinas prorrumpirán ante vosotros en gritos de alegría, y todos los árboles del campo aplaudirán. Sí, con alegría saldréis, y en paz seréis traídos. Los montes y las colinas romperán a vuestro paso en gritos de júbilo, y todos los árboles del campo batirán palmas” (Is 55,12-13).
Esta fidelidad del Señor a su Palabra se cumplió, como digo, a lo largo de toda la historia del pueblo elegido, el cual experimentó en múltiples ocasiones la realización de sus promesas. Recordemos la liberación de Egipto, llevada a cabo “con mano fuerte y brazo extendido, en medio de gran terror, señales y prodigios” (Deut 26,8); la liberación de las inclemencias del desierto: hambre, sed, serpientes venenosas, mediante diversos prodigios. Y ahora les promete la vuelta a Jerusalén después de cincuenta años de penurias y maltratos en Babilonia.
Esta memoria de los hechos liberadores de Dios es para nosotros una invitación a seguir confiando en la Palabra de Dios, que, como la lluvia, no vuelve al cielo sin haber fecundado nuestros corazones y producido el milagro de la conversión y de la liberación de todo aquello que nos impide ser verdaderamente felices: el egoísmo, el apego a las cosas de este mundo, la total dependencia del bienestar material, los engañosos convencionalismos. Todas estas cosas nos encierran en nosotros mismos, impidiendo nuestra amistad con el Señor, la cordial relación con los demás y el alejamiento de nuestro verdadero ser. Corresponden a los falsos dioses que reprobaba el salmista con estas palabras: “tienen boca y no hablan, ojos y no ven, orejas y no oyen, nariz y no huelen, manos y no palpan, pies y no andan” (Sal 115,5-7).
Que la lectura que acabamos de oír nos haga asiduos en la escucha de la Palabra de Dios para que, con la ayuda del Espíritu que habita en nuestro interior, nos dejemos instruir por ella y, así, sea el motor que active nuestra vida cristiana. Éste es el elogio que de ella nos hace San Pablo: “La Escritura -la Palabra de Dios- es inspirada por Dios, y útil para enseñar, (...) para corregir, para instruir en justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto y enteramente preparado para toda buena obra”. (2 Tim 3:16-17). Esta eficacia de la Palabra de Dios depende, como veremos en la lectura del Evangelio, de que la escuchemos con atención y con el deseo sincero de que llegue de verdad al fondo de nuestro ser. Este deseo lo podemos expresar con esta plegaria: “Concédenos que la meditación continua de tu Palabra nos haga anteponer tu amor a todas las cosas con el fin de caminar siempre por las sendas de tus mandamientos”.
Salmo responsorial (Salmo 6
La semilla cayó en tierra buena, y dio fruto.
Tú cuidas la tierra, la riegas y la enriqueces sin medida; la acequia de Dios va llena de agua, preparas los trigales.
Así preparas la tierra. Riegas los surcos, igualas los terrones, tu llovizna los deja mullidos, bendices sus brotes.
Coronas el año con tus bienes, tus carriles rezuman abundancia; rezuman los pastos del páramo, y las colinas se orlan de alegría.
Las praderas se cubren de rebaños, y los valles se visten de mieses, que aclaman y cantan.
Respondemos a esta lectura cantando las bendiciones que Dios realiza en el creyente. La semilla es la Palabra de Dios y la buena tierra es el hombre que está dispuesto a recibir esta Palabra y a empaparse de ella.
Dios no se contenta con darnos lo estrictamente necesario: nos da en abundancia; no se limita a sacarnos de la pobreza espiritual: se desborda con nosotros y nos enriquece, haciéndonos partícipes de su propia vida. La abundancia de pastos y la belleza de los campos vestidos de mieses las refiere el salmista a esta vida plena que Dios concede al hombre que acoge su palabra.
En la parábola del Buen Pastor nos dice Jesús que ha venido para que tengamos vida y la tengamos en abundancia (Jn 10, 10). Lo único que tenemos que hacer es dejarnos guiar por Cristo, nuestro Pastor, y no poner obstáculos a la acción de su Palabra.
Lectura dela carta del apóstol San Pablo a los Romanos (8,18-23
Hermanos: Considero que los sufrimientos de ahora no se pueden comparar con la gloria que un día se nos manifestará. Porque la creación, expectante, está aguardando la manifestación de los hijos de Dios; en efecto, la creación fue sometida a la frustración, no por su voluntad, sino por aquel que la sometió, con la esperanza de que la creación misma sería liberada de la esclavitud de la corrupción, para entrar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios. Porque sabemos que hasta hoy toda la creación está gimiendo y sufre dolores de parto. Y no solo eso, sino que también nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, gemimos en nuestro interior, aguardando la adopción filial, la redención de nuestro cuerpo.
La Palabra, que no vuelve al cielo sin antes haber producido sus frutos, ilumina en la segunda lectura una importante dimensión de la existencia humana. Me refiero a los sufrimientos que constantemente nos acompañan. Nos levanta el ánimo pensar que estos sufrimientos no son nada si los comparamos con la felicidad que tendremos cuando alcancemos la completa liberación de nuestro cuerpo mortal. Esta esperanza es tan fuerte, que ya por ella nos sentimos salvados. “En esperanza estamos salvados”, nos dice también San Pablo unos versículos anteriores de esta misma carta a los Romanos (8,24). La lectura sigue consolándonos al recordarnos que es toda la creación -no solo nosotros- la que, sometida también a la frustración y a la esclavitud de la corrupción, está también sufriendo “con dolores de parto”, esperando nuestra plena manifestación como hijos de Dios. Y es que en la explicación de nuestros sufrimientos actuales tiene mucho que ver este mundo corrupto al que tan unidos estamos a través de nuestro propio cuerpo que acusa, junto al resto de la creación, la debilidad y la vanidad. Es por esta razón por la que la naturaleza entera anhela con todas sus fuerzas recuperar la finalidad y el sentido que Dios le dio al crearla. Si esto fuera poco, la lectura termina con otra razón - y esta es la principal- para nuestra esperanza: los cristianos poseemos ya en primicia al Espíritu, el cual nos mueve a exclamar ya en esta vida lo que seremos un día en plenitud: somos hijos de Dios.
Aclamación al Evangelio
Aleluya, aleluya, aleluya. La semilla es la palabra de Dios, y el sembrador es Cristo; todo el que lo encuentra vive para siempre
La aclamación a la lectura del Evangelio nos presenta una síntesis del contenido del mismo: la semilla es la palabra de Dios y Cristo, el revelador, es quien la ha sembrado en nuestros corazones: “Muchas veces y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los Profeta; en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio de su Hijo, a quien ha constituido heredero de todo y por quien también hizo los mundos. (Hb 1, 1-2)
Lectura del santo evangelio según san Mateo (13,1-23)
Aquel día, salió Jesús de casa y se sentó junto al mar. Y acudió a él tanta gente que tuvo que subirse a una barca; se sentó y toda la gente se quedó de pie en la orilla. Les habló muchas cosas en parábolas: «Salió el sembrador a sembrar. Al sembrar, una parte cayó al borde del camino; vinieron los pájaros y se la comieron. Otra parte cayó en terreno pedregoso, donde apenas tenía tierra, y como la tierra no era profunda brotó enseguida; pero en cuanto salió el sol, se abrasó y por falta de raíz se secó. Otra cayó entre abrojos, que crecieron y la ahogaron. Otra cayó en tierra buena y dio fruto: una, ciento; otra, sesenta; otra, treinta. El que tenga oídos, que oiga»Se le acercaron los discípulos y le preguntaron: «¿Por qué les hablas en parábolas?» Él les contestó: «A vosotros se os han dado a conocer los secretos del reino de los cielos y a ellos no. Porque al que tiene se le dará y tendrá de sobra, y al que no tiene, se le quitará hasta lo que tiene. Por eso les hablo en parábolas, porque miran sin ver y escuchan sin oír ni entender. Así se cumple en ellos la profecía de Isaías: “Oiréis con los oídos sin entender; miraréis con los ojos sin ver; porque está embotado el corazón de este pueblo, son duros de oído, han cerrado los ojos; para no ver con los ojos, ni oír con los oídos, ni entender con el corazón, ni convertirse para que yo los cure”. Pero bienaventurados vuestros ojos porque ven y vuestros oídos porque oyen. En verdad os digo que muchos profetas y justos desearon ver lo que veis y no lo vieron, y oír lo que oís y no lo oyeron. Vosotros, pues, oíd lo que significa la parábola del sembrador: si uno escucha la palabra del reino sin entenderla, viene el Maligno y roba lo sembrado en su corazón. Esto significa lo sembrado al borde del camino. Lo sembrado en terreno pedregoso significa el que escucha la palabra y la acepta enseguida con alegría; pero no tiene raíces, es inconstante, y en cuanto viene una dificultad o persecución por la palabra, enseguida sucumbe.
Lo sembrado entre abrojos significa el que escucha la palabra; pero los afanes de la vida y la seducción de las riquezas ahogan la palabra y se queda estéril.
No ni entiende; ese da fruto y produce ciento o sesenta o treinta por uno».
La Iglesia nos invita este domingo a meditar la parábola del sembrador. Tres partes, perfectamente delimitadas, dan forma a esta lectura: 1) la exposición de la parábola; 2) la respuesta de Cristo al porqué de la enseñanza en parábolas y 3) la explicación que el propio Cristo ofrece del significado de la parábola.
La respuesta de Jesús a quien le pregunta por qué enseñaba en parábolas podría hacernos pensar que la inteligencia de la palabra de Dios es un privilegio concedido a los que tienen capacidad de comprender y negado a quienes carecen de esta capacidad. Ello no es así. La Buena Noticia del Reino es transmitida a todos y es asequible a todos, pero sólo produce sus frutos en aquellas personas que tienen una verdadera actitud de acogida. Solo quien se acerca a Jesús con sencillez, fe, apertura y esperanza en el cumplimiento de lo que promete, comprenderá su palabra. No vale limitarse a oírla, dejando que nos resbale: hay que escucharla con atención e interés, para que toque e impregne todo nuestro ser. Quien oye y no entiende y quien mira y no ve -se refiere a oír la palabra de Dios y a ver las acciones de Dios- tiene el corazón embotado y ello le endurece los oídos y los ojos. El Papa Francisco dice que la verdadera parábola es Jesús mismo que, en su humanidad, oculta y, al mismo tiempo, revela su divinidad. Dios no nos obliga a creer en él, sino que nos atrae hacia sí a través de la verdad y la bondad de su Hijo Encarnado, atracción que, como el amor, respeta siempre nuestra libertad.
En la tercera parte nos aclara Jesús el significado de la parábola. Lo hace así: el borde del camino salpicado por la semilla son aquellas personas que reciben la palabra, pero que no se molestan en meditarla y, consecuentemente, no llegan ni siquiera a entenderla; el terreno pedregoso son aquéllos que escuchan y hasta aceptan la palabra con alegría y entusiasmo, pero, al intentar llevarla a la práctica, se cansan por falta de raíces y se vienen abajo ante la menor dificultad. La tierra que se encuentra entre abrojos y cardos son aquellos oyentes que, como los anteriores, escuchan con atención la palabra, pero, al no tener a Dios en el centro de su vida, la ahogan, dejándola estéril, las preocupaciones y los afanes de la vida o el apego a los bienes materiales. La buena tierra son los que escuchan la palabra, la entienden y dejan que empape su mente y su corazón. Estos son los que realmente la aprovechan.
Para que la palabra produzca su fruto debemos examinar cada una de estas actitudes para ver cuánto tengo de “borde del camino” (¿me conformo sólo con oír la palabra?), de “tierra pedregosa” (¿la escucho, pero no me esfuerzo en profundizar en ella?), “de terreno lleno de abrojos y malas hierbas” (¿estoy dominado por las preocupaciones, por la excesiva actividad o por el deseo desmedido de tener cosas?). Se trata de que este examen me ayude a liberarme poco a poco de estos obstáculos y a convertirme con la gracia de Dios en buena tierra.
Oración de las ofrendas
Mira, Señor, los dones de tu Iglesia suplicante y concede que sean recibidos para crecimiento en santidad de los creyentes.
Nos unimos en esta oración del ofertorio a toda la Iglesia, deseando de modo más consciente y sincero que nos sea posible, que los dones que el sacerdote presenta a Dios en nombre de todos nos hagan crecer en santidad.
Antífona de comunión
Hasta el gorrión ha encontrado una casa; la golondrina, un nido donde colocar sus polluelos: tus altares, Señor del universo, Rey y Dios mío. Dichosos los que viven en tu casa, alabándote siempre (cf. Sal 83,4-5).
La meta principal de nuestra vida es estar constantemente junto a Dios. Vivamos con la máxima intensidad este momento, previo a la comunión, en el que vamos a recibir a Cristo en nuestro corazón: vamos a alimentarnos con su propio cuerpo y, al contrario de lo que sucede con el alimento material -el cual es asimilado a nuestro cuerpo-, aquí somos nosotros los que somos asimilados por Cristo, haciéndonos una sola cosa con él para vivir siempre en él y con él. “Qué amables tus moradas, oh Yahveh Sebaot! Anhela mi alma y languidece tras de los atrios de Yahveh, mi corazón y mi carne gritan de alegría hacia el Dios vivo” (Sal 83,2-3).
Oración después de la comunión
Después de recibir estos dones, te pedimos, Señor, que aumente el fruto de nuestra salvación con la participación frecuente en este sacramento. Por Jesucristo, nuestro Señor.
Contentos por haber recibido el regalo de su Hijo, en quien se concentran todos los dones espirituales, pedimos al Padre que nos haga seguir creciendo en santidad mediante la participación frecuente en el sacramento eucarístico. Que el Señor aumente nuestro deseo de alimentarnos de este sacramento, ya que siempre que comulgamos participamos del mismo ser de Cristo. Que cada día podamos con San Pablo gritar con más fuerza: “Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí' (Gál 2, 20)