Domingo Sagrada Familia C

 Domingo de la Sagrada Familia - Ciclo C 

Antífona de entrada

          Los pastores fueron corriendo y encontraron a María y a José, y al niño acostado en el pesebre (cf. Lc 2,16).

          Los últimos de la sociedad fueron los primeros invitados a adorar al más grande de los grandes, convertido en el más pequeño e insignificante de los más pequeños. Imitando la humildad de los pastores de Belén, nos acercamos a la mesa del altar. En ella encontraremos al Señor, rodeado de todos los santos y, en primera fila, de María y de José.

 Oración colecta

           Oh, Dios, que nos has propuesto a la Sagrada Familia como maravilloso ejemplo, concédenos, con bondad que, imitando sus virtudes domésticas y su unión en el amor, lleguemos a gozar de los premios eternos en el hogar del cielo.  Por nuestro Señor Jesucristo.

           Nuestra incorporación a Cristo en el bautismo nos debe lleva a vivir y actuar como Él vivió y actuó. La vida de Cristo se desenvolvió en una red de vínculos familiares y sociales que deben ser modelo para los nuestros. La familia donde crecemos y maduramos como personas debe tener por modelo la familia en la que Jesús aprendió a vivir. Pedimos al Padre que nos conceda imitar las virtudes que adornaron el hogar de Jesús, María y José, y que, viviendo el espíritu de humildad, servicio y amor que la animaba, podamos un día gozar de estos valores en nuestro hogar del cielo, al que nos ha destinado el Padre desde toda la eternidad.

 Lectura del libro del Eclesiástico - 3,2-6. 12-14

           El Señor honra más al padre que a los hijos y afirma el derecho de la madre sobre ellos. Quien honra a su padre expía sus pecados, y quien respeta a su madre es como quien acumula tesoros. Quien honra a su padre se alegrará de sus hijos y, cuando rece, será escuchado. Quien respeta a su padre tendrá larga vida, y quien honra a su madre obedece al Señor. Hijo, cuida de tu padre en su vejez y durante su vida no le causes tristeza. Aunque pierda el juicio, sé indulgente con él y no lo desprecies aun estando tú en pleno vigor. Porque la compasión hacia el padre no será olvidada y te servirá para reparar tus pecados.

           En estos versículos, tomados del capítulo tercero del Eclesiástico, un libro escrito casi a las puertas del Nuevo Testamento (hacia 190 a. C.), el autor sagrado expone la sabiduría bíblica sobre el comportamiento que deben tener los hijos con sus progenitores, un texto muy apropiado en este domingo, dedicado a honrar a la Sagrada Familia de Nazaret.

           El deber de los hijos para con los padres sigue en importancia a los deberes para con Dios, quien, por medio de aquéllos, les ha dado la vida. Los padres para los hijos son, por esta razón, los representantes más directos del Señor: al honrarlos a ellos honramos al mismo Dios. Es Dios mismo, el modelo de toda paternidad, quien inspira al autor sagrado estas palabras: “El Señor honra más al padre que a los hijos y afirma el derecho de la madre sobre ellos” Los versículos que siguen se centran en la recompensa que, ya en esta vida, obtendrá el hijo obediente. Las distinciones que en el texto se hacen entre el padre y la madre pertenecen al estilo literario y no afectan al contenido de la idea fundamental: el padre y la madre tienen el mismo derecho a ser honrados por sus hijos, un derecho recibido de Dios.

           Los bienes que nos acarrea la obediencia a los padres

 a)      La obediencia a los padres, aunque tiene sentido en sí misma, por ser un mandamiento impuesto por Dios, nos sirve, como cualquier acción realizada para agradar a Dios, para satisfacer por nuestros pecados y es un medio especial para restablecer nuestra amistad con el Señor. 

 b)       El que obedece a los padres -sigue diciendo el autor sagrado- enriquece su vida espiritual, pues acumula méritos ante el Señor. 

 c)      Señala también, como fruto de esta obediencia, la alegría que le darán sus propios hijos, los cuales, llegado el momento, se portarán de modo semejante con él, hecho confirmado muchas veces en nuestra experiencia. 

 d)      A quienes honran y veneran a sus padres Dios promete escucharles en la oración, como es lógico en quien, como creador amoroso de los padres y de los hijos, desea que todas sus criaturas sean amadas. 

 e)      Al que obedece a sus padres -lo escucharemos en el salmo responsorial- le irá bien en la vida, en la vida que resulta de la paz y armonía que reinan en los hogares de quienes cumplen sus deberes con Dios y entre sí. Y es que los que honran a sus padres están obedeciendo a Dios y reciben abundantes gracias de Él.

           El autor sagrado recomienda encarecidamente cuidar de los padres y no darles nunca motivo que les entristezca. Esta recomendación se hace aún más necesaria en los días de la ancianidad, o cuando los padres fallan en sus facultades mentales. Es entonces cuando, dependientes totalmente de sus hijos, deben éstos poner en acción el mismo cariño y solicitud que, en su niñez, pusieron sus padres con ellos.

           La lectura concluye insistiendo en el interés de Dios en el amor a los padres, como el gran medio para alcanzar una vida plena y santa: La compasión hacia el padre no será olvidada y te servirá para reparar tus pecados”.

           Estos consejos, que han permanecido válidos a través de la historia de la humanidad, adquieren especial actualidad en nuestra sociedad, en la que la mentalidad positivista y materialista campa a sus anchas. Accionada por el motor de la eficacia y el poder del dinero, está perdiendo, a pasos agigantados, los valores que han sustentado nuestra civilización, hasta el punto de poner en segundo, tercer o último lugar a las personas que ya han dejado de ser útiles en la maquinaria de la producción. Hoy más que nunca son actuales estos consejos del Libro del Eclesiástico; hoy más que nunca los cristianos tenemos que ser luz ante el mundo en exigir el cuidado de estas personas que, con su trabajo, han hecho lo que somos; hoy suenan fuertes en nuestros oídos las palabras de Cristo en el juicio final: Venid, benditos de mi Padre, heredad el reino preparado para vosotros desde la fundación del mundo. Porque tuve hambre, y me disteis de comer; fui forastero, y me acogisteis, enfermo y me visitasteis” (Mt 25,34-35). En esta situación se encuentran muchos de nuestros mayores, algunos prácticamente abandonados, y otros muchos, aunque vivan en confortables residencias, están afectados por la enfermedad de la falta de cariño de aquéllos a los que les transmitieron la vida y sobre los cuales pusieron todos sus desvelos para hacerles personas. En ellos, como en todos los desprotegidos de este mundo, se hace especialmente presente Cristo.

 Salmo responsorial – 127

 Dichosos los que temen al Señor y siguen sus caminos.

           “El temor de Dios es el principio de la sabiduría” (1 Prov 1,7). No se trata de sentir miedo, como cuando entramos en un lugar oscuro y desconocido, ni temer a Dios sólo porque nos puede castigar. El temor de Dios es una actitud de respeto, admiración, sumisión y agradecimiento ante el que ha creado todas las cosas y tiene la soberanía sobre todo el universo y, particularmente, sobre nosotros, pobres siervos que todo lo que somos y tenemos se lo debemos a Él. El único miedo que debemos tener es el miedo a vivir separados de Dios. Los que respetan y aman al Señor y ponen toda su confianza en Él, intentando hacer siempre lo que le agrada, estarán alegres y serán felices, incluso en medio de las circunstancias más adversas.

 Dichoso el que teme al Señor y sigue sus caminos. Comerás del fruto de tu trabajo, vivir serás dichoso, te irá bien.

           El salmista llama dichoso al que reconoce el poder de Dios y se somete a su soberanía, siguiendo sus caminos y obedeciendo sus mandatos. Éste será feliz; a éste todo le saldrá bien; no tendrá que mendigar para subsistir, sino que vivirá “del fruto de su trabajo”. Nosotros, que hemos conocido el amor del Dios encarnado y hemos creído en él, además de disfrutar, ya en esta vida, de la paz y de los bienes celestiales -aunque todavía en esperanza-, aguardamos una felicidad libre de cualquier amenaza, incluida la amenaza de la muerte, una felicidad que es más grande que todo lo que podamos desear o imaginar. Jesús, cuyo seguimiento al Padre es la medida y norma del temor de Dios, nos asegura que “nadie que haya dejado casa, hermanos, hermanas, madre, padre, hijos o hacienda por mí y por el Evangelio quedará sin recibir el ciento por uno en esta vida y en el mundo venidero, la vida eterna” (Mt 19,29)

 Tu mujer, como parra fecunda, en medio de tu casa; tus hijos, como renuevos de olivo, alrededor de tu mesa.

           El salmista proyecta la dicha del que teme al Señor a la vida familiar, una vida de concordia alrededor de la madre de familia que, como parra fecunda” y adornada de virtudes, derrochará alegría y vitalidad entre sus hijos. Éstos, “como retoños de olivo”, se sentarán en torno a la mesa del hogar. Nosotros, peregrinos hacia la patria celestial y miembros de la Iglesia, nuestra madre, nos sentamos alrededor de la mesa eucarística para compartir el mismo alimento espiritual. Unidos, además, a los santos de todos los tiempos, anticipamos el banquete de las bodas del Cordero y disfrutamos en esperanza de las alegrías de la casa del Cielo.  

 Esta es la bendición del hombre que teme al Señor. Que el Señor te bendiga desde Sion, que veas la prosperidad de Jerusalén todos los días de tu vida.

           El salmista ha descrito en los versículos anteriores las bendiciones de que será objeto el hombre temeroso de Dios. Pero ahora da un paso más y liga esta felicidad individual y familiar -con la que ha sido premiado- a la prosperidad de Jerusalén -donde reside Yahvé- y a la prosperidad del pueblo de Israel. Nosotros somos miembros del nuevo pueblo de Dios, formado por la Iglesia peregrinante y por la Iglesia que disfruta ya, de forma permanente, de los bienes prometidos. El cristiano no se entiende a sí mismo de forma aislada: es todo el pueblo de Dios el que peregrina a la Casa del Padre y el que se sentará en torno a la mesa del banquete mesiánico. Una espiritualidad exclusivamente individual no es una espiritualidad cristiana.

 Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Colosenses - 3,12-21

          Hermanos: Como elegidos de Dios, santos y amados, revestíos de compasión entrañable, bondad, humildad, mansedumbre, paciencia. Sobrellevaos mutuamente y perdonaos cuando alguno tenga quejas contra otro. El Señor os ha perdonado: haced vosotros lo mismo. Y por encima de todo esto, el amor, que es el vínculo de la unidad perfecta. Que la paz de Cristo reine en vuestro corazón: a ella habéis  sido convocados en un solo cuerpo. Sed también agradecidos. La Palabra de Cristo habite entre vosotros en toda su riqueza; enseñaos unos a otros con toda sabiduría; exhortaos mutuamente. Cantad a Dios, dando gracias de corazón, con salmos, himnos y cánticos inspirados. Y todo lo que de palabra o de obra realicéis, sea todo en nombre de Jesús, dando gracias a Dios Padre por medio de él. Mujeres, sed sumisas a vuestros maridos, como conviene en el Señor. Maridos, amad a vuestras mujeres, y no seáis ásperos con ellas. Hijos, obedeced a vuestros padres en todo, que eso agrada al Señor. Padres, no exasperéis a vuestros hijos, no sea que pierdan el ánimo.

          En los capítulos anteriores a esta lectura San Pablo habla de las obras, inherentes al hombre viejo, de las que se debe despojar el cristiano. En estos versículos expone cómo debe ser la conducta de quien ha sido renovado por Cristo.

          Establece en primer lugar las virtudes que deben adornar a quien ha sido elegido y declarado santo y amado de Dios. El cristiano debe practicar  en su vida el programa de las bienaventuranzas, siendo compasivo, bueno, humilde, sumiso y paciente con los demás, a imitación de Cristo, que se hizo todo para todos y nos perdonó a todos. De esta forma llevaremos a la práctica el mandamiento del amor que Cristo nos dejó la víspera de su muerte, y que nos vincula unos a otros, formando con Cristo un solo cuerpo. 

        San Pablo, movido por el amor de Dios, desea a los colosenses -también a nosotros- la paz que, como discípulos de Cristo, se nos ha prometido. Que sea esta paz, la paz que nos trajo Cristo -muy diferente de la que nos ofrece el mundo- reine en nuestro corazón, informando y regulando nuestros pensamientos, sentimientos y actitudes en orden a nuestro crecimiento espiritual. Alcanzamos esta paz cuando habita en nosotros la Palabra de Dios, es decir, cuando estamos familiarizados con las enseñanzas de Cristo y con su mensaje. Es entonces cuando podemos enseñarnos y exhortamos unos otros con la sabiduría que dimana del Evangelio. 

        La paz y la Palabra de Dios, presentes en nuestros corazones, nos deben llevar a dar gracias a Dios con himnos, salmos y cánticos inspirados. San Pablo nos está animando a la participación en la oración litúrgica, fuente y fin de la vida de la Iglesia. Los textos litúrgicos, creados por la Iglesia a través de los siglos, son la mejor escuela de oración y la mejor instrucción en el camino de nuestro crecimiento en la fe: “Lex orandi, lex credendi”

        Esta acción de gracias no debe limitarse a los momentos en que reza oficialmente la comunidad: se debe realizar en todos los momentos de nuestra existencia, haciendo de nuestra vida una permanente oración. De esta forma será realidad que todo lo que hagamos de palabra o de obra lo hacemos en el nombre del Señor y para su gloria: Ya comáis, ya bebáis o hagáis cualquier cosa, hacedlo todo para gloria De Dios” (1Cor 10, 31).

       Esta descripción de la vida del hombre nuevo concluye con una exhortación al comportamiento que, como cristianos, debemos adoptar en nuestra vida doméstica o de familia. A las esposas recuerda San Pablo el deber de someterse a su marido como cabeza del vínculo familiar querido por Dios; los maridos tienen el deber sagrado de amar a sus esposas, advirtiéndoles que alejen de sus vidas la dureza en el trato y el mal humor, fuente de discordia en los hogares; los hijos deben practicar en todo momento la virtud de la obediencia, teniendo como modelo al Hijo perfecto, Jesucristo, cuya vida en la tierra fue una entrega perfecta a la voluntad de su Padre celestial; en la educación de sus hijos, los padres no deben traspasar los límites del rigor paterno, que puede poner en peligro el ánimo necesario de aquéllos para el desarrollo de su personalidad humana y cristiana.

           No tenía San Pablo la pretensión de subvertir las estructuras sociales del mundo que le tocó vivir, un mundo en el que era normal la esclavitud y en el que el marido era por derecho propio el jefe de la familia. Pero sí quería renovarlas desde dentro mediante el amor cristiano. Este no distingue entre hombre y mujer, entre judío y griego, entre esclavo y libre, pues “todos somos una sola cosa en Cristo” (Gál 3,28). Escuchemos lo que, a este propósito, nos dice san Juan Pablo II: “Mientras que en la relación Cristo-Iglesia, la sumisión es sólo de la Iglesia, en la relación marido-mujer la «sumisión» no es unilateral, sino recíproca”. (…) “Todas las razones en favor de la «sumisión» de la mujer al hombre en el matrimonio se deben interpretar en el sentido de una sumisión recíproca de ambos en el «temor de Cristo». La medida de un verdadero amor esponsal encuentra su fuente más profunda en Cristo, que es el Esposo de la Iglesia, su Esposa” (Mulieris dignitatem, 24).

 Aclamación alEvangelio

                    Aleluya, aleluya, aleluya. La paz de Cristo reine en vuestro corazón; la Palabra de Cristo habite entre vosotros en toda su riqueza.

           Es lo que desea San Pablo a los colosenses en la lectura que acabamos de escuchar y es lo que la Iglesia, haciéndose eco de sus palabras, desea para todos sus hijos: que la Paz de Cristo reine en nuestros corazones y que la Palabra de Dios embargue todo nuestro ser. Escuchemos con esta paz la Palabra del evangelio.

 Lectura del santo evangelio según san Lucas - 2,41-52

           Los padres de Jesús solían ir cada año a Jerusalén por la fiesta de la Pascua. Cuando cumplió doce años, subieron a la fiesta según la costumbre y, cuando terminó, se volvieron; pero el niño Jesús se quedó en Jerusalén, sin que lo supieran sus padres. Estos, creyendo que estaba en la caravana, anduvieron el camino de un día y se pusieron a buscarlo entre los parientes y conocidos; al no encontrarlo, se volvieron a Jerusalén buscándolo. Y sucedió que, a los tres días, lo encontraron en el templo, sentado en medio de los maestros, escuchándolos y haciéndoles preguntas. Todos los que le oían quedaban asombrados de su talento y de las respuestas que daba. Al verlo, se quedaron atónitos, y le dijo su madre: «Hijo, ¿por qué nos has tratado así? Tu padre y yo te buscábamos angustiados». Él les contestó: «¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en las cosas de mi Padre?» Pero ellos no comprendieron lo que les dijo. Él bajó con ellos y fue a Nazaret y estaba sujeto a ellos. Su madre conservaba todo esto en su corazón. Y Jesús iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres.

           Los judíos tenían la obligación de peregrinar a Jerusalén en las tres fiestas de peregrinación: Pascua, Pentecostés y Tabernáculos. Esta obligación sólo afectaba a los varones y a los niños varones, cuando alcanzaban la edad de trece años. Ello no obsta para que también pudieran participar las mujeres, como es el caso de María. Existía también la costumbre de iniciar a los niños en las prácticas de la Ley un año antes de su mayoría de edad, religiosa y legal. Éste debió ser el motivo de la presencia de Jesús en esta peregrinación.

           Terminados los ritos pascuales, que se celebraban los dos primeros días, José y María se ponen en camino de vuelta a Nazaret, junto con la caravana de sus vecinos. Sin decir nada a sus padres, Jesús decide por su cuenta permanecer en Jerusalén. Ellos, pensando que se encontraría en la caravana, advierten, al finalizar el primer día de camino, que Jesús no estaba entre los que vuelven a Nazaret. 

         La decisión fue rápida: retornan a Jerusalén -les llevó otro día de camino- y, después de preguntar a todos sus conocidos de la ciudad, lo encontraron en el templo, departiendo sobre la Ley con los maestros y entendidos en la misma. “Todos los que lo oían quedaban asombrados de su talento y de las respuestas que daba. Y éste fue el caso de María y de José que, “al verlo, quedaron atónitos”. María, llevada por el impulso de madre, le manifiesta el sufrimiento que les han causado su ausencia y el desconocimiento de su paradero. La respuesta de Jesús no deja de asombrarles: “¿Por qué me buscábais?”, y la justificación todavía más: “¿No sabíais que yo debía estar en las cosas de mi Padre?, una respuesta difícil de entender por su alto contenido teológico, pues en ella Jesús se presenta llamando a Dios su Padre con una propiedad y exclusividad únicas. En definitiva: está declarando abiertamente su divinidad. “Sus padres no comprendieron lo que les dijo”, es decir, no pudieron penetrar con su inteligencia en el contenido de sus palabras, aunque, eso sí, éstas se quedaron grabadas en su corazón. “María y José no asimilaron las palabras ni el acontecimiento con una penetración intelectual, pero sí con lo más profundo de su ser, como la tierra acoge en su seno una semilla preciosa” (Cita de Romano Guardini de su libro El Señor). 

           El relato concluye (tres últimos versículos) con unos datos de gran utilidad para nosotros, seguidores de Jesús, ya que nuestro crecimiento espiritual consiste en el conocimiento vivencial de todo que se refiere a su persona y a las circunstancias que le rodearon: “Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo” (Jn 17,3). 

           “Bajó con ellos a Nazaret y estaba sujeto a ellos” 

           Terminada esta manifestación de su divinidad -hubo otras a lo largo de su vida terrestre, como la intervención del Padre al ser bautizado por Juan o su transfiguración en el monte Tabor-, Jesús vuelve a su estado de hombre normal, al que se rebajó “tomando condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como uno de tantos” (Fil 2,7). La conciencia de la relación que Jesús, como Hijo de Dios, mantenía con su Padre, lejos de estar en oposición a la sujeción a María y José, era precisamente la fuente de donde brotaba esta obediencia a sus progenitores: estaba cumpliendo desde el inicio de su vida de adolescente la voluntad de Dios de mantenerse en el servicio y en el sometimientos a los hombres hasta dar la vida por ellos (Fil 2,8).Una gran lección para nosotros que, por fidelidad a Cristo, debemos someternos en humildad los unos a los otros (Ef 5,21).

           “María conservaba todo esto en su corazón”

           El relato evangélico nos da a entender que los padres de Jesús no comprendieron el comportamiento de su hijo y menos la respuesta que les dio. Sin embargo, nos dan una auténtica lección de cómo debe ser nuestra fe, pues todo lo que pasa alrededor de Jesús, desde su nacimiento en Belén hasta su desaparición en Jerusalén y las palabras que les dijo al encontrarlo en el templo, lo retenían y lo repensaban en su corazón: “María, por su parte, guardaba todas estas cosas, y las meditaba en su corazón”, nos dice Lucas, después de la adoración de los pastores en la gruta de Belén y al final del relato de hoy: “María conservaba todo esto en su corazón”. Aceptar la Palabra de Dios sin comprenderla en su totalidad y pasar el camino de la vida rumiándola internamente hasta llegar a identificarnos con los pensamientos y sus sentimientos de Jesús: (Fil 2,5): eso es comportarnos como verdaderos discípulos de Cristo.

           “Jesús iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres”.

           Jesús, como cualquier niño, tiene que crecer no sólo en estatura, sino también en inteligencia. Es la lógica consecuencia de la Encarnación de la segunda persona de la Trinidad: Jesús, como un hombre cualquiera, tiene que hacerse adulto, desarrollándose físicamente y adquiriendo las competencias intelectuales que le capaciten para realizar su actividad como ser humano; nuestro salvador “no vive en una abstracta omnisciencia, sino que está arraigado en una historia, en un tiempo y en un lugar concreto de los que recibe la forma concreta de su saber” (Benedicto XVI, La infancia de Jesús). 

           Jesús crecía también en gracia, siendo este crecimiento una consecuencia de su relación especial con Dios, al que conoce, no sólo ni especialmente por el testimonio de María, de José y de los fervorosos judíos de Nazaret, sino en sí mismo. Como Hijo de Dios, Él vive permanentemente con el Padre. De modo explícito lo dice el evangelista Juan en el prólogo de su evangelio: Jesús “está en el seno del Padre y por eso lo puede revelar” (Jn 1,18). Y así responde el propio Jesús a Felipe, que le preguntaba “Muéstranos al Padre”: “¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre está en mí? Las palabras que os digo, no las digo por mi cuenta; el Padre que permanece en mí es el que realiza las obras" (Jn 14, 10) 

Oración sobre las ofrendas

           Al ofrecerte, Señor, este sacrificio de expiación, te suplicamos, por intercesión de la Virgen Madre de Dios y de san José, que guardes a nuestras familias en tu gracia y en tu paz. Por Jesucristo, nuestro Señor.

          En la presentación de estas ofrendas, que se convertirán en el sacrificio de Cristo para satisfacer por nuestros pecados, quiere hoy la Iglesia que, a través de María, la medianera universal de todas las gracias, pidamos al Padre que nuestras familias se mantengan la paz y en la gracia que su Hijo amado vino a traernos. 

 Antífona de comunión

           Nuestro Dios apareció en el mundo y vivió en medio de los hombres (Bar 3,38) 

           Esta profecía de Barut se hizo realidad en el nacimiento de Jesucristo en Belén y se hace también realidad en nosotros en el momento de la comunión. Vayamos con intenso y verdadero fervor a la Mesa eucarística a alimentarnos de su cuerpo para que nuestra vida sea un poco más su Vida.

 Oración después de la comunión

           Padre misericordioso, concede a cuantos has renovado con estos divinos sacramentos imitar fielmente los ejemplos de la Sagrada Familia para que, después de las tristezas de esta vida, podamos gozar de su eterna compañía en el cielo. Por Jesucristo, nuestro Señor.

           La Iglesia, en sus oraciones litúrgicas, desea que no apartemos nunca los ojos del alma de los “bienes de arriba”. En esta oración final pedimos al Padre, por los méritos de su Hijo, que los que hemos crecido un poco más en Cristo por habernos asimilado a Él en esta comunión, seamos capaces de sobreponernos a los sufrimientos de este mundo para hacer nuestras las virtudes de la Sagrada Familia. Lo hacemos con la mirada puesta en el Cielo, donde, junto con nuestros hermanos, los hombres, disfrutaremos permanentemente de su compañía.


Domingo 4 Adviento C

Cuarto domingo de Adviento   Ciclo C

Antífona de entrada

           Cielos, destilad desde lo alto; nubes derramad al Justo; ábrase la tierra y brote al Salvador (cf. Is 45,8).

           Los tiempos mesiánicos constituían la gran esperanza para Israel, ya que en ellos se instauraría un reinado de justicia y de paz entre los ciudadanos y entre éstos y el Mesías. El profeta, haciéndose eco de esta esperanza, lanza una exclamación al cielo y a la tierra: que el primero derrame sobre nosotros la santidad y la justicia, y que de la tierra, fecundada con tanta bondad, brote el que viene a salvarnos, el Sol de justicia que ilumina a todos los que habitamos en un mundo en tinieblas y en sombras de muerte: “Por la entrañable misericordia de nuestro Dios nos visitará el sol que nace de lo alto” (Lc 1,78) 

 Oración colecta

           Derrama, Señor, tu gracia en nuestros corazones, para que, quienes hemos conocido, por el anuncio del ángel, la encarnación de Cristo, tu Hijo, lleguemos, por su pasión y su cruz, a la gloria de la resurrección. Por nuestro Señor Jesucristo.

           Nuestra santificación no es obra del esfuerzo personal, sino de la gracia de Dios que, mediante el Espíritu Santo, obra en todo momento en nuestro interior. Si no percibimos cambios en nuestros criterios, en nuestras actitudes o en nuestra conducta, es debido a que no escuchamos la voz de este Espíritu. Y, si no la escuchamos, es porque, perdidos quizá en los ajetreos de este mundo, no la consideramos como lo más primordial de nuestra vida. El que la Iglesia ponga en nuestros labios que el Señor derrame su gracia en nuestros corazones es para que deseemos esta gracia con todas nuestras fuerzas. Lo hemos oído muchas veces: Dios nos concede sus dones en la medida de nuestros deseos. Si así lo hacemos, los que hemos creído que Cristo se hizo hombre entenderemos que se hizo hombre por nosotros, para que, incorporados a Él, sufriendo y muriendo con Él, seamos, como Él, glorificados. Y así será. Dios no se echa atrás en sus promesas.

 Lectura de la profecía de Miqueas  5,1-4a

           Esto dice el Señor: «Y tú, Belén Efratá, pequeña entre los clanes de Judá, de ti voy a sacar al que ha de gobernar Israel; sus orígenes son de antaño, de tiempos inmemoriales. Por eso, los entregará hasta que dé a luz la que debe dar a luz, el resto de sus hermanos volverá junto con los hijos de Israel. Se mantendrá firme, pastoreará con la fuerza del Señor, con el dominio del nombre del Señor, su Dios; se instalarán, ya que el Señor se hará grande hasta el confín de la tierra. Él mismo será la paz».

           El contenido del libro de Miqueas, tal como lo conocemos hoy, es un conjunto de oráculos, unos amenazadores contra aquéllos que están alejados de Dios y de la Alianzay otros que intentan animar a aquéllos que, deseando sinceramente ser fieles al Dios de sus padres en unas circunstancias adversas, corren el peligro de abandonar su fe.

           El oráculo que hoy nos presenta la lectura pertenece a estos últimos. El pueblo al que se dirige el profeta vive una situación de incertidumbre y desconcierto -lo leemos entre líneas-, muy propicia al cansancio y a caer en la tentación de la deserción. Si el que escribe estas líneas es el profeta Miqueas, contemporáneo del primer Isaías, estamos hablando de la opresión que el Imperio asirio ejercía sobre la comunidad de Israel, tanto sobre la del reino del Norte, como sobre la del reino de Judá. Si se trata de un texto escrito por un autor posterior, como para muchos exégetas sugiere el estilo literario del mismo, tendríamos que situarnos en otra época, probablemente después del destierro, en la que ha desaparecido la realeza y en la que no se vislumbran por ninguna parte signos de la venida del descendiente de David. En cualquier caso, se trata de situaciones desesperanzadas que requieren un discurso que levante el ánimo del pueblo y vuelva a aparecer para él la estrella de la esperanza. 

           El autor sagrado, un hombre de fe que habla en nombre de Dios, nos hace ver que la solución sólo puede venir de Dios, el cual decide y obra siempre de modos insospechados para el hombre, pues sus caminos -lo hemos oído muchas veces- no son nuestros caminos y los planes de Dios no son nuestros planes (Is 55,8). La salvación no vendrá de la mano de los poderosos, sino de los humildes; el Salvador de Israel -y de la humanidad- no procederá de los centros de poder político, religioso o militar, sino de los lugares que apenas cuentan -si es que cuentan algo-, en este caso, de una de las aldeas más insignificantes del reino de Judá, de la aldea de Belén: “Y tú, Belén Efratá, pequeña entre los clanes de Judá, de ti voy a sacar al que ha de gobernar Israel”

        Los orígenes del que va a gobernar Israel “son de antaño, de tiempos inmemoriales, una probable alusión a la promesa que, en sus días, hiciera Natán a David, el cual era originario de Belén: “Era David hijo de un efrateo de Belén de Judá, llamado Jesé”(1 Sam 17,12). Y, al mismo tiempo, y trascendiendo el texto bíblico y la intención del autor sagrado, podemos pensar en el origen inmemorial y divino de Jesús, el verdadero descendiente: “En verdad os digo que antes que Abraham naciera, soy yo” (Jn 8 58). Con esta insistencia en que el Esperado de las naciones procederá de la pequeña aldea de Belén, el profeta nos hace ver que el poder y la gloria de Dios se manifiestan en la pequeñez y en la debilidad. Así lo canta María “que, ensalzando la grandeza de su Dios, se alegra por haber mirado la humildad de su esclava” (Lc 1,48).

           El momento de esta salvación tendrá lugar cuando “dé a luz la que debe dar a luz”, una alusión, también más que probable, a la profecía que, unos años antes, había hecho Isaías: “He aquí que una doncella está encinta y va a dar a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel” (Is 7,14). E, igualmente, trascendiendo la intención del autor sagrado, un preanuncio del nacimiento virginal de Jesús, el Salvador de la humanidad, en el pueblecito de Belén. Un rey nacerá de la descendencia de David, una promesa que, desde que la predijo el profeta Natán, se repite a lo largo de los siglos, un rey que “se mantendrá firme y pastoreará con la fuerza del Señor”, un rey que llevará la justicia y la paz, no solamente a Israel, sino a toda la humanidad, “hasta el confín de la tierra”.

 Salmo responsorial – 79

Oh, Dios, restáuranos, que brille tu rostro y nos salve.

 Pastor de Israel, escucha; tú que te sientas sobre querubines, resplandece; despierta tu poder y ven a salvarnos.

           El salmo 79 es una lamentación y, al mismo tiempo, una súplica. El salmista se sirve de la imagen del pastor para invocarle: “Pastor de Israel, escucha”. Desde la parte superior del arca de la alianza, sentado en medio de los querubines, el Señor guía a su pueblo por el desierto, lo protege en los peligros y lo defiende de los enemigos. Haciendo nuestra la oración del salmista, pedimos al Señor que irradie su presencia luminosa sobre nosotros para que nos convirtamos en luz que ilumine las oscuridades de este mundo: “Contempladlo y quedaréis radiantes” (Sal 34,6). Que el poder del Señor haga efectiva entre nosotros su salvación y nos haga superar los obstáculos que puedan impedir nuestro caminar hacia la unión con Cristo y con nuestros hermanos.

 Dios del universo, vuélvete: mira desde el cielo, fíjate, ven a visitar tu viña. Cuida la cepa que tu diestra plantó y al hijo del hombre que tú has fortalecido.

           La viña del Señor está abandonada e indefensa, ha caído su albarrada y está expuesta a que la pisoteen los viandantes y la destrocen los animales salvajes. El salmista se lamenta: ¿para qué tanto trabajo y solicitud con la viña que tú plantaste y que con tanto mimo cuidaste, si en este momento consientes que esté desamparada? Como miembros de la Iglesia, la nueva viña del Señor, contemplamos la dejadez y el descuido a que está siendo sometida por parte de quienes formamos parte de ella. ¿Estamos los cristianos comprometidos, con nuestra oración sincera y con nuestras buenas obras, en el mantenimiento y perfeccionamiento de la Iglesia? ¿Ponemos de nuestra parte para sea realmente “luz de los pueblos”? ¿Cumplimos los cristianos con el mandato del Señor de vivir unidos de tal manera, que el mundo vea en nosotros un modelo de fraternidad para todos los hombres?

 Que tu mano proteja a tu escogido, al hombre que tú fortaleciste. No nos alejaremos de ti: danos vida, para que invoquemos tu nombre.

           Ante los enemigos, que, merodeando, están continuamente acechando a Israel, el salmista pide a Dios que defienda y proteja a Israel, al que ha elegido y al que ha hecho fuerte, y le promete, en nombre de su pueblo, que no volverán a alejarse de Él. Reconociendo que es el Señor el que da la vida, le suplica que les ayude para poder seguir teniendo con Él la relación para la que fueron elegidos:Danos vida para que invoquemos tu nombre”. El saber que, en todo momento y por todas partes, estamos rodeados de enemigos que tratan de impedir nuestra unión con Cristo y con los hombres (la falta de fe, los deseos de cosas que sólo sirven para darnos una felicidad momentánea y pasajera, el pasar de largo ante la pobreza y soledad de nuestros hermanos necesitados) es un motivo para intensificar nuestra vigilancia que, hoy, nos recomienda la liturgia: “No nos alejaremos de Ti. Danos vida para que invoquemos tu nombre”. Señor, potencia en nosotros la luz de la fe que recibimos el día de nuestro bautismo; que esta fe fructifique en buenas obras con nuestros hermanos; que sintamos hacia ellos el amor que Tú has derramado sobre la humanidad, poniendo sus necesidades y problemas al mismo nivel que los nuestros. Entonces, y sólo entonces, seremos de verdad felices y nos sentiremos salvados.

 Lectura de la carta a los Hebreos - 10,5-10

           Hermanos: Al entrar Cristo en el mundo dice: «Tú no quisiste sacrificios ni ofrendas, pero me formaste un cuerpo; no aceptaste holocaustos ni víctimas expiatorias. Entonces yo dije: He aquí que vengo –pues así está escrito en el comienzo del libro acerca de mí– para hacer, ¡oh Dios!, tu voluntad». Primero dice: «Tú no quisiste sacrificios ni ofrendas, ni holocaustos, ni víctimas expiatorias», que se ofrecen según la ley. Después añade: «He aquí que vengo para hacer tu voluntad». Niega lo primero, para afirmar lo segundo. Y conforme a esa voluntad todos quedamos santificados por la oblación del cuerpo de Jesucristo, hecha una vez para siempre.

           El autor sagrado pone en labios de Cristo, cuando descendió a nuestro mundo, estas palabras del salmo 39 con las que comienza la lectura. La actividad religiosa de un pueblo como el judío estaba marcada por las ofrendas y sacrificios de animales con el fin de conseguir el perdón de los pecados. Pero ya en los salmos se relativizan estos sacrificios externos y se aboga por una actitud interior en la que se ponga de relieve la disposición de la persona a realizar lo que realmente agrada a Dios: “No aceptaste holocaustos ni víctimas expiatorias. Entonces dije; He aquí que vengo (...) para hacer, ¡oh Dios!, tu voluntad”

           Heme aquí, Señor. Fue la actitud de Jesús desde el inicio de su vida en la tierra, una actitud que ya anunciaron con su vida las personas piadosas del Antiguo Testamento y los que, imitando a Cristo, han continuado su obra. 

-  Pensemos en la vida de Abraham, el padre de nuestra fe, una vida marcada por una sola cosa: estar siempre a disposición del Señor en un mundo lleno de dificultades y incertidumbres y a pesar de tener que aceptar la orden de sacrificar a su hijo Isaac, lo que, a ojos humanos, contradecía la promesa de ser el padre de un pueblo numeros

-  Ahí está, por otra parte, el episodio de Moisés en la zarza ardiente: reconociendo su indignidad, se puso, sin titubear, a disposición del Señor para librar a su pueblo de los egipcios, y fue esta disponibilidad la que le convirtió en el gran director y guía de los israelitas a través del desiertocamino de la tierra prometida. 

-  Otro ejemplo de docilidad al Señor lo tenemos en el profeta Samuel. A la voz que, durante el descanso nocturno, le llamaba insistentemente, respondió, aconsejado por el sacerdote Elí: “Habla, Señor, que tu siervo escucha” (1 Sam 3,10). Esta disponibilidad la mantuvo durante toda su vida e hizo de él el comprometido servidor del Señor hasta tal punto, que se encaró con el propio rey Saúl por presumir de haber ofrecido al Señor animales grandes y pequeños: “¿Acaso se complace Yahveh en los holocaustos y sacrificios como en la obediencia a su palabra? Mejor es obedecer que sacrificar, mejor la docilidad que la grasa de los carneros” (1 Sam 15,22). 

           Esta insistencia del autor sagrado en la disponibilidad al Señor es para nosotros una lección atractiva, pero también exigente. Ya no vale, para eludir nuestra responsabilidad en la transmisión del Evangelio, escudarnos en la ignorancia, falta de preparación, incompetencia o sentimiento de indignidad: Dios nos quiere como somos y sólo desde nuestro modo de ser somos útiles a su Reino. El autor sagrado aplica el salmo 39 a Jesucristo, pues nadie como Él ha podido decir con plena verdad las palabras del mismo: “He aquí que vengo para hacer ¡oh Dios! tu voluntad”. Esta entrega de Jesús a la voluntad del Padre no comienza la tarde del Jueves Santo, es decir, no fue sólo su pasión y muerte el contenido de su ofrenda, sino toda su vida: “Al entrar Cristo en el mundo, dice: «Tú no quisiste sacrificios ni ofrendas, pero me formaste un cuerpo. Y nosotros, que por el bautismo formamos parte del Cuerpo de Cristo, debemos hacer nuestra su disposición a cumplir la voluntad de Dios en las circunstancias en que nos toque vivir: “No todo el que me diga: "Señor, Señor, entrará en el Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial” (Mt 7, 21). El hecho de que esta obediencia al querer de Dios “valga mucho más que los sacrificios y holocaustos” no significa que debamos suprimir nuestros ritos religiosos y nuestras celebraciones litúrgicas, pero sabiendo también que éstos carecen de valor, si no van acompañados de la disponibilidad a servir a Dios y a los hombres. 

           Terminamos con otro “heme aquí para hacer tu voluntad”, éste de un santo de nuestro tiempo, Charles de Foucauld: 

“Padre, me pongo en tus manos. Haz de mí lo que quieras: sea lo que sea, te doy gracias, estoy dispuesto a todo, lo acepto todo con tal que tu voluntad se cumpla en mí y en todas tus criaturas”.

          [En el comentario a esta segunda lectura he seguido a mi modo, y por lo que se refiere a los aspectos bíblicos, el planteamiento que de la misma hace la biblista y teóloga francesa Marie Noëlle Thabut]

 Aclamación al Evangelio

           Aleluya, aleluya, aleluya. Mirad: la Virgen concebirá y dará a luz un hijo y le pondrán por nombre Enmanuel, «Dios con nosotros».

 Lectura del santo evangelio según san Lucas - 1,39-45

          En aquellos días, María se levantó y se puso en camino de prisa hacia la montaña, a una ciudad de Judá; entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. Aconteció que, en cuanto Isabel oyó el saludo de María, saltó la criatura en su vientre. Se llenó Isabel de Espíritu Santo y, levantando la voz, exclamó: «¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? Pues, en cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre. Bienaventurada la que ha creído, porque lo que le ha dicho el Señor se cumplirá».

           María, pocos días después del anuncio de que iba a ser la Madre de Dios, en el que también se le informó del embarazo avanzado de su prima Isabel, se pone rápidamente en camino hacia la casa de ésta, situada en las montañas de Judea -unos ciento cuarenta kilómetros de Nazaret- para estar con ella en el proceso final de su gestación -sabemos que permaneció a su lado los tres meses que faltaban para el parto (Lc 1,56)-. Es éste un comportamiento de la Madre del Señor en el que, en su entera disposición de hacer la voluntad de Dios tal como había respondido al Ángel, se pone al servicio de aquéllos que necesitan de cuidados -el parto de Isabel, diríamos hoy, era, por su avanzada edad, de alto riego (Lc 1,18)-. De esta forma imitaba anticipadamente el comportamiento de su Hijo, que “no vino (a este mundo) a ser servido, sino servir” (Mt 20,28). 

           Al saludo de María, Isabel, movida por el Espíritu Santo, reacciona con una alegría desbordante. Tal como el evangelista interpreta el acontecimiento de la Visitación -los relatos evangélicos, siendo realmente históricos, están contados desde el plano de la fe y para potenciar la fe-, lo que sucede en el momento que comentamos y, particularmente, las palabras de Isabel, están inspiradas por el mismo Dios. No puede ser otro que el Espíritu el que mueve a Isabel a interpretar cosas tan banales -una visita o el normal movimiento del niño que tenía en su seno- como acontecimientos de enorme trascendencia, pues se trata -nada más y nada menos- de la entrada de Dios en la historia. Una entrada que, como brisa suave, se realiza en lo pequeño y por lo pequeño: el que no cabe en la inmensidad del Universo se encierra en el seno de una joven desconocida, nace en la más pequeña de las ciudades de Judá y vive oculto durante treinta años en otra aldea, igualmente desconocida y olvidada, Nazaret: “De Nazaret puede salir algo bueno” (Jn 1,46), decían los enemigos de Jesús para desprestigiarlo.

           “Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre, una felicitación muy parecida a la que recibió Judit de parte del rey Ozías (s. VIII a. C.), cuando ésta cortó la cabeza del general asirio Holofernes: “Bendita seas tú, hija del Dios altísimo, entre todas las mujeres de la tierra, y bendito el Señor Dios, que creó los cielos y la tierra, y te ha guiado hasta cortar la cabeza del jefe de nuestros enemigos” (Jd 13,18). Ignoramos si el evangelista relacionó la felicitación de Isabel con este pasaje del Antiguo Testamento, pero, sea como sea, nos es lícito comparar a María con Judit: si ésta aparece como mujer victoriosa por haber eliminado al jefe de los enemigos de Israel, María, con su “sí” a la voluntad de Dios, asegura el triunfo definitivo sobre el mal que llevará a cabo el Hijo de sus entrañas, el Bendito por antonomasia.

           “Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor”.

           En Isabel, la coprotagonista de este relato evangélico, contemplamos la profunda humildad que caracterizaba a los pobres de Yahvé. Como todos ellos, Isabel vivía de la fe en las promesas del Dios de los Padres, el Dios que saca lo que es de lo que no es, el Dios del que lo esperan todo aquéllos que se saben pequeños. Isabel, consciente de su pequeñez, nos da una perfecta lección de humildad, al asombrarse, conmocionada, de que la visite la madre de su Señor. Dios, que se sirve de unos para repartir su gracia a otros, hizo que en la escuela de Isabel aprendiera su hijo Juan la virtud de la humildad, de la que dio muestras en su misión de anunciador del Mesías: “Detrás de mí viene uno que es más fuerte que yo, aquél del que no soy digno de arrodillarme para desatar la correa de sus sandalias” (Jn 1,7). Y en otra ocasión dijo algo parecido: “Es preciso que él crezca y que yo disminuya” (Jn 3,30).

           “Bienaventurada la que ha creído, porque lo que le ha dicho el Señor se cumplirá

           Esta galantería de Isabel a María nos lleva a aquélla escena evangélica en la que los oyentes de Jesús hacen vivas a su Madre por haberlo llevado en su seno y por haberlo amamantado: “Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te amamantaron” (Lc 11,27). Jesús les responde que los que verdaderamente son felices son los “que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica" (Lc 11,28). Poner en práctica la Palabra de Dios es creer en ella y nadie como María creyó en Aquél que, habiendo creado el cielo y la tierra, quiso entrar en nuestra historia para hacerse uno de nosotros: “La Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1,14).

           “El relato evangélico de la Visitación -nos dice Benedicto XVI- nos muestra cómo la Virgen, después de la anunciación del Ángel, no retuvo el don recibido, sino que partió inmediatamente para ayudar a su anciana prima Isabel, quien llevaba seis meses gestando a Juan. En el apoyo ofrecido por María a su familiar, que vive, en edad avanzada, una situación delicada como el embarazo, vemos prefigurada toda la acción de la Iglesia en apoyo de la vida necesitada de cuidados” (Benedicto XVI, Homilía, 11 de Febrero de 2010).

 Oración sobre las ofrendas

           El mismo Espíritu, que colmó con su poder las entrañas de santa María, santifique, Señor, estos dones que hemos colocado sobre tu altar. Por Jesucristo, nuestro Señor.

           Vaso espiritual. Así invocamos a María en las letanías del Rosario. Las entrañas de María son ese vaso espiritual rebosante de gracia, la Gracia suprema que es el Dios con nosotros, hecho carne en su seno por obra del Espíritu Santo. En esta oración de ofertorio pedimos al Padre que haga santos los dones que, recibidos de Él, ofrecemos junto con el pan y con el vino; que, igual que ellos se van a convertir en el cuerpo y en la sangre de Cristo, seamos también nosotros colmados de santidad para que sea Él, Cristo, el que viva siempre en nosotros y a través de nosotros.

 Antífona de comunión

           Mirad: la Virgen está encinta y da a luz un hijo, y le pondrá por nombre Enmanuel (Is 7,14).

      El Hijo de Dios, que llevó en su seno María, va a entrar y morar en nuestro corazón. Que al recibirle en esta comunión nos transformemos realmente en Él, que nos identifiquemos con Él en sus pensamientos y en sus actitudes, y que esta transformación nuestra transforme también la vida de los que nos rodean.

 Oración después de la comunión

           Dios todopoderoso, después de recibir la prenda de la redención eterna, te pedimos que crezca en nosotros tanto el fervor para celebrar dignamente el misterio del nacimiento de tu Hijo, cuanto más se acerca la gran fiesta de la salvación. Por Jesucristo, nuestro Señor.

      La palabra “prenda” es sinónimo de aval o garantía: el sacramento que hemos recibido es, por ello, una garantía de que nuestra salvación y redención llegarán a su perfeccionamiento. Esta certeza debe ser estímulo suficiente para hacer crecer nuestra alegría y nuestro fervor ante la cercanía de la celebración del nacimiento de Jesús. Pero, dada nuestra inclinación al pecado y nuestra inconstancia, pedimos al Padre que, teniendo en cuenta los méritos de su Hijo querido, venga en ayuda de nuestro desvalimiento para que este crecimiento sea una realidad.