INMACULADA CONCEPCIÓN
DE LA BIENAVENTURADA VIRGEN MARÍA
Solemnidad
Antífona de entrada
Desbordo de gozo con el Señor y me alegro con mi Dios: porque me ha puesto un traje de salvación y me ha envuelto con un manto de justicia, como novia que se adorna con sus joyas (Is 61,10).
El profeta Isaías, contemplando una Jerusalén destruida por las tropas de Nabucodonosor, se alegra y sueña en su reconstrucción. La compara a una novia que, vestida y adornada con joyas, espera el momento inminente de unirse con su esposo. La Iglesia es la nueva Jerusalén que, adornada con las riquezas de Jesucristo, espera el momento de unirse a Él definitivamente. En María, Madre de la Iglesia, tenemos un anticipo de esta gloria del Señor: ella ya ha sido vestida de gala y espera con ansiedad la liberación de todos sus hijos.
Oración colecta
Oh, Dios, que por la Concepción Inmaculada de la Virgen preparaste a tu Hijo una digna morada y, en previsión de la muerte de tu Hijo, la preservaste de todo pecado, concédenos, por su intercesión, llegar a ti limpios de todas nuestras culpas. Por nuestro Señor Jesucristo.
Manifestamos al Padre nuestro deseo de ser liberados de todas nuestras culpas e infidelidades para poder ser presentados en su presencia “santos e inmaculados en el amor (Ef 1,4). Nuestra plegaria se apoya en la intercesión de María, la primera morada de su Hijo, la cual, en previsión de los méritos de éste, vino a este mundo libre de toda actitud contraria al querer de Dios, permaneciendo en esta fidelidad durante toda su vida en la tierra.
Lectura del libro del Génesis 3, 9-15.20
Después que Adán comió del árbol, el Señor Dios llamó al hombre y le dijo: «¿Dónde estás?» «Oí tus pasos por el jardín, respondió él, y tuve miedo porque estaba desnudo. Por eso me escondí.»El replicó: «¿Y quién te dijo que estabas desnudo? ¿Acaso has comido del árbol que yo te prohibí?»El hombre respondió: «La mujer que pusiste a mi lado me dio el fruto y yo comí de él.» El Señor Dios dijo a la mujer: «¿Cómo hiciste semejante cosa?» La mujer respondió: «La serpiente me sedujo y comí.» Y el Señor Dios dijo a la serpiente: «Por haber hecho esto, maldita seas entre todos los animales domésticos y entre todos los animales del campo. Te arrastrarás sobre tu vientre, y comerás polvo todos los días de tu vida. Pondré enemistad entre ti y la mujer, entre tu linaje y el suyo. El te aplastará la cabeza y tú le acecharás el talón.» El hombre dio a su mujer el nombre de Eva, por ser ella la madre de todos los vivientes.
Lo recordamos desde nuestras primeras catequesis. Dios planta un jardín poblado con toda clase de árboles. Entre ellos hay dos especiales: el árbol de la vida, situado en el centro del jardín, y el árbol del conocimiento del bien y del mal (el autor sagrado no precisa el lugar donde se encuentra este segundo árbol). Él Señor confía este jardín a Adán para que lo guarde y lo cultive, y le da esta consigna: “De cualquier árbol del jardín puedes comer, mas del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás, porque el día que comieres de él, morirás sin remedio” (Gén 2, 16-17). Después, y para que Adán no esté solo, Dios crea a la mujer de una de sus costillas (Gén 2, 21-23).
Y así los dos vivían en paz y armonía hasta que un día sale a escena la serpiente, el más astuto de los animales. Haciéndose el encontradizo con Eva, la sorprende con estas palabras: “¿Cómo es que Dios os ha dicho: No comáis de ninguno de los árboles del jardín?”. Dios nos permite comer de todos los árboles del jardín -respondió Eva-, pero, para que no muramos, nos ha prohibido comer del árbol del bien y del mal. No moriréis, le espetó la serpiente. Al contrario. Dios sabe que el día que comáis de ese árbol seréis como Él, conocedores del bien y del mal. La mujer, ante lo irresistible de ser como Dios, se deja convencer y come del fruto prohibido y se lo ofrece a su marido, que también comió. En ese momento se abrieron los ojos de ambos y sintieron vergüenza al darse cuenta, por primera vez, de que estaban desnudos. La candidez y transparencia entre ellos así como la espontánea confianza con Dios quedó truncada. En lugar de ser como Dios, descubren su profunda miseria y se esconden para no ser vistos por Él. Pero Dios, a pesar de haber sido truncado el proyecto primigenio que había ideado con la humanidad, no abandona al hombre, sino que permanece en el jardín y entabla un diálogo con los que le han desobedecido.
Observando su actitud huidiza por sentirse desnudo, se acerca a Adán y le interroga por la causa de la misma: “¿es que has comido del árbol del que te prohibí comer? Adán se justifica responsabilizando a su mujer: “La mujer que me diste como compañera me ofreció del fruto, y comí”.La mujer, por su parte, echa la culpa a la serpiente: “La serpiente me sedujo y comí”.
De las palabras que hemos comentado brevemente y del texto en general podemos extraer unas conclusiones que nos ayudarán a un correcto planteamiento del problema del origen del mal, con las repercusiones espirituales correspondientes en el desarrollo de nuestra vida espiritual.
La primera conclusión es que el mal no está en el hombre ni procede del hombre. Frente a otras muchas civilizaciones pesimistas, que consideran al ser humano intrínsecamente malo, la Revelación judeocristiana afirma que el mal, aunque afecta profundamente al hombre, no tiene su origen en el hombre, sino en las circunstancias y falsas maneras de ver la realidad, las cuales tienen la fuerza de seducir y engañar al hombre, llevándolo, por falsos caminos, a su perdición. Nada más lejos de la fe bíblica la afirmación del filósofo de que el hombre es intrínsecamente malo, de que “es un lobo para el hombre”. La tarea de los profetas en la Antigua Alianza consistió básicamente en aleccionar a Israel para apartarlos de los falsos caminos y de las innumerables seducciones que lo desviaban del cumplimiento de la Alianza.
Otra conclusión fundamental que extraemos de este texto es que el mal es maldecido por Dios. Así lo colegimos de las palabras de Dios a la serpiente: “maldita tú entre todo el ganado y todas las fieras del campo”. Toda la cólera de Dios que vemos reflejada a lo largo de los Escritos Sagrados va dirigida contra la serpiente del mal, contra todo lo que intenta destruir al ser humano. El mal, por lo tanto, no procede de Dios ni forma parte de la naturaleza humana. Adán y Eva tenían razón al querer ser como Dios, ya que fueron creados a su imagen y semejanza, pero, engañados por la serpiente, se equivocaron al pretenderlo por ellos mismos.
Una tercera conclusión que vemos reflejada en el texto sagrado es que no todo está perdido. En las palabras de Dios a la serpiente se anuncia también un combate en el que el mal será plenamente vencido: “(la mujer) te aplastará la cabeza cuando tú la hieras en el talón”.
La tradición cristiana ha querido ver en estas palabras un anuncio lejano de la victoria de la Nueva Eva, María. En este sentido, y aunque el autor sagrado no tenía ni podía tener en su mente esta perspectiva, se ha hablado de con cierta coherencia de un protoevangelio. Como muestra de esta tradición constatamos las innumerables pinturas e imágenes de María pisando la cabeza de la serpiente, es decir, del mal.
[En la elaboración de este comentario, como de otros muchos, he seguido muy de cerca las ideas de Marie Noël Thabut]
Salmo reponsorial - 97, 1-4
El Señor revela a las naciones su salvación.
La beneficiaria del proyecto benevolente de Dios es toda la humanidad, no sólo el pueblo de Israel. “Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1Tim 2,4). Es éste el encargo de Jesús a los apóstoles en el momento de ascender al cielo, un encargó que es también para nosotros: «Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación” (Mc 15,16)
Cantad al Señor un cántico nuevo, porque ha hecho maravillas;
su diestra le ha dado la victoria, su santo brazo.
El salmista, al recordar las maravillas de Dios con su pueblo, saca fuera la alegría que lo embarga, pues se siente incapaz de retenerla para sí sólo. Debe compartirla con sus amigos y con todo el pueblo para que todos alaben y reconozcan a través de la música la grandeza, el poder y la santidad de su Dios. Esta alegría no debe exteriorizarse con los cantos aburridos del pasado, sino con “un canto nuevo”, que brote espontáneo del corazón, de acuerdo con las siempre sorprendentes manifestaciones del amor de Dios: las nuevas gracias requieren nuevas expresiones de gratitud. La última hazaña de Dios es que nos ha manifestado este amor dando su vida por nosotros, algo inaudito y absolutamente inesperado, algo que nos seguirá sorprendiendo en este mundo y en el otro. “Renovaos en el espíritu de vuestra mente y vestíos del hombre nuevo, creado según Dios en justicia y santidad verdaderas” (Ef 4,23-24)
El Señor da a conocer su victoria, revela a las naciones su justicia. Se acordó de su misericordia y su fidelidad en favor de la casa de Israel.
En la segunda estrofa se insiste en los mismos motivos para la alabanza: en la victoria del Señor sobre sus enemigos y en la manifestación de su justicia y santidad a todos los pueblos. El salmista expresa su gratitud por la misericordia y fidelidad de Dios “en favor de la casa de Israel”. Nosotros somos la nueva casa de Israel y con nosotros ha tenido, y tendrá siempre, misericordia para hacernos partícipes de su gloria y de su bondad.
La victoria de Dios, conseguida por Cristo, es también nuestra victoria. Con Cristo nos hemos liberado de todo lo que nos esclaviza. Cuando nos encontremos agobiados y no veamos salida a nuestros problemas y desconsuelos, agarrémonos fuertemente a la promesa de Cristo: “En el mundo tendréis aflicción; pero confiad, yo he vencido al mundo” (Jn 16,33).
Dios ha manifestado a través de Cristo su justicia, es decir, su santidad, santidad a la que estamos llamados. “Sed santos, como vuestro Padre celestial es santo (Mt 5, 48), nos dice el mismo Cristo. Está fuera de lugar la opinión, no tan infrecuente y que, por cierto, muchos cristianos la seguimos en la práctica, de que los santos son para admirar, no para imitar, de que la santidad es sólo para un determinado número de elegidos. Es ésta una opinión contraria al modo de actuar de Dios, que “no hace acepción de personas” y a la tradición de la Iglesia, que siempre ha recomendado la llamada a la santidad de todos los miembros del pueblo de Dios. ¡Cuántas personas a lo largo de los siglos, la mayor parte de ellas anónimas, han llevado el Evangelio a todos los rincones de su vida! Son los santos de la puerta de al lado de los que habla el papa Francisco.
Los confines de la tierra han contemplado la victoria de nuestro Dios. Aclama al Señor, tierra entera; gritad, vitoread, tocad.
El salmista insiste. Todos los pueblos de la tierra han contemplado la victoria del Señor, victoria que -repetimos- es también nuestra victoria. Con Cristo hemos vencido, con Él hemos resucitado y con Él, aunque todavía en esperanza, nos hemos sentado a la derecha del Padre. Seguimos en esta tierra, pero ya somos ciudadanos del cielo. Que nuestra mente esté siempre ocupada en los bienes de nuestra verdadera patria. Vivamos ya desde esa ciudad a la que estamos destinados; disfrutemos desde ahora, aunque sea en esperanza, de los bienes de arriba; practiquemos la actividad propia de nuestro futuro, la actividad del amor: “Amémonos unos o otros, porque el amor es de Dios y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios” (1Jn 4,7). Ante este radiante y dichoso panorama, invitemos a todos los hombres a la alabanza a nuestro Dios con gritos, con vítores, con instrumentos musicales. ¡No es para menos!
Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los cristianos de Éfeso - 1, 3-6. 11-12
Bendito sea Dios, el Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en Cristo con toda clase de bienes espirituales en el cielo, y nos ha elegido en él, antes de la creación del mundo, para que fuéramos santos e irreprochables en su presencia, por el amor. El nos predestinó a ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo, conforme al beneplácito de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia, que nos dio en su Hijo muy querido. En él hemos sido constituidos herederos, y destinados de antemano -según el previo designio del que realiza todas las cosas conforme a su voluntad- a ser aquéllos que han puesto su esperanza en Cristo, para alabanza de su gloria.
La acostumbrada acción de gracias de casi todas las cartas de San Pablo, que antecede al desarrollo del tema principal, es sustituida, en esta ocasión, por este himno, una de las páginas más densas en teología espiritual de todo el Nuevo Testamento.
El apóstol bendice a Dios por habernos Él bendecido en Cristo con toda clase de gracias espirituales en los cielos, gracias que, debidas al Espíritu que habita en nosotros, adelantan ya aquí los bienes celestiales y eternos a los que estamos destinados.
No somos un producto de la naturaleza, sino del amor de Dios que, desde toda la eternidad, ha pensado en nosotros para que, incorporados a Cristo, seamos sus hijos y participemos de su santidad y de su amor de una forma intachable. Dios, aunque conoce mejor que nadie nuestra debilidad y nuestras limitaciones, rechaza nuestra mediocridad; no se contenta con que seamos buenas personas, sino que tiene para cada uno de nosotros un proyecto grandioso: “Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto”(Mt 5, 48). Pensamos casi siempre -de ello se ha hablado en el comentario de salmo- que la santidad es para otros. Éste es un pensamiento totalmente equivocado e injusto con Dios que, como bien sabemos, no hace acepción de personas. ¿Qué Dios es éste que concede la alegría de ser santos sólo a algunos? Quizá sea ésta la causa de esta actitud: la de no creernos que ser santo es la mayor felicidad con la que podamos soñar y la mayor alegría que puede caber en nuestro ser.
San Pablo da gracias a Dios por la fe y la caridad de los efesios y pide que les siga iluminando para que puedan entender la grandeza de la esperanza cristiana, esperanza que no puede fallar, ya que se apoya en el poder de Dios, tan claramente manifestado en lo realizado con Jesucristo. La salud es uno de los bienes mejor valorados y deseados en nuestra sociedad, pero, al referirnos exclusivamente a la salud física, nos mantenemos a ras de tierra, haciendo honor a la mediocridad. San Pablo da gracias a Dios por la salud de los efesios, refiriéndose a la verdadera salud, a aquélla que procede de la fe, de la esperanza y del amor, y pide que Dios siga iluminando su entendimiento para que calibren de verdad el inmenso beneficio que comporta la esperanza cristiana. El estar imbuidos de esta esperanza es lo que ha llevado a los santos a desprenderse de todos los bienes de este mundo para escoger el único Bien y la única felicidad posible. Pensamos que ser cristianos es estar comprometidos humana y socialmente, y es verdad, pero, para que este compromiso sea auténtico, debe estar firmemente enraizado en nuestra unión con Dios, en la esperanza a la que hemos sido convocados y en la inmensa riqueza que se nos ha prometido.
“Ningún hombre podría vislumbrar para sí un destino tan desmesurado. Sólo el Espíritu de Dios, que ha sido derramado en nuestros corazones, nos hace capaces de tal osadía: la de considerarnos herederos de toda la riqueza de gloria de Dios” (Urs von Balthasar, Luz de la Palabra).
Aclamación al Evangelio - Lc 1, 28
Aleluia. Alégrate, María, llena de gracia, el Señor está contigo, bendita tú entre las mujeres.Aleluia.
Lectura del santo evangelio según san Lucas - 1,26-38
En el mes sexto, el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa de David; el nombre de la virgen era María. El ángel, entrando en su presencia, dijo: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo». Ella se turbó grandemente ante estas palabras y se preguntaba qué saludo era aquel. El ángel le dijo: «No temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios. Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David, su padre; reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin». Y María dijo al ángel: «¿Cómo será eso, pues no conozco varón?» El ángel le contestó: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el Santo que va a nacer será llamado Hijo de Dios. También tu pariente Isabel ha concebido un hijo en su vejez, y ya está de seis meses la que llamaban estéril, porque para Dios nada hay imposible». María contestó: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra». Y el ángel se retiró.
Galilea es una región de Palestina que, por su distancia de Jerusalén y por la mezcla de sus habitantes con otros pueblos, no era bien vista por los judíos. Nazaret, pese a que San Lucas la llame ciudad, era una pequeña y pobre aldea, cuya importancia radica sólo en el hecho cristiano.
A este lugar es enviado el ángel Gabriel para anunciar a una virgen que iba a ser la madre del Salvador. No cabe duda alguna sobre la virginidad de María, ya que lo queda claro el propio evangelista:“una virgen desposada con un hombre llamado José”, y lo da a entender María cuando pide una explicación sobre lo que se le anuncia: “¿Cómo será eso, pues no conozco varón?”.
El ángel no dice: alégrate, María, llena de gracia, sino “Alégrate, llena de gracia”, lo que puede significar, según los comentarios más antiguos, que en ese momento Dios cambiaría el nombre a María por el de “La llena de gracia”. Y no es para menos, pues -continúa el ángel- “El Señor está contigo”. Ésta es la gran razón para que esté alegre: Dios se ha complacido en ella y, como dirá a su prima Isabel, “Dios ha obrado en ella (en mí) cosas grandes” (Lc 1,49). María se turba ante esta inesperada visita, no tanto por el saludo mismo o debido al temor ocasionado por la aparición del ángel, como fue el caso de Zacarías, sino por el contenido del saludo: “No temas, María, pues has hallado gracia delante de Dios, pues concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo al que llamarás Jesús”. Otra vez nos encontramos con la lógica de Dios, tan distinta de la lógica de este mundo: la grandeza se manifiesta en la pequeñez, la riqueza en la pobreza, lo que es en lo que no es, el que no cabe en el universo entero se encierra como criatura en el vientre de una humilde doncella. Los caminos y los planes de Dios nada tienen que ver con nuestros modos de entender la realidad. Dios nos salva haciéndose insignificante: “Al que va a nacer de tí lo llamarás Jesús ( = Dios salva)”. Y ahora viene la paradoja. Esta criatura tan insignificante será grande a los ojos de Dios y “será llamado el Hijo del Altísimo”. El Altísimo le dará el reino que prometió a David, un reino que no tendrá fin. Se está cumpliendo en este momento la profecía de Natán: “Yo seré para él un padre y él será para mí un hijo. Tu casa y tu reino se mantendrán siempre firmes ante mí, tu trono durará para siempre”.
Ante la pregunta de María sobre el cómo se realizará esta concepción, el ángel es explícito: el Espíritu Santo vendrá sobre ella y el poder del Altísimo la cubrirá con su sombra. María, el fruto más exquisito de la descendencia de Abraham, es arropada por la sombra fecunda del Espíritu Santo, como la nube que cubría y guiaba al pueblo en su marcha por el desierto hacia la Tierra prometida. Por eso lo que de ella nacerá será llamado Santo e Hijo de Dios. La señal de que lo que el ángel anuncia sucederá es la concepción, por obra también de Dios, de su prima Isabel que, en su ancianidad y siendo estéril, se encuentra en avanzado estado de gestación, ya que para Dios nada es imposible.
El encuentro termina con la respuesta de María. En ella se llama a sí misma esclava del Señor, es decir, se sabe dependiente en todo del querer de Dios. Acepta con agrado y con alegría el mandato del Señor, consciente, como los pobres de Yahvé (los anawin), de que toda su esperanza y toda su riqueza está en Dios: “He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según su palabra”.
Oración sobre las ofrendas
Señor, recibe complacido el sacrificio salvador que te ofrecemos en la solemnidad de la Inmaculada Concepción de santa María Virgen y, así como reconocemos que la preservaste, por tu gracia, limpia de toda mancha, guárdanos también a nosotros, por su intercesión, libres de todo pecado. Por Jesucristo, nuestro Señor.
Presentamos al Padre de todos los hombres el pan y el vino y, con ellos, todas nuestras preocupaciones y ganas de seguir a Jesús, una pequeña aportación que será convertida en “sacrificio salvador”, pues nos va a entregar una vez más a su Amado Hijo para ser como Él y actuar como Él actuó en esta tierra. Este ofrecimiento lo hacemos en el día grande de María Inmaculada, que, por su “sí” al Ángel Gabriel, quedó preservada de toda la podredumbre de nuestro egoísmo. A este Padre común le pedimos que, por la intercesión de la Madre del Salvador, nos preserve de todo aquello que frena nuestro caminar a la santidad.
Antífona de comunión
Qué pregón tan glorioso para ti, Virgen María, porque de ti ha nacido el sol de justicia, Cristo, nuestro Dios.
¡Abajo el pesimismo! El nacimiento del Sol de Justicia que pregonó el profeta Malaquías (Mal 4,2) se ha hecho realidad en el parto virginal de María. Invitados por la liturgia, nos alegramos de que Cristo, Luz del mundo, quiera ocupar nuestro corazón. Acerquémonos a comulgar impregnados de este entusiasmo: la intimidad de Dios con nosotros y de nosotros con Dios ha sido definitivamente restablecida.
Oración después de la comunión
Señor Dios nuestro, el sacramento que hemos recibido repare en nosotros las heridas de aquel primer pecado del que preservaste de modo singular la Concepción inmaculada de la santísima Virgen María. Por Jesucristo, nuestro Señor.
La espontánea confianza del hombre con Dios en el inicio de todo quedó truncada con la desobediencia de Adán y Eva. Así lo comentábamos en la primera lectura. Desde ese momento todos los seres humanos quedaron afectados por las consecuencias negativas de este primer pecado, todos menos la que iba a engendrar en su seno al restaurador del proyecto benevolente de Dios con la humanidad. En efecto. María quedó preservada, por los méritos de su Hijo, de toda culpa y, por ello, es la primera criatura humana en la que brilló de modo singular la gracia de la redención. En esta oración, con la que concluye la celebración de la Concepción Inmaculada de María, pedimos al Padre que “el sacramento que hemos recibido” subvierta en nosotros las consecuencias negativas del primer pecado en favor de la construcción del hombre nuevo surgido en la Resurrección de Cristo.