Cuarto domingo de Adviento Ciclo C
Antífona de entrada
Cielos, destilad desde lo alto; nubes derramad al Justo; ábrase la tierra y brote al Salvador (cf. Is 45,8).
Los tiempos mesiánicos constituían la gran esperanza para Israel, ya que en ellos se instauraría un reinado de justicia y de paz entre los ciudadanos y entre éstos y el Mesías. El profeta, haciéndose eco de esta esperanza, lanza una exclamación al cielo y a la tierra: que el primero derrame sobre nosotros la santidad y la justicia, y que de la tierra, fecundada con tanta bondad, brote el que viene a salvarnos, el Sol de justicia que ilumina a todos los que habitamos en un mundo en tinieblas y en sombras de muerte: “Por la entrañable misericordia de nuestro Dios nos visitará el sol que nace de lo alto” (Lc 1,78)
Oración colecta
Derrama, Señor, tu gracia en nuestros corazones, para que, quienes hemos conocido, por el anuncio del ángel, la encarnación de Cristo, tu Hijo, lleguemos, por su pasión y su cruz, a la gloria de la resurrección. Por nuestro Señor Jesucristo.
Nuestra santificación no es obra del esfuerzo personal, sino de la gracia de Dios que, mediante el Espíritu Santo, obra en todo momento en nuestro interior. Si no percibimos cambios en nuestros criterios, en nuestras actitudes o en nuestra conducta, es debido a que no escuchamos la voz de este Espíritu. Y, si no la escuchamos, es porque, perdidos quizá en los ajetreos de este mundo, no la consideramos como lo más primordial de nuestra vida. El que la Iglesia ponga en nuestros labios que el Señor derrame su gracia en nuestros corazones es para que deseemos esta gracia con todas nuestras fuerzas. Lo hemos oído muchas veces: Dios nos concede sus dones en la medida de nuestros deseos. Si así lo hacemos, los que hemos creído que Cristo se hizo hombre entenderemos que se hizo hombre por nosotros, para que, incorporados a Él, sufriendo y muriendo con Él, seamos, como Él, glorificados. Y así será. Dios no se echa atrás en sus promesas.
Lectura de la profecía de Miqueas 5,1-4a
Esto dice el Señor: «Y tú, Belén Efratá, pequeña entre los clanes de Judá, de ti voy a sacar al que ha de gobernar Israel; sus orígenes son de antaño, de tiempos inmemoriales. Por eso, los entregará hasta que dé a luz la que debe dar a luz, el resto de sus hermanos volverá junto con los hijos de Israel. Se mantendrá firme, pastoreará con la fuerza del Señor, con el dominio del nombre del Señor, su Dios; se instalarán, ya que el Señor se hará grande hasta el confín de la tierra. Él mismo será la paz».
El contenido del libro de Miqueas, tal como lo conocemos hoy, es un conjunto de oráculos, unos amenazadores contra aquéllos que están alejados de Dios y de la Alianza, y otros que intentan animar a aquéllos que, deseando sinceramente ser fieles al Dios de sus padres en unas circunstancias adversas, corren el peligro de abandonar su fe.
El oráculo que hoy nos presenta la lectura pertenece a estos últimos. El pueblo al que se dirige el profeta vive una situación de incertidumbre y desconcierto -lo leemos entre líneas-, muy propicia al cansancio y a caer en la tentación de la deserción. Si el que escribe estas líneas es el profeta Miqueas, contemporáneo del primer Isaías, estamos hablando de la opresión que el Imperio asirio ejercía sobre la comunidad de Israel, tanto sobre la del reino del Norte, como sobre la del reino de Judá. Si se trata de un texto escrito por un autor posterior, como para muchos exégetas sugiere el estilo literario del mismo, tendríamos que situarnos en otra época, probablemente después del destierro, en la que ha desaparecido la realeza y en la que no se vislumbran por ninguna parte signos de la venida del descendiente de David. En cualquier caso, se trata de situaciones desesperanzadas que requieren un discurso que levante el ánimo del pueblo y vuelva a aparecer para él la estrella de la esperanza.
El autor sagrado, un hombre de fe que habla en nombre de Dios, nos hace ver que la solución sólo puede venir de Dios, el cual decide y obra siempre de modos insospechados para el hombre, pues sus caminos -lo hemos oído muchas veces- no son nuestros caminos y los planes de Dios no son nuestros planes (Is 55,8). La salvación no vendrá de la mano de los poderosos, sino de los humildes; el Salvador de Israel -y de la humanidad- no procederá de los centros de poder político, religioso o militar, sino de los lugares que apenas cuentan -si es que cuentan algo-, en este caso, de una de las aldeas más insignificantes del reino de Judá, de la aldea de Belén: “Y tú, Belén Efratá, pequeña entre los clanes de Judá, de ti voy a sacar al que ha de gobernar Israel”.
Los orígenes del que va a gobernar Israel “son de antaño, de tiempos inmemoriales”, una probable alusión a la promesa que, en sus días, hiciera Natán a David, el cual era originario de Belén: “Era David hijo de un efrateo de Belén de Judá, llamado Jesé”(1 Sam 17,12). Y, al mismo tiempo, y trascendiendo el texto bíblico y la intención del autor sagrado, podemos pensar en el origen inmemorial y divino de Jesús, el verdadero descendiente: “En verdad os digo que antes que Abraham naciera, soy yo” (Jn 8 58). Con esta insistencia en que el Esperado de las naciones procederá de la pequeña aldea de Belén, el profeta nos hace ver que el poder y la gloria de Dios se manifiestan en la pequeñez y en la debilidad. Así lo canta María “que, ensalzando la grandeza de su Dios, se alegra por haber mirado la humildad de su esclava” (Lc 1,48).
El momento de esta salvación tendrá lugar cuando “dé a luz la que debe dar a luz”, una alusión, también más que probable, a la profecía que, unos años antes, había hecho Isaías: “He aquí que una doncella está encinta y va a dar a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel” (Is 7,14). E, igualmente, trascendiendo la intención del autor sagrado, un preanuncio del nacimiento virginal de Jesús, el Salvador de la humanidad, en el pueblecito de Belén. Un rey nacerá de la descendencia de David, una promesa que, desde que la predijo el profeta Natán, se repite a lo largo de los siglos, un rey que “se mantendrá firme y pastoreará con la fuerza del Señor”, un rey que llevará la justicia y la paz, no solamente a Israel, sino a toda la humanidad, “hasta el confín de la tierra”.
Salmo responsorial – 79
Oh, Dios, restáuranos, que brille tu rostro y nos salve.
Pastor de Israel, escucha; tú que te sientas sobre querubines, resplandece; despierta tu poder y ven a salvarnos.
El salmo 79 es una lamentación y, al mismo tiempo, una súplica. El salmista se sirve de la imagen del pastor para invocarle: “Pastor de Israel, escucha”. Desde la parte superior del arca de la alianza, sentado en medio de los querubines, el Señor guía a su pueblo por el desierto, lo protege en los peligros y lo defiende de los enemigos. Haciendo nuestra la oración del salmista, pedimos al Señor que irradie su presencia luminosa sobre nosotros para que nos convirtamos en luz que ilumine las oscuridades de este mundo: “Contempladlo y quedaréis radiantes” (Sal 34,6). Que el poder del Señor haga efectiva entre nosotros su salvación y nos haga superar los obstáculos que puedan impedir nuestro caminar hacia la unión con Cristo y con nuestros hermanos.
Dios del universo, vuélvete: mira desde el cielo, fíjate, ven a visitar tu viña. Cuida la cepa que tu diestra plantó y al hijo del hombre que tú has fortalecido.
La viña del Señor está abandonada e indefensa, ha caído su albarrada y está expuesta a que la pisoteen los viandantes y la destrocen los animales salvajes. El salmista se lamenta: ¿para qué tanto trabajo y solicitud con la viña que tú plantaste y que con tanto mimo cuidaste, si en este momento consientes que esté desamparada? Como miembros de la Iglesia, la nueva viña del Señor, contemplamos la dejadez y el descuido a que está siendo sometida por parte de quienes formamos parte de ella. ¿Estamos los cristianos comprometidos, con nuestra oración sincera y con nuestras buenas obras, en el mantenimiento y perfeccionamiento de la Iglesia? ¿Ponemos de nuestra parte para sea realmente “luz de los pueblos”? ¿Cumplimos los cristianos con el mandato del Señor de vivir unidos de tal manera, que el mundo vea en nosotros un modelo de fraternidad para todos los hombres?
Que tu mano proteja a tu escogido, al hombre que tú fortaleciste. No nos alejaremos de ti: danos vida, para que invoquemos tu nombre.
Ante los enemigos, que, merodeando, están continuamente acechando a Israel, el salmista pide a Dios que defienda y proteja a Israel, al que ha elegido y al que ha hecho fuerte, y le promete, en nombre de su pueblo, que no volverán a alejarse de Él. Reconociendo que es el Señor el que da la vida, le suplica que les ayude para poder seguir teniendo con Él la relación para la que fueron elegidos:“Danos vida para que invoquemos tu nombre”. El saber que, en todo momento y por todas partes, estamos rodeados de enemigos que tratan de impedir nuestra unión con Cristo y con los hombres (la falta de fe, los deseos de cosas que sólo sirven para darnos una felicidad momentánea y pasajera, el pasar de largo ante la pobreza y soledad de nuestros hermanos necesitados) es un motivo para intensificar nuestra vigilancia que, hoy, nos recomienda la liturgia: “No nos alejaremos de Ti. Danos vida para que invoquemos tu nombre”. Señor, potencia en nosotros la luz de la fe que recibimos el día de nuestro bautismo; que esta fe fructifique en buenas obras con nuestros hermanos; que sintamos hacia ellos el amor que Tú has derramado sobre la humanidad, poniendo sus necesidades y problemas al mismo nivel que los nuestros. Entonces, y sólo entonces, seremos de verdad felices y nos sentiremos salvados.
Lectura de la carta a los Hebreos - 10,5-10
Hermanos: Al entrar Cristo en el mundo dice: «Tú no quisiste sacrificios ni ofrendas, pero me formaste un cuerpo; no aceptaste holocaustos ni víctimas expiatorias. Entonces yo dije: He aquí que vengo –pues así está escrito en el comienzo del libro acerca de mí– para hacer, ¡oh Dios!, tu voluntad». Primero dice: «Tú no quisiste sacrificios ni ofrendas, ni holocaustos, ni víctimas expiatorias», que se ofrecen según la ley. Después añade: «He aquí que vengo para hacer tu voluntad». Niega lo primero, para afirmar lo segundo. Y conforme a esa voluntad todos quedamos santificados por la oblación del cuerpo de Jesucristo, hecha una vez para siempre.
El autor sagrado pone en labios de Cristo, cuando descendió a nuestro mundo, estas palabras del salmo 39 con las que comienza la lectura. La actividad religiosa de un pueblo como el judío estaba marcada por las ofrendas y sacrificios de animales con el fin de conseguir el perdón de los pecados. Pero ya en los salmos se relativizan estos sacrificios externos y se aboga por una actitud interior en la que se ponga de relieve la disposición de la persona a realizar lo que realmente agrada a Dios: “No aceptaste holocaustos ni víctimas expiatorias. Entonces dije; He aquí que vengo (...) para hacer, ¡oh Dios!, tu voluntad”.
Heme aquí, Señor. Fue la actitud de Jesús desde el inicio de su vida en la tierra, una actitud que ya anunciaron con su vida las personas piadosas del Antiguo Testamento y los que, imitando a Cristo, han continuado su obra.
- Pensemos en la vida de Abraham, el padre de nuestra fe, una vida marcada por una sola cosa: estar siempre a disposición del Señor en un mundo lleno de dificultades y incertidumbres y a pesar de tener que aceptar la orden de sacrificar a su hijo Isaac, lo que, a ojos humanos, contradecía la promesa de ser el padre de un pueblo numeroso
- Ahí está, por otra parte, el episodio de Moisés en la zarza ardiente: reconociendo su indignidad, se puso, sin titubear, a disposición del Señor para librar a su pueblo de los egipcios, y fue esta disponibilidad la que le convirtió en el gran director y guía de los israelitas a través del desierto, camino de la tierra prometida.
- Otro ejemplo de docilidad al Señor lo tenemos en el profeta Samuel. A la voz que, durante el descanso nocturno, le llamaba insistentemente, respondió, aconsejado por el sacerdote Elí: “Habla, Señor, que tu siervo escucha” (1 Sam 3,10). Esta disponibilidad la mantuvo durante toda su vida e hizo de él el comprometido servidor del Señor hasta tal punto, que se encaró con el propio rey Saúl por presumir de haber ofrecido al Señor animales grandes y pequeños: “¿Acaso se complace Yahveh en los holocaustos y sacrificios como en la obediencia a su palabra? Mejor es obedecer que sacrificar, mejor la docilidad que la grasa de los carneros” (1 Sam 15,22).
Esta insistencia del autor sagrado en la disponibilidad al Señor es para nosotros una lección atractiva, pero también exigente. Ya no vale, para eludir nuestra responsabilidad en la transmisión del Evangelio, escudarnos en la ignorancia, falta de preparación, incompetencia o sentimiento de indignidad: Dios nos quiere como somos y sólo desde nuestro modo de ser somos útiles a su Reino. El autor sagrado aplica el salmo 39 a Jesucristo, pues nadie como Él ha podido decir con plena verdad las palabras del mismo: “He aquí que vengo para hacer ¡oh Dios! tu voluntad”. Esta entrega de Jesús a la voluntad del Padre no comienza la tarde del Jueves Santo, es decir, no fue sólo su pasión y muerte el contenido de su ofrenda, sino toda su vida: “Al entrar Cristo en el mundo, dice: «Tú no quisiste sacrificios ni ofrendas, pero me formaste un cuerpo”. Y nosotros, que por el bautismo formamos parte del Cuerpo de Cristo, debemos hacer nuestra su disposición a cumplir la voluntad de Dios en las circunstancias en que nos toque vivir: “No todo el que me diga: "Señor, Señor, entrará en el Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial” (Mt 7, 21). El hecho de que esta obediencia al querer de Dios “valga mucho más que los sacrificios y holocaustos” no significa que debamos suprimir nuestros ritos religiosos y nuestras celebraciones litúrgicas, pero sabiendo también que éstos carecen de valor, si no van acompañados de la disponibilidad a servir a Dios y a los hombres.
Terminamos con otro “heme aquí para hacer tu voluntad”, éste de un santo de nuestro tiempo, Charles de Foucauld:
“Padre, me pongo en tus manos. Haz de mí lo que quieras: sea lo que sea, te doy gracias, estoy dispuesto a todo, lo acepto todo con tal que tu voluntad se cumpla en mí y en todas tus criaturas”.
[En el comentario a esta segunda lectura he seguido a mi modo, y por lo que se refiere a los aspectos bíblicos, el planteamiento que de la misma hace la biblista y teóloga francesa Marie Noëlle Thabut]
Aclamación al Evangelio
Aleluya, aleluya, aleluya. Mirad: la Virgen concebirá y dará a luz un hijo y le pondrán por nombre Enmanuel, «Dios con nosotros».
Lectura del santo evangelio según san Lucas - 1,39-45
En aquellos días, María se levantó y se puso en camino de prisa hacia la montaña, a una ciudad de Judá; entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. Aconteció que, en cuanto Isabel oyó el saludo de María, saltó la criatura en su vientre. Se llenó Isabel de Espíritu Santo y, levantando la voz, exclamó: «¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? Pues, en cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre. Bienaventurada la que ha creído, porque lo que le ha dicho el Señor se cumplirá».
María, pocos días después del anuncio de que iba a ser la Madre de Dios, en el que también se le informó del embarazo avanzado de su prima Isabel, se pone rápidamente en camino hacia la casa de ésta, situada en las montañas de Judea -unos ciento cuarenta kilómetros de Nazaret- para estar con ella en el proceso final de su gestación -sabemos que permaneció a su lado los tres meses que faltaban para el parto (Lc 1,56)-. Es éste un comportamiento de la Madre del Señor en el que, en su entera disposición de hacer la voluntad de Dios tal como había respondido al Ángel, se pone al servicio de aquéllos que necesitan de cuidados -el parto de Isabel, diríamos hoy, era, por su avanzada edad, de alto riego (Lc 1,18)-. De esta forma imitaba anticipadamente el comportamiento de su Hijo, que “no vino (a este mundo) a ser servido, sino servir” (Mt 20,28).
Al saludo de María, Isabel, movida por el Espíritu Santo, reacciona con una alegría desbordante. Tal como el evangelista interpreta el acontecimiento de la Visitación -los relatos evangélicos, siendo realmente históricos, están contados desde el plano de la fe y para potenciar la fe-, lo que sucede en el momento que comentamos y, particularmente, las palabras de Isabel, están inspiradas por el mismo Dios. No puede ser otro que el Espíritu el que mueve a Isabel a interpretar cosas tan banales -una visita o el normal movimiento del niño que tenía en su seno- como acontecimientos de enorme trascendencia, pues se trata -nada más y nada menos- de la entrada de Dios en la historia. Una entrada que, como brisa suave, se realiza en lo pequeño y por lo pequeño: el que no cabe en la inmensidad del Universo se encierra en el seno de una joven desconocida, nace en la más pequeña de las ciudades de Judá y vive oculto durante treinta años en otra aldea, igualmente desconocida y olvidada, Nazaret: “De Nazaret puede salir algo bueno” (Jn 1,46), decían los enemigos de Jesús para desprestigiarlo.
“Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre”, una felicitación muy parecida a la que recibió Judit de parte del rey Ozías (s. VIII a. C.), cuando ésta cortó la cabeza del general asirio Holofernes: “Bendita seas tú, hija del Dios altísimo, entre todas las mujeres de la tierra, y bendito el Señor Dios, que creó los cielos y la tierra, y te ha guiado hasta cortar la cabeza del jefe de nuestros enemigos” (Jd 13,18). Ignoramos si el evangelista relacionó la felicitación de Isabel con este pasaje del Antiguo Testamento, pero, sea como sea, nos es lícito comparar a María con Judit: si ésta aparece como mujer victoriosa por haber eliminado al jefe de los enemigos de Israel, María, con su “sí” a la voluntad de Dios, asegura el triunfo definitivo sobre el mal que llevará a cabo el Hijo de sus entrañas, el Bendito por antonomasia.
“Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor”.
En Isabel, la coprotagonista de este relato evangélico, contemplamos la profunda humildad que caracterizaba a los pobres de Yahvé. Como todos ellos, Isabel vivía de la fe en las promesas del Dios de los Padres, el Dios que saca lo que es de lo que no es, el Dios del que lo esperan todo aquéllos que se saben pequeños. Isabel, consciente de su pequeñez, nos da una perfecta lección de humildad, al asombrarse, conmocionada, de que la visite la madre de su Señor. Dios, que se sirve de unos para repartir su gracia a otros, hizo que en la escuela de Isabel aprendiera su hijo Juan la virtud de la humildad, de la que dio muestras en su misión de anunciador del Mesías: “Detrás de mí viene uno que es más fuerte que yo, aquél del que no soy digno de arrodillarme para desatar la correa de sus sandalias” (Jn 1,7). Y en otra ocasión dijo algo parecido: “Es preciso que él crezca y que yo disminuya” (Jn 3,30).
“Bienaventurada la que ha creído, porque lo que le ha dicho el Señor se cumplirá”.
Esta galantería de Isabel a María nos lleva a aquélla escena evangélica en la que los oyentes de Jesús hacen vivas a su Madre por haberlo llevado en su seno y por haberlo amamantado: “Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te amamantaron” (Lc 11,27). Jesús les responde que los que verdaderamente son felices son los “que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica" (Lc 11,28). Poner en práctica la Palabra de Dios es creer en ella y nadie como María creyó en Aquél que, habiendo creado el cielo y la tierra, quiso entrar en nuestra historia para hacerse uno de nosotros: “La Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1,14).
“El relato evangélico de la Visitación -nos dice Benedicto XVI- nos muestra cómo la Virgen, después de la anunciación del Ángel, no retuvo el don recibido, sino que partió inmediatamente para ayudar a su anciana prima Isabel, quien llevaba seis meses gestando a Juan. En el apoyo ofrecido por María a su familiar, que vive, en edad avanzada, una situación delicada como el embarazo, vemos prefigurada toda la acción de la Iglesia en apoyo de la vida necesitada de cuidados” (Benedicto XVI, Homilía, 11 de Febrero de 2010).
Oración sobre las ofrendas
El mismo Espíritu, que colmó con su poder las entrañas de santa María, santifique, Señor, estos dones que hemos colocado sobre tu altar. Por Jesucristo, nuestro Señor.
Vaso espiritual. Así invocamos a María en las letanías del Rosario. Las entrañas de María son ese vaso espiritual rebosante de gracia, la Gracia suprema que es el Dios con nosotros, hecho carne en su seno por obra del Espíritu Santo. En esta oración de ofertorio pedimos al Padre que haga santos los dones que, recibidos de Él, ofrecemos junto con el pan y con el vino; que, igual que ellos se van a convertir en el cuerpo y en la sangre de Cristo, seamos también nosotros colmados de santidad para que sea Él, Cristo, el que viva siempre en nosotros y a través de nosotros.
Antífona de comunión
Mirad: la Virgen está encinta y da a luz un hijo, y le pondrá por nombre Enmanuel (Is 7,14).
El Hijo de Dios, que llevó en su seno María, va a entrar y morar en nuestro corazón. Que al recibirle en esta comunión nos transformemos realmente en Él, que nos identifiquemos con Él en sus pensamientos y en sus actitudes, y que esta transformación nuestra transforme también la vida de los que nos rodean.
Oración después de la comunión
Dios todopoderoso, después de recibir la prenda de la redención eterna, te pedimos que crezca en nosotros tanto el fervor para celebrar dignamente el misterio del nacimiento de tu Hijo, cuanto más se acerca la gran fiesta de la salvación. Por Jesucristo, nuestro Señor.
La palabra “prenda” es sinónimo de aval o garantía: el sacramento que hemos recibido es, por ello, una garantía de que nuestra salvación y redención llegarán a su perfeccionamiento. Esta certeza debe ser estímulo suficiente para hacer crecer nuestra alegría y nuestro fervor ante la cercanía de la celebración del nacimiento de Jesús. Pero, dada nuestra inclinación al pecado y nuestra inconstancia, pedimos al Padre que, teniendo en cuenta los méritos de su Hijo querido, venga en ayuda de nuestro desvalimiento para que este crecimiento sea una realidad.