Domingo 3 Adviento C

Tercer domingo de Adviento Ciclo C

Antífona de entrada

           Alegraos siempre en el Señor; os lo repito, alegraos. El Señor está cerca (Flp 4,4-5).

           “Gaudete”, alegraos. Así ha comenzado siempre el Introito -hoy lo llamamos Antífona de entrada- de la misa de este domingo, conocido como “Domingo Gaudete”. La Iglesia nos invita a la alegría ante la próxima celebración del nacimiento de Cristo. Esperemos que las próximas fiestas navideñas, hoy demasiado mundanizadas, y hasta descristianizadas, no apaguen la causa principal de nuestros gozos: el recuerdo del Señor que vinosigue viniendo y vendrá definitivamente en su gloria y en la nuestra.

 Oración colecta

           Oh, Dios, que contemplas cómo tu pueblo espera con fidelidad la fiesta del nacimiento del Señor, concédenos llegar a la alegría de tan gran acontecimiento de salvación y celebrarlo siempre con solemnidad  y júbilo desbordante. Por nuestro Señor Jesucristo.

           La Iglesia, Pueblo de Dios, asistida por el Espíritu Santo, prepara en este tiempo de Adviento, la fiesta del nacimiento del Señor: así lo advertimos en los contenidos litúrgicos de estos días (lecturas bíblicas, oraciones, invitación al ayuno y a la limosna). Pedimos al Padre, que contempla a sus hijos preparando la Navidad, el espíritu religioso y la alegría que el acontecimiento más importante de la historia se merece. Lo escucharemos en la segunda lectura: Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito, estad alegres. Que vuestra mesura sea conocida de todos los hombres. El Señor está cerca”.

 Lectura de la profecía de Sofonías - 3,14-18a

          Alégrate, hija de Sion, grita de gozo Israel, regocíjate y disfruta con todo tu ser, hija de Jerusalén. El Señor ha revocado tu sentencia, ha expulsado a tu enemigo. El rey de Israel, el Señor, está en medio de ti, no temas mal alguno. Aquel día se dirá a Jerusalén: «¡No temas! ¡Sion, no desfallezcas!» El Señor tu Dios está en medio de ti, valiente y salvador; se alegra y goza contigo, te renueva con su amor; exulta y se alegra contigo como en día de fiesta.

           El profeta Sofonías vive en el siglo VII a.C. y desarrolla su actividad en Jerusalén durante el reinado de Josías. Fue este rey el que inicia la restauración del país, prácticamente deshecho por el sometimiento al imperio asirio que llevaron a cabo sus dos antecesores en el trono. Este sometimiento supuso un verdadero hundimiento social, moral y, sobretodo, religioso. El abandono de la fe, la idolatría y la generalización de las injusticias sociales camparon a sus anchas durante más de sesenta años, en los que el templo de Jerusalén quedó convertido en un lugar donde se daba culto a dioses paganos.

           Sofonías reacciona duramente contra esta situación, anunciando grandes males y desgracias en Jerusalén, en Judá y en las naciones paganas. Es a este anuncio amenazador al que está dedicada la primera parte del breve libro que lleva su nombre. De esta primera parte está extraído el famoso “Dies irae, dies illa”, que muchos compositores musicalizaron en sus misas de Requiem: Día de la ira el día aquel, día de angustia y de aprieto, día de devastación y desolación, día de tinieblas y de oscuridad, día de nublado y densa niebla” (Sof 1,15).

           En medio de esta situación de desviación general queda un pequeño resto que permanece fiel a las promesas de Israel. Es a ellos a los que van dirigidas las esperanzadoras palabras del final del libro, parte de las cuales propone hoy la Iglesia a nuestra consideración.

           Con ellas, el profeta invita al gozo y a la alegría: “Alégrate” ... “Grita de gozo” ... “Regocíjate y disfruta con todo tu ser”... “No temas mal alguno” ... “No desfallezcas”.

           Ante esta invitación tan optimista del profeta, nos preguntamos por la razón de estar fuertes y alegres en unas circunstancias tan sombrías y desesperanzadas, como la que describe el profeta. Sofonías lo tiene claro. No se trata de una reacción coyuntural a la pésima situación que se está viviendo, sino de adoptar como actitud permanente la certeza de que Dios cumple siempre sus promesas. Aunque las apariencias y el modo humano de ver las cosas aboguen por la ausencia de Dios, la fe en Él y el convencimiento de que su única voluntad es la salvación y la felicidad de los hombres aseguran su misteriosa, pero real y salvadora presencia: “El Señor tu Dios está en medio de ti, valiente y salvador”Y si Dios está en medio del pueblo, no hay nada que temer: “El Señor ha revocado tu sentencia (tu condena), (el Señor) ha expulsado a tu enemigo” ... “El Señor se goza contigo y te renueva con su amor”.

        “Te renueva con su amor, una afirmación que, por pertenecer al Antiguo Testamento, parece contradecir la opinión de que la revelación de Dios como amor es exclusiva del Nuevo. No existe contradicción alguna, pues, si bien esta revelación llega a su culmen en Jesucristo, que entrega su vida por amor a los hombres, en el Viejo Testamento encontramos bastantes pasajes en los que este amor de Dios aparece con toda claridad. Uno de ellos es el que acabamos de oír en la lectura, pero encontramos otros muchos en los salmos y en los escritos de los grandes profetas, como Ezequiel, Isaías, Jeremías, Oseas... Si en el arranque de la Revelación no aparece con tanta claridad este amor, es debido al peligro de rebajar la trascendencia de Dios al nivel de los ídolos de los pueblos que circundaban a Israel. Vayan como muestra estas palabras del profeta Oseas en las que Dios reacciona con un amor -que raya en la pasión- ante las continuas infidelidades de Israel: “Cómo voy a abandonarte, Efraín; cómo voy a traicionarte, Israel?” ... “Mi corazón se revuelve dentro de mí, y todas mis entrañas se estremecen. No actuaré según el ardor de mi ira, no destruiré más a Efraín, porque yo soy Dios, no un hombre; en medio de ti yo soy el Santo, y no me gusta destruir” (Oseas 11,8-9). 

           ¿Cómo no estar alegres teniendo a nuestro lado un Dios que nos ama de esta manera? La exhortación a alegrarse que Sofonías hace a sus paisanos en el siglo VII a. C., así como las palabras de San Pablo a los Filipenses -que oiremos en la segunda lectura- “Alegraos siempre en el Señor” siguen siendo válidas para nosotros, que habitamos un mundo en el que los valores del reino parecen brillar por su ausencia. Ésta es la única y gran Verdad, aquélla que es capaz de mantenernos optimistas y darnos la verdadera razón de vivir: Dios nos ama y está siempre a nuestro lado. Lo sabemos por propia experiencia, cuando nos ponemos de verdad en sus manos: nuestros criterios y pensamientos, nuestra actitud ante las adversidades y nuestra relación con los demás se van amoldando cada vez más al ideal gozoso del Evangelio; y lo sabemos también por el testimonio de los santos que, a lo largo de la historia y en nuestros días, entregan con alegría su existencia a Dios y a los demás. ¿Cómo explicar este milagro? Muy fácil. Estas personas no viven tanto de los recursos que les ofrece el mundo, cuanto de los bienes que esperamos. Se han tomado al pie de la letra la exhortación de San Pablo a los colosenses: “Aspirad a los bienes de arriba, donde está Cristo sentado a la derecha de Dios; (...) no a los de la tierra” (Col 3,1-2).

Canto Responsorial  (Isaías 12)

Gritad jubilosos, porque es grande en medio de ti el Santo de Israel.

“Mi fuerza y mi poder es el Señor, él fue mi salvación». Y sacaréis aguas con gozo de las fuentes de la salvación.

«Dad gracias al Señor, invocad su nombre, contad a los pueblos sus hazañas, proclamad que su nombre es excelso».

Tañed para el Señor, que hizo proezas, anunciadlas a toda la tierra; gritad jubilosos, habitantes de Sion, porque es grande en medio de ti el Santo de Israel.

           Estamos ante un himno de acción de gracias en un momento en el que el reino de Judá está seriamente amenazado por una potencia extranjera: el imperio asirio. Son muchas las semejanzas de este himno con el cántico que entonó Moisés cuando los israelitas, huyendo de los egipcios, atravesaron el mar de los juncos y contemplaron la derrota del ejército egipcio, sepultado por las aguas: “Mi fuerza y mi cántico es el Señor, Él fue mi salvación; Él es mi Dios, yo lo alabaré, el Dios de mis padres yo lo ensalzaré” (Éx 15,2). Justamente las mismas palabras que entona Isaías en este himno: “Mi fuerza y mi poder es el Señor, él fue mi salvación».

          “Mi fuerza y mi poder es el Señor” -podemos cantar nosotros con toda propiedad-. El desánimo y la desesperanza no caben en el cristiano: cuanto más pequeño y débil nos sintamos es cuando somos realmente más fuertes, porque entonces nos confiamos totalmente al Señor, nuestro poder, nuestra fuerza y nuestra alegría. Sin ningún tipo de temor, nos atrevemos a proclamar ante el mundo las palabras de San Pablo: “Me alegro de mis flaquezas, de los insultos, de las dificultades, de las persecuciones, de todo lo que sufro por Cristo; pues cuando me siento débil, es cuando soy más fuerte” (2 Cor 12,10). 

           El cantor saca de su interior los sentimientos que embargan su corazón. Dios, el Santo de Israel es aquél sobre el que apoya su vida y por el que se siente salvado: “Gritad jubilosos, porque es grande en medio de ti el Santo de Israel”Por eso vive feliz y confiado, sin temer a nada ni a nadie. Un adelanto de lo que dirá San Pablo a los Romanos: “Si Dios está con nosotros ¿quién contra nosotros?” (Rm 8,31). Un Dios que, al habitar dentro de nosotros, es la fuente de la que manan todos los bienes y todas nuestras buenas obras: “De las entrañas de los que creen en Cristo brotarán ríos de agua viva” (Jn 7,38).

           Esta alegría no se queda en nosotros, se debe hacer partícipe de la misma a todos los hombres: “Anunciad las proezas del Señor a toda la tierra”. Es preciso que todos agradezcan al Señor sus beneficios y lo llamen por su nombre, un nombre que es fuerza, poder y gozo. Un nombre que debe ser proclamado ante todos los pueblos, de los cuales el Señor es también su salvación. Una vez más apreciamos que la elección de Israel como ´el pueblo elegido´ tiene como finalidad principal salvar a través de él a toda la humanidad, pues, como muchas veces hemos oído, “Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Tim 2,4).

Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Filipenses - 4,4-7

          Hermanos: Alegraos siempre en el Señor; os lo repito, alegraos. Que vuestra mesura la conozca todo el mundo. El Señor está cerca. Nada os preocupe; sino que, en toda ocasión, en la oración y en la súplica, con acción de gracias, vuestras peticiones sean presentadas a Dios. Y la paz de Dios, que supera todo juicio, custodiará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús.

          La liturgia del tercer domingo de Adviento desprende alegría por todas partes. La Iglesia nos invita a que salgamos de nuestros sufrimientos y tristezas, vinculados a nuestra existencia mortal e inclinada al pecado. ¿Qué razón nos da para exhortarnos a la alegría? La proximidad de la venida del Señor: “El Señor está cerca”

“Alegraos en el Señor”: así comienza esta lectura de la carta de San Pablo a los filipenses y así comienza el canto de entrada de esta celebración. Alegraos una y otra vez. El Señor está constantemente acercándose a nosotros: una poderosa razón para vivir permanentemente en el gozo. Hagamos de nuestra vida una espera continua del Señor, un continuado adviento. Las contrariedades, inconvenientes y aprietos que siembran nuestra existencia no pueden borrar la sonrisa de nuestra alma, pues el Señor está siempre a nuestro lado. 

          “Que vuestra mesura la conozca todo el mundo”

          Mesura ( = tranquilidad, serenidad). El cristiano no tiene por qué estar nervioso ante los problemas que la vida le plantea. Ha de ocuparse de ellos, por supuesto, pero siempre con la confianza en un Padre que se interesa y cuida de nosotros mucho más que nosotros de nosotros mismos. Ha de vivir como un niño que, al lado de sus padres, se siente seguro, sin temor a nada ni a nadie. “Si no os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos” (Mt 18,3). Ha de escuchar a Cristo que nos tranquiliza de esta manera tan directa y entrañable: “No andéis preocupados por vuestra vida, qué comeréis, ni por vuestro cuerpo, con qué os vestiréis. ¿No vale más la vida que el alimento, y el cuerpo más que el vestido? Mirad las aves del cielo: no siembran, ni cosechan, ni recogen en graneros; y vuestro Padre celestial las alimenta” (Mt 6,25-26). 

           Contra preocupación, oración. Nada os preocupe; sino que, en toda ocasión, en la oración y en la súplica, con acción de gracias, vuestras peticiones sean presentadas a Dios. En estas pocas palabras está dicho todo lo que concierne a la oración de petición, en la que confluyen la acción de gracias y la súplica propiamente dicha. En efecto. Cuando pedimos algo a Dios es porque sabemos de antemano que Dios nos lo quiere dar y, de hecho, nos lo da. Así oraban los israelitas, fieles a las promesas de Dios: reconociendo el don de Dios y, al mismo tiempo, pidiéndole que les conceda este don: “Dios, nuestro Dios, nos bendice. / Que Dios nos bendiga” (Sal 66/67). Es como decir: ‘Tú, Señor, nos perdonas siempre y siempre nos colmas de tus bienes, concédenos aquello que Tú haces por nosotros; nuestro corazón está abierto para recibirlo´. Con ello se agranda el deseo de los dones que Dios quiere concedernos para nuestro crecimiento en santidad. “Hágase tu voluntad”, pedimos en la oración del Padrenuestro, esto es, ‘cúmplase, Señor, en nosotros aquello con lo que Tú quieres agraciarnos’.

           Y éste es el fruto de la oración de súplica: la paz. La paz que nos ofrece Cristo, y que está muy por encima de nuestros planteamientos y deseos, no es, en modo alguno, la que nos ofrece el mundo: “La paz os dejo, mi paz os doy. No como la que da el mundo” (Jn 14,27). Es esta paz la que nos libera de los miedos que anidan en nuestro corazón y de las incertidumbres de nuestra mente; es “la Paz de Dios, que supera todo juicio y custodia nuestros corazones y nuestros pensamientos en Cristo Jesús”.

Aclamación al Evangelio

           Aleluya, aleluya, aleluya. El Espíritu del Señor está sobre mí: me ha enviado a evangelizar a los pobres.

 Lectura del  santo evangelio según san Lucas - 3,10-18

           En aquel tiempo, la gente preguntaba a Juan: «Entonces, ¿qué debemos hacer?» Él contestaba: «El que tenga dos túnicas, que comparta con el que no tiene; y el que tenga comida, haga lo mismo». Vinieron también a bautizarse unos publicanos y le preguntaron: «Maestro, ¿qué debemos hacer nosotros?» Él les contestó: «No exijáis más de lo establecido». Unos soldados igualmente le preguntaban: «Y nosotros, ¿qué debemos hacer?» Él les contestó: «No hagáis extorsión ni os aprovechéis de nadie con falsas denuncias, sino contentaos con la paga». Como el pueblo estaba expectante, y todos se preguntaban en su interior sobre Juan si no sería el Mesías, Juan les respondió dirigiéndose a todos: «Yo os bautizo con agua; pero viene el que es más fuerte que yo, a quien no merezco desatarle la correa de sus sandalias. Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego; en su mano tiene el bieldo para aventar su parva, reunir su trigo en el granero y quemar la paja en una hoguera que no se apaga». Con estas y otras muchas exhortaciones, anunciaba al pueblo el evangelio.

           “¿Qué debemos hacer?”

           A escuchar a Juan acudían las personas de la clase baja, los mal vistos, como los publicanos, y los soldados que les acompañaban. A esta pregunta Juan respondía recordándoles los valores que debían poner en práctica, especialmente el valor de la justicia y el del interés por los necesitados. “El que tenga dos túnicas, que comparta con el que no tiene y el que tenga comida, que haga lo mismo. A los cobradores de impuestos, los publicanos, que tenían fama de enriquecerse con las recaudaciones de los ciudadanos, les decía: “No exijáis más de lo establecido. Y lo mismo a los soldados que, por su profesión, les resultaba fácil el abuso del poder: “No hagáis extorsión ni os aprovechéis de nadie con falsas denuncias, sino contentaos con la paga”.

           A todo esto, el pueblo estaba expectante y deseoso de saber si Juan era o no el Mesías que había de venir. Juan, percibiendo su impaciencia, se dirige a todos para aclararles que él no era el Mesías esperado. En una actitud de manifiesta humildad, el Bautista reconoce que el que viene después de él es más fuerte y más importante que él, tanto, que se considera indigno de arrodillarse ante Él para desatarle la correa de su sandalia. En su evangelio, el apóstol Juan resalta esta humildad del Bautista con estas palabras: “Es preciso que él crezca y que yo disminuya” (Jn 2,30). Comparado con su bautismo de conversión, el más grande, es decir, Cristo, administrará un bautismo con Espíritu Santo y fuego, bautismo por el que el Mesías tendrá el poder de juzgar los corazones de los hombres, discriminando aquéllos que son fieles y temerosos de Dios de aquéllos otros, empeñados en obrar el mal. El Bautista lo expresa con el símil del trigo y la paja: “En su mano tiene el bieldo para aventar su parva, reunir su trigo en el granero y quemar la paja en una hoguera que no se apaga”.

           Tres actitudes del Bautista deberíamos hacer nuestras a partir de este evangelio: a) su pasión por la justicia, b) su humildad, y c) su entera disposición a la voluntad de Dios.

        Su pasión por la justicia

        El Bautista no puede entender una correcta relación con Dios, si no va acompañada de una buena relación con el prójimo. En los versículos anteriores a esta lectura, Juan ha utilizado el lenguaje amenazador de los antiguos profetas contra aquéllos que, creyéndose justos, han venido a verle por mera curiosidad: “Camada de víboras, ¿quién os ha enseñado a huir del castigo inminente? (Lc 3,7). En cambio, a la gente sencilla, a los publicanos y a los militares, que le preguntan cómo deben comportarse para alcanzar el perdón de Dios, les exhorta a practicar la justicia y el amor al prójimo, también en la línea de los viejos profetas. Así se dirigía Isaías a sus contemporáneos: “Aprended a hacer el bien, buscad la justicia, reprended al opresor, defended al huérfano, abogad por la viuda” (Is 1,17); y, de esta forma, predicaba Jeremías: “Practicad el derecho y la justicia, y librad al despojado de manos de su opresor. No maltratéis ni hagáis violencia al extranjero, al huérfano o a la viuda, noderraméis sangre inocente en este lugar” (Jer 22,3). Se trata, como hemos oído en la lectura, de compartir nuestros bienes con los necesitados, de llevar a la práctica el derecho y la justicia en nuestras relaciones con los demás y en el ejercicio del poder por parte de aquéllos que tienen la responsabilidad de ejercerlo, un poder en el que no quepa el fraude, la mentira o la extorsión. Son estas mismas exhortaciones las que, con otras palabras, encontramos en los evangelios y en el resto de escritos del Nuevo Testamento. Vayan como ejemplo éstas palabras del apóstol San Juan: “Si alguno que posee bienes de la tierra, ve a su hermano padecer necesidad y le cierra su corazón, ¿cómo puede permanecer en él el amor de Dios?” (1 Jn 3,27). Todo un programa de vida para el ejercicio del mandamiento del amor, sin el cual no es posible nuestra amistad con Dios: “Quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve” (1Jn 4,20b).

           Su humildad.

           “Viene el que es más fuerte que yo, a quien no merezco desatarle la correa de sus sandalias.La humildad es el cimiento de nuestra vida espiritual; sin ella, todo lo que construyamos carece de fuerza y de solidez. Como el Bautista, también nosotros tenemos la misión de anunciar al Más Grande y al más fuerte e, igualmente, nos consideramos indignos de “desatar la correa de su sandalia”, o “de que entre en nuestra casa”, como proclamamos en la Misa momentos antes de comulgar. Esta humildad debe traducirse en nuestras relaciones con los hermanos, a los que, como nos decía San Pablo, debemos considerar superiores a nosotros mismos (Fl 2,3).

           Su entera disposición a la voluntad de Dios

         Consciente de su tarea de anunciar al Mesías esperado, el Bautista subordina la eficacia de su bautismo con agua al bautismo con Espíritu Santo y fuego, que administrará el Más Grande. Un bautismo que, por la presencia de Dios en nosotros, nos hará capaces de distinguir el bien del mal -el trigo de la paja- y limpiará nuestra alma de todo lo que se oponga a los planes de Dios. Nosotros, imitando este desprendimiento del Bautista, subordinamos todo lo que salga de nuestras manos a la obra del Padre. El “hágase tu voluntad” del Padrenuestro lo llevamos a la práctica en nuestros quehaceres cotidianos: “Somos unos pobres siervos; hemos hecho lo que debíamos hacer” (Lc 17,10).

 Oración sobre las ofrendas

           Haz, Señor, que te ofrezcamos siempre este sacrificio como expresión de nuestra propia entrega, para que se realice el santo sacramento que tú instituiste y se lleve a cabo en nosotros eficazmente la obra de tu salvación. Por Jesucristo, nuestro Señor.

           En el ofertorio ofrecemos al Padre los dones que hemos recibido de Él, en este caso, el pan y el vino que, por las palabras del sacerdote, se convertirán en el Cuerpo y en la Sangre del Señor. En esta oración hacemos consciente nuestro deseo de que estos dones, frutos de la tierra, de la vid y del trabajo del hombre”, sean de verdad la expresión auténtica de nuestra entrega a la voluntad de Dios. De esta forma, abandonaremos la rutina con la que muchas veces participamos en este Sacramento y nos aprovecharemos de su eficacia: en ello va nuestro crecimiento espiritual y, unidos a la intención de la Iglesia, la salvación del mundo.

 Antífona de comunión

           Decid a los cobardes de corazón: sed fuertes, no temáis. He aquí nuestro Dios que viene y nos salvará (cf. Is 35,4).

           El capítulo 35 de Isaías, de donde está extraído este versículo, es todo él un canto al optimismo y a la alegría. De la tierra brotan toda clase de plantas y de árboles; del corazón del hombre brotan espontáneamente obras de vida eterna. No puede ser de otra manera: viene hacia nosotros el Señor, trayéndonos bienes y riquezas insospechados. Esta certeza levanta nuestro ánimo y nos saca de nuestra cobardía. Acerquémonos a recibir el nuevo maná, este pan pan celestial, convertido en el verdadero alimento del hombre.

 Oración después de la comunión

           Imploramos tu misericordia, Señor, para que este divino alimento que hemos recibido nos purifique del pecado y nos prepare a las fiestas que se acercan. Por Jesucristo, nuestro Señor.

           “Tomad y comed todos de él porque esto es mi cuerpo”. Lo hemos comido ciertamente. Cristo, dentro de nuestros corazones, nos ha asimilado a Él. Desde esta experiencia tan entrañable pedimos, apoyados siempre en sus méritos, que esta comunión nos haga aborrecer nuestras actitudes insolidarias -“nos purifique del pecado”y sirva para que en las próximas fiestas de Navidad prevalezcan la paz y el gozo que nos trae el Verbo hecho carne.