Quinto domingo de Pascua Ciclo B

                            Quinto domingo de Pascua Ciclo B 

Antífona de entrada

 

Cantad al Señor un cántico nuevo porque ha hecho maravillas; reveló a las naciones su salvación. Aleluya (cf. Sal 97,1-2).

 

Oración colecta

          Dios todopoderoso y eterno, lleva a su pleno cumplimiento en nosotros el Misterio pascual, para que, quienes, por tu bondad, han sido renovados en el santo bautismo, den frutos abundantes con tu ayuda y protección y lleguen a los gozos de la vida eterna. Por nuestro Señor Jesucristo.

          Directamente le pedimos al Padre que concluya en nosotros las consecuencias de la muerte y resurrección de su Hijo Jesucristo, que realmente demos muerte en nosotros a nuestra anterior vida de egoísmo y autosuficiencia, y que nos decidamos de una vez por todas a vivir como resucitados. Todo ello lo pedimos, no sólo para nosotros, sino también para todos aquellos que han sido iluminados por Cristo en estas fiestas pascuales, para que, asistidos continuamente por su gracia, comiencen ya a dar los frutos abundantes de la nueva vida en la que han sido injertados, convencidos como estamos de que disfrutarán desde ahora de las alegrías eternas a las que todos estamos llamados. Sabemos que todo ello se realizará bajo su guía y su poder benevolente: “Me enseñarás el sendero de la vida, me saciarás de gozo en tu presencia, de alegría perpetua a tu derecha” (Sal 16,11).

 

Lectura del libro de los Hechos de los apóstoles - 9,26-31

 

En aquellos días, llegado Pablo a Jerusalén, trataba de juntarse con los discípulos, pero todos le tenían miedo, porque no se fiaban de que fuera discípulo. Entonces Bernabé, tomándolo consigo, lo presentó a los apóstoles y él les contó cómo había visto al Señor en el camino, lo que le había dicho y cómo en Damasco había actuado valientemente en el nombre de Jesús. Saulo se quedó con ellos y se movía con libertad en Jerusalén, actuando valientemente en el nombre del Señor. Hablaba y discutía también con los helenistas, que se propusieron matarlo. Al enterarse los hermanos, lo bajaron a Cesarea y lo enviaron a Tarso. La Iglesia gozaba de paz en toda Judea, Galilea y Samaría. Se iba construyendo y progresaba en el temor del Señor, y se multiplicaba con el consuelo del Espíritu Santo.

 

Con esta lectura entramos en una nueva fase del libro de los Hechos de los Apóstoles. Hasta ahora, San Lucas nos ha narrado los inicios de la iglesia naciente, a raíz del acontecimiento de Pentecostés. En el centro del relato han estado siempre Pedro y Juan. En el momento del martirio de San Esteban entra en escena de otro hombre, Saulo de Tarso, del que se afirma que custodiaba las ropas de quienes lo apedreaban.

 

Es éste, Saulo, el que vuelve a Jerusalén, convertido y bautizado, con el deseo de introducirse entre los seguidores de Cristo. Es compresible que no se fíen de él: su reputación de perseguidor de la Iglesia le sigue por doquier, pues, además de aprobar la ejecución de Esteban, todos conocían su actividad dentro y fuera de Jerusalén como el enemigo número uno de los cristianos, hasta el punto de solicitar del sumo sacerdote una orden para arrestar a todos los adeptos a la nueva religión. Esta vuelta a la ciudad podría ser una artimaña para seguir arrestando a los cristianos.  

 

Fue Bernabé, un hermano oriundo de la isla de Chipre, el instrumento del que se sirvió el Señor para conseguir que Pablo fuese aceptado en la Iglesia de Jerusalén. Fue él el que lo presentó a los apóstoles, a quienes relató el episodio de su conversión y la manera valiente con la que había actuado en Damasco en el nombre de Jesús. 

 

Disipada toda desconfianza, Saulo se movía con entera libertad en Jerusalén, defendiendo la Buena Nueva del Evangelio ante los judíos de legua griega, presentes en la ciudad, con la valentía, la fuerza y la convicción de quien ha sido fuertemente tocado por Cristo. 

 

Ante el peligro de perder la vida a manos de estos últimos, defensores a ultranza de las esencias del judaísmo, los hermanos lo bajaron a Cesárea y desde allí lo enviaron a su ciudad natal, Tarso. 

 

La Iglesia, tanto en Judea, en Samaría como en Galilea -así termina la lectura-, vivía uno de esos momentos de paz, narrados por San Lucas: crecía y se multiplicaba en la confianza de sentirse protegida por el Señor y con la asistencia constante del Espíritu Santo. 

 

 “Yo soy la vid y vosotros los sarmientos”, leeremos en la lectura evangélica de este día. A los hermanos de la comunidad de Jerusalén les costaba trabajo creer que el fanático perseguidor de la Iglesia se hubiese convertido de repente en un verdadero sarmiento de esta vid. No debemos extrañarnos. Es Cristo, no los hombres, quien elige a los sarmientos como Él quiere y cuando Él quiere: “No me elegisteis vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros, y os he puesto para que vayáis y llevéis fruto, y vuestro fruto permanezca” (Jn 15,16).

 

El futuro demostrará hasta qué punto San Pablo quedó implantado en la Iglesia y los muchos frutos que produjo como sarmiento. “He trabajado más que todos ellos, pero no yo, sino la gracia de Dios que está conmigo” (1Cor 15,10b).

  

Salmo responsorial - 21

 

El Señor es mi alabanza en la gran asamblea

 

Cristo el Señor, con su vida, pasión, muerte y resurrección, es la voz que, en nombre de todos los hombres, se dirige al Padre para darle gracias y alabarlo. Los discípulos de Cristo, unidos a Él, nos convertimos también en alabanza de la gloria de Dios: “Hemos sido predestinados, por decisión del que lo hace todo según su voluntad, a ser alabanza de su gloria” (Ef 1,11-12). Una alabanza que ha de traducirse en frutos abundantes de amor fraternal. Esa es la voluntad de Cristo: “Os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca” (Jn 26,16)

 

          (1) Cumpliré mis votos delante de sus fieles. Los desvalidos comerán hasta saciarse, alabarán al Señor los que lo buscan. ¡Viva su corazón por siempre! 

          Con la Resurrección de Cristo se ha hecho realidad el proyecto benevolente del Padre de formar la gran familia de los hijos de Dios, una familia que, con un solo corazón y una sola alma, tendrá como misión alabar a Dios y ayudarse mutuamente hasta el punto de que ningún hermano pase necesidad: “Los desvalidos comerán hasta saciarse”. Un deseo unánime de todos para todos se repetirá constantemente: “¡Viva su corazón por siempre!”. Efectivamente el corazón de los discípulos de Cristo latirá con fuerza, y para siempre, al compás que le marca el Espíritu Santo, presente en el interior de todos y de cada uno. 

 

          (2) Lo recordarán y volverán al Señor hasta de los confines del orbe; en su presencia se postrarán las familias de los pueblos. Ante él se postrarán los que duermen en la tierra, ante él se inclinarán los que bajan al polvo.

          La noticia del triunfo de Cristo llegará a todos los pueblos de la tierra. Será realidad aquello de que los confines de la tierra han contemplado la victoria de nuestro Dios. Se cumplirá, por fin, la profecía de Isaías: “Un sin fin de camellos te cubrirá, jóvenes dromedarios de Madián y Efá. Todos ellos de Sabá vienen portadores de oro e incienso y pregonando alabanzas a Yahveh” (Is 60,6). Y no sólo los vivos: también los que han muerto a este mundo se levantarán para rendirle pleitesía. “Si se predica que Cristo ha resucitado de entre los muertos ¿cómo andan diciendo algunos entre vosotros que no hay resurrección de los muertos? Si no hay resurrección de los muertos, tampoco Cristo resucitó. Y si no resucitó Cristo, vacía es nuestra predicación, vacía también vuestra fe”  (1Cor 15, 12-14).

          (3) Mi descendencia lo servirá; hablarán del Señor a la generación futura, contarán su justicia al pueblo que ha de nacer: «Todo lo que hizo el Señor». 

 

El Reino de Dios entre los hombres, reunidos en la Iglesia, ha de continuar a lo largo de los siglos. A formar parte del mismo están llamados todos los hombres: “En tu descendencia (es decir, en Cristo) serán bendecidas todas las naciones de la tierra” (Gén 2,18). Las bendiciones de Dios durarán para siempre: “Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,20). “Todo lo que hizo el Señor” será predicado de generación en generación para que la eficacia de su obra -su vida, muerte y resurrección- esté presente en todos los pueblos a lo largo de los siglos: “Se proclamará esta Buena Nueva del Reino en el mundo entero, para dar testimonio a todas las naciones. Y entonces vendrá el fin” (Mt 24,14).

 

Al leer y cantar estos versículos finales del salmo 21, celebramos la victoria de Cristo, nos regocijarnos en los honores que otros le prestan y nos sentimos seguros de que siempre habrá un pueblo que le alabe en la tierra cuando nosotros lo estemos alabando en el cielo.

Lectura de la primera  carta del apóstol san Juan - 3,18-24

 

Hijos míos, no amemos de palabra y de boca, sino de verdad y con obras. En esto conoceremos que somos de la verdad y tranquilizaremos nuestro corazón ante él, en caso de que nos condene nuestro corazón, pues Dios es mayor que nuestro corazón y lo conoce todo. Queridos, si el corazón no nos condena, tenemos plena confianza ante Dios. Cuanto pidamos lo recibimos de él, porque guardamos sus mandamientos y hacemos lo que le agrada. Y este es su mandamiento: que creamos en el nombre de su Hijo, Jesucristo, y que nos amemos unos a otros, tal como nos lo mandó. Quien guarda sus mandamientos permanece en Dios, y Dios en él; en esto conocemos que permanece en nosotros: por el Espíritu que nos dio.

 

          El versículo anterior a este fragmento de la primera carta de San Juan dice así: “Si alguno que posee bienes de la tierra, ve a su hermano padecer necesidad y le cierra su corazón, ¿cómo puede permanecer en él el amor de Dios?”. Por tanto -en este punto comienza la lectura de hoy- “no amemos de palabra y de boca, sino de verdad y con obras”Puedo decir muy alto que amo a Dios y a los demás, puedo pasar largos ratos de oración ante el sagrario; pero todo ello puede ser mera palabrería o una pose, si lo que digo o hago no se traduce en amor afectivo y efectivo a los hermanos. El apóstol Santiago nos transmite lo mismo en estos términos: “Si alguno de vosotros dice a un hermano o hermana que tienen necesidad: Id en paz, calentaos y saciaos, pero no les dais las cosas que son necesarias para el cuerpo, ¿de qué aprovecha? Así también la fe, si no tiene obras, es muerta en sí misma” (Sant 2,15-17).

 

          Sólo cuando amamos a los demás podemos estar seguros de que estamos en la verdadpues la verdad es Dios y Dios es amor.

 

          El ejercicio del amor fraternal nos da la verdadera paz, la paz con nosotros mismos y la paz con los demás, pues, al estar movidos en todo momento por el amor, desaparecen los conflictos internos y los enemigos se convierten en hermanos. Todo se transforma para el que ama en estímulo para el ejercicio del amor.

 

          Esta paz está por encima del vaivén de nuestros estados anímicos y de los sentimientos, siempre cambiantes, de nuestro corazón, ya que Dios, que lo conoce todo, “es más grande que nuestro corazón”. Podría ocurrir que nuestra conciencia nos haga dudar de la pureza de nuestro comportamiento. En ese caso tranquilicémonos con estas palabras del salmo 18: “Absuélveme de lo que se me oculta” (Sal 18), y echémonos en los brazos misericordiosos de Dios para decir con San Pedro: “Tú, Señor, lo sabes todo, Tú sabes que te amo”.

 

          El que Dios haya operado en nosotros el milagro de amar -desde nosotros mismos, y sólo con nuestras fuerzas, el amor es imposible- hace crecer en nosotros la confianza en Él y esta confianza nos da la seguridad de que recibiremos de Él todo lo que le pidamos. Las palabras de Cristo “Pedid y recibiréis, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá” (Lc 11,9) serán una de nuestras certezas más fuertes. 

 

          Cuando amamos a los demás, estamos haciendo lo que agrada a Dios, pues cumplimos su voluntad llevando a cabo su mandamiento de “creer en el nombre de su Hijo, Jesucristo y amarnos como Jesucristo nos amó”.  

 

          “Como nos ama Cristo”

 

    Cristo es para nosotros el modelo, la norma y la medida de cómo debemos amar. Amar como ama Cristo es estar dispuestos a dar la vida por aquéllos a los que amamos: “Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos” (Jn 15,13). Ello implica salir de nosotros mismos y centrar todo nuestro interés en los intereses de los demás. Sólo amando de esta forma viviremos y seremos de verdad nosotros mismos: «Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz cada día y me siga. Pues el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mi causa la salvará” (Lc 9,23-24).

 

          “Quien guarda sus mandamientos permanece en Dios, y Dios en él”

 

       Al cumplir la voluntad de Dios mediante la práctica del amor, se produce una simbiosis entre Dios y el creyente: el creyente habita permanentemente en el seno de Dios, haciendo realidad consciente la afirmación de San Pablo, tomada de los filósofos griegos, “en Él vivimos, nos movemos y existimos”(Hech 17,28), y el Espíritu de Dios mora en nuestro interior para recordarnos las enseñanzas de Cristo, para darnos la audacia necesaria en el testimonio del Evangelio y para fortalecernos en el amor a los hermanos.

 

          “Ama y haz lo que quieras. Si callas, callarás con amor; si gritas, gritarás con amor; si corriges, corregirás con amor; si perdonas, perdonarás con amor. Si tienes el amor arraigado en ti, ninguna otra cosa sino amor serán tus frutos”. (San Agustín)

 

Aclamación al Evangelio

 

          Aleluya, aleluya, aleluya. Permaneced en mí, y yo en vosotros –dice el Señor–; el que permanece en mí da fruto abundante.

 

Lectura del santo evangelio según san Juan - 15,1-8

 

          En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Yo soy la verdadera vid, y mi Padre es el labrador. A todo sarmiento que no da fruto en mí lo arranca, y a todo el que da fruto lo poda, para que dé más fruto. Vosotros ya estáis limpios por la palabra que os he hablado; permaneced en mí, y yo en vosotros. Como el sarmiento no puede dar fruto por sí, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí. Yo soy la vid, vosotros los sarmientos; el que permanece en mí y yo en él, ése da fruto abundante; porque sin mí no podéis hacer nada. Al que no permanece en mí lo tiran fuera, como el sarmiento, y se seca; luego los recogen y los echan al fuego, y arden. Si permanecéis en mí y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que deseáis, y se realizará. Con esto recibe gloria mi Padre, con que deis fruto abundante; así seréis discípulos míos».

 

         La alegoría de la vid reproduce la misma realidad mística que expresa San Pablo con la imagen del cuerpo y de la cabeza, una realidad que trasciende a los sentidos y a la misma razón. Se trata de la obra salvadora de Cristo que, de modo invisible, está presente y activo en el alma del discípulo, igual que la savia del tronco de la vid está presente en el sarmiento cargado de racimos. La redención de Cristo, que culminó en su pasión, muerte y resurrección, se continúa en la historia. Es esta redención la que subraya la alegoría de la vid.

 

          Quien dice de sí mismo que es la Vid verdadera es Jesucristo que, en su calidad de hombre, participa del ser de los sarmientos y, en su calidad de Dios, es la fuerza vital que nos hace participar de su vida. Jesucristo es la Vid verdadera en cuanto que es la auténtica, la única y la que se contrapone a cualquier otra posibilidad mundana de dar vida. Algo similar quiere expresar Jesús cuando dice de sí mismo “Yo soy la luz del mundo”: el que me sigue no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida” (Jn 8,12). Cualquier otra cosa que tenga la pretensión de dar luz y sentido al hombre en esta vida sólo produce oscuridad y sinsentido. El pasado domingo leíamos el evangelio del Buen Pastor: Jesús es el único y verdadero pastor, que nos lleva a las praderas, llenas de vida y de paz, de su Reino. “Todos los que han venido delante de mí son ladrones y salteadores; pero las ovejas no les escucharon (Jn 10,8).

 

          La raíz original de la vida es el Padre, cuya función es engendrar y dar vida a todo lo demás, incluido Cristo que, como Verbo, es el Hijo eternamente engendrado por Él. Nosotros recibimos esa vida divina mediante nuestra unión con Cristo, convirtiéndonos también en hijos suyos, hijos en el Hijo. Si en la generación natural el hijo, al crecer, se va poco a poco independizando de su padre, hasta tener una vida totalmente independiente e, incluso, a tener que ocuparse de la vida del padre, en las cosas de Dios ocurre al revés: nuestra dependencia del Padre se va haciendo, por lo que a nosotros respecta, cada vez más intensa, hasta el punto de que nuestro progreso espiritual consiste en hacernos cada vez más dependientes de Dios. “Si no os hacéis como niños no entraréis en el Reino de los Cielos” (Mt 18,3).

 

          Tenemos la vida de Dios si, como los sarmientos, estamos unidos vitalmente a Cristo, una vida que, como la de Cristo, está destinada a dar frutos de amor. Si, por nuestra autosuficiencia, nos negamos a recibir la savia de la Vid, nos convertimos en sarmientos estériles que, al estar secos, serán arrojados a fuego en el momento final. Al permitir que discurra libremente por nosotros la vida divina, daremos fruto. Entonces, el Padre -el Agricultor- nos poda y nos limpia para que demos frutos cada vez más abundantes y sabrosos. Esta poda son los sufrimientos y pruebas de esta vida que, en lugar de destruirnos, nos fortalecen para que tengamos una vida más abundante. “En verdad, en verdad os digo que lloraréis y os lamentaréis, y el mundo se alegrará. Estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en gozo. (...) Un gozo que nadie os podrá quitar” (Jn 16,20.22).

 

          Permaneced en mí, como yo en vosotros.

 

        Estar unido a Cristo es bastante más que relacionarnos amigablemente con Él. Se trata de una unión mediante la cual nos hacemos una sola con Él. El verdadero discípulo de Cristo puede decir con San Pablo: “Ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí” (Gál 2,20). Esta unión con Cristo es tan necesaria, que, separados de Él, no podemos hacer nada que valga la pena. Renunciar a esta unión con Cristo sólo nos lleva a una vida que no es vida.

 

          Si permanecéis en mí y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que deseáis, y se realizará. Con esto recibe gloria mi Padre, con que deis fruto abundante; así seréis discípulos míos.

 

          La unión permanente con Cristo, alimentándonos de sus palabras y cumpliendo el mandamiento del amor, es la condición necesaria para que nuestra oración sea eficaz: “Todo lo que pidáis al Padre en mi nombre lo haré para que el Padre sea glorificado en el Hijo” (Jn 24,13). Y al revés. Esta oración refuerza nuestra unión con Cristo y acrecienta nuestra capacidad de amar.

Oración sobre las ofrendas

           Oh, Dios, que nos haces partícipes de tu única y suprema divinidad por el admirable intercambio de este sacrificio, concédenos alcanzar en una vida santa la realidad que hemos conocido en ti. Por Jesucristo, nuestro Señor. 

           Al pan y al vino que ofrece el sacerdote unimos nuestras alegrías, nuestros sufrimientos y nuestros pobres criterios, para que, así como aquéllos (el pan y el vino) se convertirán en el Cuerpo y en la Sangre de Cristo, nosotros seamos igualmente transformados en Él. Obedientes a la exhortación de Jesús, ofrecemos todo lo que somos y tenemos para alcanzar la vida verdadera: “Quien quiera ganar su vida la perderá y quien pierda su vida por mí la encontrará” (Mt 16,25). Pedimos al Padre que nos conceda alcanzar, en una vida consagrada a su servicio, ser como Él es (Dios es amor) y actuar como Él actúa (Dios pone en práctica este amor dándonos a su Hijo para demostrar que nos ama hasta el extremo)“Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3,16).

 

Antífona de comunión

 

          Yo soy la verdadera vid, y vosotros los sarmientos, dice el Señor; el que permanece en mí y yo en él, ese da fruto abundante Aleluya (cf. Jn 15,1. 5).

 

Oración después de la comunión

 

          Asiste, Señor, a tu pueblo y haz que pasemos del antiguo pecado a la vida nueva los que hemos sido alimentados con los sacramentos del cielo. Por Jesucristo, nuestro Señor.

 

  Nuestras comuniones son ineficaces, sí no nos preparamos espiritualmente y si no damos gracias por el don recibido. Pensemos que es uno de los momentos privilegiados para recibir la savia de Cristo, la vid verdadera, que hará que abandonemos el pecado y nos revistamos del Hombre nuevo, es decir, de Cristo. 

Cuarto domingo de Pascua B

 

Cuarto domingo de Pascua B

Antífona de entrada

          La misericordia del Señor llena la tierra, la palabra del Señor hizo el cielo. Aleluya (cf. Sal 32,5-6).

Oración colecta

          Dios todopoderoso y eterno, condúcenos a la asamblea gozosa del cielo, para que la debilidad del rebaño llegue hasta donde le ha precedido la fortaleza del Pastor. Él, que vive y reina contigo.

 

       Nuestra vida está escondida con Cristo en Dios(Col 3,3). En esta primera oración de la misa pedimos al Padre que nos haga comprender esta impresionante verdad: que, a pesar de nuestra debilidad, vivimos ya desde ahora unidos en la fe a la asamblea de los que han logrado definitivamente el premio de la vida eterna. Que pasemos nuestra existencia terrena centrados en los valores del Reino, en el amor, puesto a prueba en el servicio a nuestros hermanos. De esta forma, asistidos con la fuerza constante del Espíritu Santo, que habita en nuestro interior, nuestro ser débil se irá acercando a la fortaleza de Cristo, el Pastor de nuestras almas. El Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza. Pues nosotros no sabemos cómo pedir para orar como conviene; mas el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables” (Rm 8,26)..

Lectura del libro de los Hechos de los apóstoles 4,8-12

          En aquellos días, lleno de Espíritu Santo, Pedro dijo: «Jefes del pueblo y ancianos: Porque le hemos hecho un favor a un enfermo, nos interrogáis hoy para averiguar qué poder ha curado a ese hombre; quede bien claro a todos vosotros y a todo Israel que ha sido el Nombre de Jesu­cristo el Nazareno, a quien vosotros crucificasteis y a quien Dios resucitó de entre los muertos; por este Nombre, se presenta este sano ante vosotros. Él es la piedra que desechasteis vosotros, los arquitectos, y que se ha convertido en piedra angular”; no hay salvación en ningún otro, pues bajo el cielo no se ha dado a los hombres otro nombre por el que debamos salvarnos».

          La tarde anterior, Pedro y Juan habían puesto en pie a un cojo que, sentado ante la puerta hermosa, pedía limosna a los fieles que entraban en el templo. “No tengo plata ni oro; pero lo que tengo, te doy: en nombre de Jesucristo, el Nazareno, ponte a andar (Hech 3,6) -fueron las palabras que Pedro dirigió a este hombre cuando se produjo su curación-. Ante la admiración de los que presenciaron el suceso, el apóstol improvisa un discurso para hacerles ver que la curación del cojo se ha operado, no por su poder, sino por la fe en el Nombre de Jesús, “al que -dirigiéndose a los oyentes- disteis muerte y Dios le resucitó de entre los muertos” (Hech 3, 15). Molestos los jefes de los sacerdotes con los dos apóstoles por estar predicando a Jesús, les echaron mano y les metieron en prisión. A la mañana siguiente, después de haber deliberado, les llevaron a su presencia para interrogarles sobre el suceso y tomar medidas para evitar en lo posible todo tipo de alboroto. “¿Con qué poder o en nombre de quién habéis hecho vosotros eso?” -les preguntaron-. Con la valentía que le venía de la fuerza del Espíritu,  Pedro, mirándoles fijamente, les espetó estas palabras: “Quede bien claro a todos vosotros y a todo Israel que ha sido por el Nombre de Jesu­cristo el Nazareno, a quien vosotros crucificasteis y a quien Dios resucitó de entre los muertos por el que este hombre se presenta sano ante vosotros”.

          En el ambiente religioso judío, esta afirmación de Pedro suponía un sonado escándalo: había pronunciado un nombre que ocupaba el Nombre del Dios de Israel, un caso clarísimo de idolatría, por cuya eliminación lucharon tanto los profetas: “Yo soy Yahveh, tu Dios, desde el país de Egipto. No conoces otro Dios fuera de mí, ni hay más salvador que yo” (Os 13,4); “No hay otro dios, fuera de mí. Dios justo y salvador, no hay otro fuera de mí” (Is 45,21).

          Utilizar el nombre de Dios, revelado sólo al pueblo judío, era considerado una blasfemia y así entendieron los la frase que Pedro dirigió al cojo de nacimiento: “En nombre de Jesucristo, el Nazareno, ponte a andar.

          Pero Pedro, en lugar de amedrentarse, proclama a Jesús como el fundamento en que se asienta todo el plan de Dios sobre los hombres: Él es la piedra que desechasteis vosotros, los arquitectos, y que se ha convertido en piedra angular”. Pedro está pensando en la pasión y muerte de Jesús -en la que fue absolutamente rechazado por las autoridades y gran parte del pueblo- y en su resurrección -por la que fue constituido en el único fundamento de la nueva creación y en la única persona por la que los hombres pueden acceder a la vida divina-: “Bajo el cielo no se ha dado a los hombres otro nombre por el que debamos salvarnos”.

          Las autoridades religiosas -continúan los versículos siguientes al texto de hoy- no veían salida a esta situación. Por una parte, no podían negar el hecho milagroso y, por otra, la atribución del milagro a Jesús por parte de los apóstoles y de las personas que lo presenciaron. ¿Qué hacer con estos hombres dispuestos a predicar por doquier el Nombre de Jesús -del que pensaban que se habían liberado-, conscientes de que su divulgación ponía en peligro los mismos cimientos del la Religión y del Estado?

          Las autoridades amenazaron a Pedro y a Juan y les prohibieron propagar el Nombre de Jesús, algo que de ninguna manera consiguieron, convencidos, como estaban, de que había resucitado y armados con la fuerza del Espíritu Santo: “No seréis vosotros los que hablaréis, sino el Espíritu de vuestro Padre el que hablará en vosotros” (Mt 10,20), dijo Jesús a los doce en el momento de elegirles como apóstoles. Y nos lo dice igualmente a nosotros, llamados a ser testigos y anunciadores de la persona viviente de Jesús y de su mensaje: “Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,18-20). Él está con nosotros todos los días y en todo lugar. ¿Nos creemos realmente que Jesús nos acompaña realmente en todo lo que hacemos o, más bien, nos ceñimos exclusivamente a proclamar teóricamente su mensaje, como haríamos con cualquier otro va líder o fundador religioso. Nuestro ser cristiano, como afirma Benedicto XVI, no es producto de una idea, por muy sublime que ésta sea, sino del encuentro con “una Persona, que da un nuevo horizonte a nuestra vida y, con ello, una orientación decisiva(Deus caritas est, Introducción).

Salmo responsorial, 117

  La piedra que desecharon los arquitectoses ahora la piedra angular.

 

Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia. Mejor es refugiarse en el Señor que fiarse de los hombres, mejor es refugiarse en el Señor que fiarse de los jefes.

Te doy gracias porque me escuchaste y fuiste mi salvación. La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular. Es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente.

 Bendito el que viene en nombre del Señor, os bendecimos desde la casa del Señor. Tú eres mi Dios, te doy gracias; Dios mío, yo te ensalzo. Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia.

           El salmista nos invita a realizar lo que por vocación somos todos nosotros: criaturas que todo lo que somos y tenemos lo hemos recibido de Dios y cuya tarea permanente consiste en agradecer y glorificarle. El motivo de este agradecimiento es la bondad y el amor permanente y compasivo de este Dios “en quien vivimos, nos movemos y existimos” (Hech 17,28). De este ámbito del amor de Dios nos salimos con bastante frecuencia, poniendo nuestra confianza en falsas realidades a las que, ofreciéndonos el oro y el moro, seguimos, sin darnos cuenta que a la postre nos quedan vacíos de las verdaderas riquezas y de nuestro propio ser. La experiencia de fe del salmista es un toque de atención para que valoremos lo que de verdad nos conviene: “Mejor es refugiarse en el Señor que fiarse de los hombres, mejor es refugiarse en el Señor que fiarse de los jefes”.

           Otro motivo para alabar a Dios, entresacado de otra parte del salmo: Israel, un minúsculo pueblo, continuamente menospreciado por los grandes imperios, se ha convertido, según los planes de Dios, en la piedra angular del edificio espiritual de todas las naciones, en el vehículo de transmisión de los designios salvadores de Dios en la historia.

          Jesucristo se aplicó este texto a sí mismo, al recriminar a las clases religiosas dirigentes el no haber querido reconocerlo como Mesías (Lc 20,17). También los Hechos de los Apóstoles, San Pablo y San Pedro recogen este versículo de nuestro salmo: “Él es la piedra que vosotros, los constructores, habéis despreciado y que se ha convertido en piedra angular. Porque no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos” (He 4,11-12). Ha sido la Resurrección de Jesucristo la que ha operado el milagro de construir la comunidad de fieles con un solo corazón y una sola alma; en ella, Cristo es el punto de unión y el cimiento de la misma. Sobradas razones tenemos los cristianos para estar alegres y gozosos por vivir esta fiesta permanente: “Éste es el día que hizo el Señor: sea nuestra alegría y nuestro gozo”.

Lectura de la primera carta del apóstol san Juan 3,1-2

          Queridos hermanos: Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos! El mundo no nos conoce porque no lo conoció a él. Queridos, ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es.

          Vivimos una época en la que, por lo general, se ha perdido el sentido de la admiración y el asombro: no solamente no nos asombramos por las maravillas de la naturaleza o por las capacidades y sentimientos del ser humano, sino, ni siquiera, por los espectaculares avances de la ciencia y de la técnica. Quizá sea por eso por lo que los cristianos no damos la importancia que merece a la gracia que se nos ha concedido en nuestro encuentro con Cristo. San Juan, en cambio, comienza este capítulo de su primera carta admirándose e invitándonos a que nos admiremos por algo tan impresionante como que “somos llamados hijos de Dios”. Pero, no no sólo hemos sido llamado hijos de Dios, sino que lo somos realmente. San Juan no se refiere en este caso a todos los hombres, sino sólo a aquéllos que se han encontrado con Cristo salvador. Lo vemos claramente en el prólogo de su evangelio: la Palabra “vino a su casa (a este mundo), y los suyos no la recibieron. Pero a todos los que la recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su nombre” (Jn 1,11-12). Y en este mismo fragmento se hace una clara distinción entre los que hemos creído en Cristo y el mundo -los que aún no se han encontrado con Él-: “El mundo no nos conoce porque no lo conoció a él”

        Existe, por tanto, una clara diferencia entre los que son del mundo y los que han recibido a Cristo, sin hacer de menos a muchas personas que, sin saberlo, viven según el Evangelio “El Espíritu sopla donde quiere y cuando quiere”( ): los que son del mundo viven según los criterios y las normas de este mundo (apego a los bienes materiales, …) y los que han conocido a Cristo, estando en este mundo, se comportan según el pensamiento y el obrar de Dios, que se nos ha dado a conocer a través de la persona y el mensaje de Cristo. Es normal que los que viven según las normas de este mundo no comprendan a los que piensan y se comportan siguiendo los criterios de Dios, criterios que nos ha revelad nuestro Salvador Jesucristo. Y no nos entienden  sencillamente porque no han conocido a Dios.

          En la última parte de la lectura, San Juan nos asombra de nuevo al decirnos que todavía “no se ha manifestado lo que seremos”. Ello nos trae a la mente aquello de San Pablo de que “ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, lo que Dios preparó para los que le aman” (1 Cor 2,9). Ni San Juan ni San Pablo especifican aquéllo en que nos convertiremos: sólo se nos dice -en este caso San Juan- que “cuando él (Cristo) se manifieste (cuando venga en su segunda y última venida), seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es porque lo veremos tal cual es” .

          Este ver a Jesús tal cual Él es nos es dado comenzarlo ya en esta vida. La Iglesia pone a nuestra disposición infinidad de medios mediante los cuales podemos contemplar a Jesús, aunque sea a través de las oscuridades de una fe de principiantes, oscuridades cada vez se van disipando hasta convertirse en la luz, la luz de la fe que ilumina el camino de la vida.        

-     En la participación en los sacramentos, especialmente en la Eucaristía, nuestro corazón contempla el amor de Dios que se entrega en Cristo por nosotros;

-      en la lectura asidua del Evangelio contemplamos los sentimientos, las acciones y las reacciones de Jesús y esta contemplación contagia nuestra vida hasta hacernos como Él;

-       contemplamos a Jesús en el testimonio del los Santos de todos los tiempos, en los cuales se ha transparentado su figura, apareciendo ante nuestra vista como otros Cristos;

-        en el servicio a las personas, particularmente a las que más nos necesitan, vemos a Jesús sufriendo en ellas: “cuanto hicisteis a unos de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis” (Mt 25,40).

Aclamación al Evangelio

          Aleluya, aleluya, aleluya. Yo soy el buen Pastor –dice el Señor–, que conozco a mis ovejas, y las mías me conocen.

Lectura del santo evangelio san Juan 10,11-18

          En aquel tiempo, dijo Jesús: «Yo soy el buen Pastor. El buen pastor da su vida por las ovejas; el asalariado, que no es pastor ni dueño de las ovejas, ve venir al lobo, abandona las ovejas y huye; y el lobo las roba y las dispersa; y es que a un asalariado no le importan las ovejas. Yo soy el buen Pastor, que conozco a las mías, y las mías me conocen, igual que el Padre me conoce, y yo conozco al Padre; yo doy mi vida por las ovejas. Tengo, además, otras ovejas que no son de este redil; también a esas las tengo que traer, y escucharán mi voz, y habrá un solo rebaño y un solo Pastor. Por esto me ama el Padre, porque yo entrego mi vida para poder recuperarla. Nadie me la quita, sino que yo la entrego libremente. Tengo poder para entregarla y tengo poder para recuperarla: este mandato he recibido de mi Padre».

          El tema del pastor suena un tanto extraño a nuestra civilización, en la que resulta rara, sobre todo en los ambientes urbanos, la figura de una persona guiando un rebaño de ovejas. En la época de Jesús, y hasta hace poco tiempo en nuestras zonas rurales, era una tarea bastante habitual. El número de animales de servicio era en la antigüedad, en Israel y en las regiones que lo circundan( una garantía de riqueza. De Abraham, nuestro padre en la fe, se dice que era “rico en ganado, en oro y en plata” (Gén 13,2) y, si un rebaño de ovejas era considerado una riqueza, nosotros, por pertenecer al rebaño de Dios (de Cristo), somos la riqueza de Dios.

          En el Antiguo Testamento, Dios es comparado muchas veces a un pastor que guía a su pueblo. Así lo comprobamos en algunos salmos: “El Señor es mi pastor, nada me falta” (Sal 22/23); “Pastor de Israel, escucha, tú que guías a José como un rebaño; tú que estás sentado entre querubines, resplandece…” (Sal 79/80); “El Señor es nuestro Dios, y nosotros el pueblo de su pasto, el rebaño de su mano” (Sal 94/95).

          Dios confía esta dirección y cuidado de su pueblo a los reyes, que quedan convertidos en sus representantes o lugartenientes en la tierra. Pero en la práctica está tarea dejaba mucho que desear: en lugar de velar sobre el rebaño que les había sido confiado, se preocupaban de ellos mismos, de aumentar sus riquezas y su poder; en lugar de hacer reinar la justicia, dejaban que unos pocos ciudadanos se enriqueciesen a costa de la pobreza y miseria de la mayor parte del pueblo. Ante esta situación levantaban su voz los profetas: “¡Ay de los pastores de Israel que se apacientan a sí mismos! … No habéis fortalecido a las ovejas débiles, no habéis cuidado a la enferma ni curado a la que estaba herida, no habéis llevado al redil a la descarriada ni buscado a la perdida; sino que las habéis dominado con violencia y dureza” (Ez 34 2.4).

          A pesar de estas decepciones, los verdaderos creyentes no pierden la esperanza: saben que siguen en buenas manos, ya que Dios se preocupa y cuida de aquéllos que lo aman y siguen sus dictados; todos ellos albergan la esperanza de que en un futuro no lejano se  mostrará como el verdadero pastor ante todos los hombres: “Yo mismo apacentaré mis ovejas y yo las llevaré a reposar, oráculo del Señor Yahveh. Buscaré la oveja perdida, tornaré a la descarriada, curaré a la herida, confortaré a la enferma; y a la que está gorda y robusta la sobreprotegeré” (Ez 34,15-16).

          Para los oyentes de Jesús, conocedores de estos textos, las palabras de Jesús eran perfectamente entendibles y esperanzadoras. Jesús se considera como el Buen Pastor, anunciado por los profetas, un Pastor que se desvive por los que le han sido confiados: “Yo soy el buen Pastor. El buen pastor da su vida por las ovejas”. Igual que los profetas reprueba a los falsos pastores, a quienes, por no importarles las ovejas, las abandonan y huyen cuando ven venir el enemigo. Como buen Pastor, “conoce a sus ovejas y que ellas lo conocen a Él”, un conocimiento comparable al que tiene del Padre y al que el Padre tiene de Él. Y, como buen pastor, tiene en su mente a las ovejas que todavía no forman parte de su redil, pero pertenecerán al mismo en el futuro: en ese momento sólo existirá en el mundo el grupo de los que siguen a Jesús. Podemos decir que Jesús está pensando en la Iglesia la cual continuará su misión de atracción a Cristo y unificación de todos los hombres en Cristo a lo largo de la historia: “Tengo, además, otras ovejas que no son de este redil; también a esas las tengo que traer, y escucharán mi voz, y habrá un solo rebaño y un solo Pastor”. Estas mismas palabras las volverá a pronunciar Jesús en el discurso de la última cena, aunque ahora en forma de deseo y petición al Padre: “No ruego sólo por éstos, sino también por aquéllos que, por medio de su palabra, creerán en mí, para que todos sean uno, y para que, como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros”- (Jn 17,20-21).

          En el último tramo del texto de hoy. Jesús Jesús manifiesta a sus discípulos el inmenso amor que el Padre le tiene, un amor maravillosamente correspondido por su parte: “Por esto me ama el Padre, porque yo entrego mi vida para poder recuperarla”. Esta es la voluntad del Padre, “el mandato”  que ha recibido de Él: manifestar su amor a los hombres hasta el extremo de dar la vida por ellos: “Porque tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3,16).

Oración sobre las ofrendas

           Concédenos, Señor, alegrarnos siempre  por estos misterios pascuales y que la actualización continua de tu obra redentora sea para nosotros fuente de gozo incesante. Por Jesucristo, nuestro Señor..

           Separados de mí no podéis hacer nada” (Jn 15, 5), ni siquiera el alegrarnos. Como comenta Santa Teresa de Lisieux, Todo es gracia, todo es don de Dios” y, como tal don, Dios quiere, como es lógico, que lo deseemos. Y este deseo lo manifestamos en la oración de súplica que el Señor inspira en nosotros por la acción del Espíritu Santo. Es lo que la Iglesia pone hoy en nuestros labios, al unirnos al sacerdote en el ofrecimiento del pan y del vino: que vivamos estas fiestas de Pascua con la alegría que se merecen, y que tomemos conciencia de que estos misterios pascuales se actualizan siempre que Jesús se hace presente en el altar, escondido para nuestros ojos de la carne en el pan y el vino, pero realmente presente  a los ojos de la fe. Que esta manifestación eucarística de Cristo sea la fuente de un gozo que no tiene fin. Éstas fueron las palabras de Jesús en la Última Cena: Ahora estáis tristes -se aproximaba la hora de la pasión y de su partida de este mundo- pero volveré a veros y, entonces, vuestro corazón se llenará de alegría, una alegría que nadie os podrá quitar (Jn 16, 22).

Antífona de comunión

          Ha resucitado el buen Pastor, que dio la vida por sus ovejas y se dignó morir por su rebaño. Aleluya.

Oración después de la comunión

          Pastor bueno, vela compasivo sobre tu rebaño y conduce a los pastos eternos a las ovejas que has redimido con la sangre preciosa de tu Hijo. Él, que vive y reina por los siglos de los siglos.