Antífona de entrada
Como niños recién nacidos, ansiad la leche espiritual, no adulterada, para que con ella vayáis progresando en la salvación. Aleluya (1 Pe 2,2).
O bien:
Alegraos en vuestra gloria, dando gracias a Dios, que os ha llamado al reino celestial. Aleluya (4 Esd 2,36-37).
Oración colecta
Dios de misericordia infinita, que reanimas, con el retorno anual de las fiestas de Pascua, la fe del pueblo a ti consagrado, acrecienta en nosotros los dones de tu gracia para que todos comprendan mejor qué bautismo nos ha purificado, qué Espíritu nos ha hecho renacer y qué sangre nos ha redimido. Por nuestro Señor Jesucristo.
El tiempo litúrgico de Pascua de Resurrección, después de cuarenta días en los que nos hemos ejercitado en la conversión mediante la oración, el ayuno y la limosna, es una entrada de aire fresco que despeja nuestra mente y ablanda nuestro corazón para crecer en el conocimiento de la gracia que supone el bautismo en nuestras vidas, del Espíritu Santo que anima y fortalece nuestros hábitos y actitudes, y del Amor incondicional de Cristo al dar su vida por nosotros. Es esto lo que le pedimos al Padre en esta oración colecta, una petición que San Pablo desea para los hermanos de la comunidad de Filipo con estas palabras: “Que Cristo habite por la fe en vuestros corazones, para que, arraigados y cimentados en el amor, podáis comprender con todos los santos cuál es la anchura y la longitud, la altura y la profundidad, y conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento, para que os vayáis llenando hasta la total Plenitud de Dios” (Ef 3, 17-19)
Lectura del libro de los Hechos de los apóstoles 4,32-35
El grupo de los creyentes tenía un solo corazón y una sola alma: nadie llamaba suyo propio nada de lo que tenía, pues lo poseían todo en común. Los apóstoles daban testimonio de la resurrección del Señor Jesús con mucho valor. Y se los miraba a todos con mucho agrado. Entre ellos no había necesitados, pues los que poseían tierras o casas las vendían, traían el dinero de lo vendido y lo ponían a los pies de los apóstoles; luego se distribuía a cada uno según lo que necesitaba.
Los Hechos de los Apóstoles nos informan de manera clara y concisa sobre la vida de los primeros cristianos, una vida presidida por la unidad -“tenían un solo corazón y una sola alma”- y por la fraternidad -“lo poseían todo en común”-. No podía ser de otro modo: la fe iluminaba de tal manera su existencia que, de forma natural y -podíamos decir- inevitable, les llevaba a exteriorizar el amor de Dios que por la fe en Jesucristo había sido infundido en sus corazones. Es este amor el que les lleva a abandonar la vieja manera de conducirse, marcada por los criterios egoístas de un mundo caduco y sin sentido.
Esta unidad y esta fraternidad se traducen en una comunidad de bienes, en la que nadie pasaba necesidad: “Nadie llamaba suyo propio nada de lo que tenía, pues todo lo poseían en común” y más abajo: “entre ellos no había necesitados”. A estos cristianos de la primera hornada les salía del corazón llevar a la práctica el “tuve hombre y me diste de comer, tuve sed y me diste de beber” (Mt 25,35) y la exhortación de San Pablo a los Filipenses: “Que cada cual busque no su propio interés, sino el de los demás” (Fil 2,4).
Su nueva mentalidad se concretaba en actuaciones espontáneas como ésta: “Los que poseían tierras o casas las vendían, traían el dinero de lo vendido y lo ponían a los pies de los apóstoles; luego se distribuía a cada uno según lo que necesitaba”. El autor sagrado, al constatar estas actuaciones, no pretende darnos pistas sobre sobre lo que habría que hacer para caminar hacia una sociedad igualitaria -aunque éstas puedan y deban ser su principio inspirador-, sino hacernos comprender la eficacia de la Resurrección de Cristo: Cristo resucitado era realmente para ellos su única salvación y la verdadera liberación de los poderes aplastadores de este mundo; en Cristo resucitado, primicia de los que han muerto, encontraban la esperanza cierta de su propia resurrección: “Si con Él morimos, viviremos con Él; si con Él sufrimos, reinaremos con Él” (2 Tm 2,11-12). “Los apóstoles daban testimonio de la resurrección del Señor Jesús con mucho valor” y la fuerza de este testimonio contagiaba a los creyentes de tal manera, que les cambiaba la vida de forma radical: lo que para ellos antes era prioritario (riquezas, poder, influencias, placer) cede su puesto a lo que, antes de encontrarse con Jesucristo, consideraban deleznable y sin valor: la vida humilde, la preocupación por los necesitados, el desinterés por los bienes de este mundo. La posesión de bienes materiales no era una prioridad para estos cristianos: no se sentían propietarios de los mismos, sino sus administradores. Vienen bien aquí estas palabras de Benedicto XVI de su encíclica “Spe salvi”: “La fe otorga a la vida una base nueva, un nuevo fundamento sobre el que el hombre puede apoyarse, de tal manera que precisamente el fundamento habitual, (que es) la confianza en la renta material, queda relativizado” (Benedicto XVI Spe Salvi, 8)
Esta actitud de que no tenemos nada propio y de que debemos preocuparnos por los necesitados está en la línea del Antiguo Testamento, de modo especial en la predicación profética. Todo es regalo de Dios. Así lo reconoce el pueblo en el rito primaveral de ofrecer al Señor los primeros frutos de las cosechas: un signo de que todo le pertenece. Los profetas no se cansan en advertir al pueblo el sagrado deber de socorrer al necesitado. Como ejemplo, estas palabras de Isaías: “Si compartes tu pan con el hambriento y satisfaces el hambre de los afligidos, entonces tu luz brillará entre las tinieblas, y la oscuridad que te rodea será como el mediodía”.
San Lucas, el autor de los Hechos de los apóstoles, constata que, cuando las escrituras se cumplen, es decir, cuando vivimos en el régimen de la Nueva Alianza -es el caso de esta primera lectura- se instaura una verdadera vida de familia en la que todo se tiene en común, una familia “con un solo corazón y una sola alma”.
Salmo responsorial - 117
Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia.
Diga la casa de Israel: eterna es su misericordia.
Diga la casa de Aarón: eterna es su misericordia.
Digan los que temen al Señor:eterna es su misericordia.
El salmista invita al pueblo, reunido en asamblea, a alabar a Dios por los beneficios recibidos. “Eterna es su misericordia”, responde el pueblo una y otra vez. El salmista reclama la acción de gracias de los distintos estratos sociales, representados en la Casa de Israel -el estamento laico- y la Casa de Aarón -el estamento religioso-, y de todos aquéllos que temen al Señor, es decir, de todos los que, sean de la nación que sean -añadimos nosotros-, tienen puesta en el Señor su única esperanza. Todos ellos testifican el amor misericordioso de Dios, puesto a prueba en la creación y en la historia entera del pueblo elegido.
Con una conciencia todavía más viva, nosotros, que hemos hemos sido agraciados con el don ¡sin precio! de la participación en la vida divina por nuestra fe en Jesucristo, reconocemos con nuestra voz, con nuestro corazón y con nuestras obras este amor de Dios, llevado al extremo en la persona de Jesús que, “nos amó hasta el extremo” (Jn 13,1).
«La diestra del Señor es poderosa, la diestra del Señor es excelsa». No he de morir, viviré para contar las hazañas del Señor. Me castigó, me castigó el Señor, pero no me entregó a la muerte.
El salmo continúa celebrando el triunfo de Dios sobre los enemigos del pueblo, ensalzando su poder indiscutible: “La diestra del Señor es poderosa, la diestra del Señor es excelsa”. Con razones más contundentes, si cabe, nosotros manifestamos nuestra inmensa alegría por el triunfo de Jesús sobre la muerte y el pecado. De ello se hacía eco la liturgia de la Noche Pascual: “Ésta es la noche en que, rotas las cadenas de la muerte, Cristo asciende victorioso del abismo”. Así lo cantamos también en la secuencia de Pascua: “¡Lucharon vida y muerte en singular batalla, y muerto el que es la Vida, triunfante se levanta!”. Esta victoria de Cristo nos da la certeza de que la muerte -la muerte del pecado- no nos tocará, pues tenemos la esperanza fiable de que disfrutaremos para siempre de la vida verdadera y de la vocación de dar gloria a Dios para la que fuimos creados: “No he de morir, viviré para contar las hazañas del Señor”.
El pueblo se acuerda de las humillaciones y sufrimientos causados por sus pecados, sufrimientos que Dios permitió con el fin de ponerlo en el camino que conduce hacia la realización de sus promesas, un castigo, ciertamente, duro, pero que no le llevó a su destrucción: “Me castigó, me castigó el Señor, pero no me entregó a la muerte”. Olvidamos con frecuencia que los planes de Dios no son nuestros planes y que sus caminos no son nuestros caminos, y este olvido nos lleva a no aceptar la voluntad de Dios y, en consecuencia, a perdernos en un mundo sin rumbo. Dios permite esos momentos de crisis y sufrimiento para que, reconociendo con humildad nuestras rebeldías, nos acerquemos a su perdón con la confianza cierta de que no nos abandonará ni permitirá que nadie ni nada nos separe de Él, pues “nadie ni nada podrá apartarme del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús” (Rm 8,39).
La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular.
Es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente.
Este es el día que hizo el Señor: sea nuestra alegría y nuestro gozo.
Otro motivo para alabar a Dios: Israel, un minúsculo pueblo, continuamente menospreciado por los grandes imperios, se ha convertido, según los planes de Dios, en la piedra angular del edificio espiritual de todas las naciones, en el vehículo de transmisión de los designios salvadores de Dios en la historia.
Jesucristo se aplicó este texto a sí mismo, al recriminar a las clases dirigentes el no haber querido reconocerlo como Mesías (Lc 20,17). También los Hechos de los Apóstoles, San Pablo y San Pedro recogen este versículo de nuestro salmo: “El es la piedra que vosotros, los constructores, habéis despreciado y que se ha convertido en piedra angular. Porque no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos” (He 4,11-12). Ha sido la Resurrección de Jesucristo la que ha operado el milagro de construir la comunidad de fieles con un solo corazón y una sola alma en la que Cristo es el punto de unión y el cimiento de la misma. Sobradas razones tenemos los cristianos para estar alegres y gozosos por vivir esta fiesta permanente: “Éste es el día que hizo el Señor: sea nuestra alegría y nuestro gozo”.
Lectura de la primera carta del apóstol san Juan 5,1-6
Queridos hermanos: Todo el que cree que Jesús es el Cristo ha nacido de Dios; y todo el que ama al que da el ser ama también al que ha nacido de él. En esto conocemos que amamos a los hijos de Dios: si amamos a Dios y cumplimos sus mandamientos. Pues en esto consiste el amor de Dios: en que guardemos sus mandamientos. Y sus mandamientos no son pesados, pues todo lo que ha nacido de Dios vence al mundo. Y lo que ha conseguido la victoria sobre el mundo es nuestra fe. ¿Quién es el que vence al mundo sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios? Este es el que vino por el agua y la sangre: Jesucristo. No solo en el agua, sino en el agua y en la sangre; y el Espíritu es quien da testimonio, porque el Espíritu es la verdad.
En esta su primera carta, San Juan pone en guardia a los creyentes sobre el peligro de dejarse influir por algunos que, apartándose de la recta doctrina del Evangelio, enseñaban doctrinas erróneas sobre la persona de Cristo. Para ayudarles a mantenerse firmes en la fe les insiste en tres verdades que pueden convertirse en una breve confesión de fe, a saber,1) que Jesús de Nazaret es verdaderamente el Hijo de Dios; 2) que quien cree en Cristo se convierte en hijo de Dios y lleva una vida correspondiente a su filiación divina; y c) que esta vida de hijo de Dios consiste en amar a Dios y a los demás: “Todo el que cree que Jesús es el Cristo (1) ha nacido de Dios (2); y todo el que ama al que da el ser ama también al que ha nacido de él (3)”.
Jesús es el Cristo
San Juan no pretende demostrarnos que Jesús de Nazaret, un hombre de carne y hueso como los demás, y mortal como los demás, sea también el Enviado de Dios, el Hijo De Dios, pues este conocimiento entra dentro de los pensamientos impenetrables de Dios: en lo finito, es decir, en nuestra mente limitada, no puede caber lo infinito. No obstante, San Juan afirma por la fe, sin titubeos, que Jesús es plenamente hombre y plenamente Dios. Esta inseparabilidad en Cristo de la divinidad y de la humanidad lo expresa San Juan en esta lectura con estas palabras, difíciles de entender: “Éste es el que vino por el agua y la sangre: Jesucristo, no sólo por el agua, sino en el agua y la sangre”, es decir, el hombre Jesucristo no sólo estuvo habitado por la divinidad en su bautismo en el Jordán, simbolizado “por el agua”, sino durante toda su vida y, por supuesto, en su muerte en la Cruz, simbolizada aquí con “en la sangre”. Esta insistencia de San Juan en afirmar conjuntamente la divinidad y humanidad de Cristo la encontramos también en otros pasajes de sus escritos y, particularmente, de su Evangelio: “Yo lo he visto y testifico que este hombre es el Hijo de Dios” (Jn 1,32-34).
El cristiano es aquél que ha nacido de Dios
La fe en Cristo no consiste sólo en la aceptación de ciertas verdades, sino en la experiencia de sentirnos hijos de Dios y vivir como tales hijos de Dios. “Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!” (1 Juan, 3,1). A los que recibieron la Palabra, que es la Luz verdadera que, al venir al mundo, ilumina a todo hombre, es decir, a los que creen en Jesucristo, “les dio el poder de llegar a ser hijos de Dios” (Jn 1, 9.12); “Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3,16). La diferencia entre nuestra filiación natural y nuestra filiación a la gracia es clara: mientras que nuestros padres nos engendraron una sola vez y nuestra vida se va haciendo cada vez más independiente de ellos, con el nacimiento a la gracia ocurre al revés: Dios nos está constantemente engendrando a su vida divina, de tal manera que somos cada vez más dependientes de Él. Por ello, nuestro progreso espiritual es hacernos cada vez más niños, niños que todo lo reciben de Dios: “Si no os hacéis como niños no entraréis en el Reino de los Cielos” (Mt 18,3). El sentido de autonomía y madurez que nos proponen los métodos psicológicos debe ser compaginado en el cristiano con una verdadera espiritualidad de la infancia.
La vida del cristiano consiste en amar a Dios y a los demás
“Queridos, amémonos unos a otros, ya que el amor procede de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios” (1 Juan 4,7). Con esta afirmación San Juan nos está diciendo que el amor fraternal es una evidencia de la fe, o, mejor, que la fe y el amor proceden de una misma fuente: es el Espíritu el que nos lleva a la verdad plena, es decir, a la fe, por la que vemos las cosas como Dios las ve, y es el Espíritu el que nos hace capaces de amar. Por la fe somos hijos de Dios y por la fe miramos a los demás como realmente son, como hijos de Dios y, por tanto, como nuestros hermanos. “Todo el que ama al que da el ser ama también al que ha nacido de él”. Si los que están unidos por los lazos naturales de la sangre se aman con amor natural muy intenso, ¡cuánto más un cristiano tendrá que amar a su Padre celestial, que le está dando continuamente la vida. Y si ama al Padre celestial ¡cómo no va a amar a todos los que han nacido de Él! La fe engendra, por tanto, nuevas relaciones de fraternidad entre los cristianos y entre los cristianos y todos los hombres, pues todos los hombres están llamados a recibir la vida de Dios.
Demasiado bonito para ser verdad. Pues sí. Y así lo explica San Juan: “Sus mandamientos no son pesados, pues todo lo que ha nacido de Dios vence al mundo”. Es decir el que ha nacido de Dios ya no vive bajo el imperio del mundo, sino a la manera De Dios. “Todo lo puedo en Aquél que me conforta” -gritará San Pablo-. Desde que Cristo nos redimió existe el amor de verdad, el amor que nos lleva a dar la vida por los demás, pues para Dios nada es imposible.
Aclamación al Evangelio
Aleluya, aleluya, aleluya. Porque me has visto, Tomás, has creído –dice el Señor–; bienaventurados los que crean sin haber visto.
Lectura del santo evangelio según san Juan 20,19-31
Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: «Paz a vosotros». Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: «Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo». Y, dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos». Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Y los otros discípulos le decían: «Hemos visto al Señor». Pero él les contestó: «Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo». A los ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos. Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo: «Paz a vosotros». Luego dijo a Tomás: «Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente». Contestó Tomás: «¡Señor mío y Dios mío!» Jesús le dijo: «¿Porque me has visto has creído? Bienaventurados los que crean sin haber visto». Muchos otros signos, que no están escritos en este libro, hizo Jesús a la vista de los discípulos. Estos han sido escritos para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre.
Esta aparición tuvo lugar en la tarde noche del Domingo de Resurrección, muy probablemente en la casa en la que tuvo lugar la última cena. Allí se habrían refugiado los once por miedo a los judíos -se había corrido la voz de que habían robado el cadáver y, obviamente, podían pensar que sospecharían de ellos-. Con los diez apóstoles -no estaba Tomás entre ellos- se encontraban otros discípulos, entre ellos, según nos cuenta San Lucas en su Evangelio, los dos de Emaús, que habrían vuelto a Jerusalén a dar la noticia a los demás.
El que Jesús apareciese en medio de ellos, estando las puertas cerradas, denota por parte del evangelista una intención de afirmar su poder y su gloria del Señor, al no estar ya sometido a las leyes del mundo físico. Las primeras palabras de Jesús son el saludo de la paz , algo habitual en el mundo oriental. A continuación, les muestra las manos y el costado, un gesto con el que el Maestro pretende disipar la desconfianza de que no estaban viendo un espíritu. La primera reacción de los discípulos es la alegría: “... se llenaron de alegría al ver al Señor”. Con ello se empezaba a cumplir la promesa que les hizo Jesús en el cenáculo la víspera de su pasión: “Volveré a veros y se alegrará vuestro corazón, y vuestra alegría nadie os la podrá quitar” (Jn 16,22).
La repetición por segunda vez del saludo “paz a vosotros” demuestra que éste no era algo convencional, sino el ofrecimiento real de La Paz, como había hecho también la víspera de su muerte: “La paz os dejo, mi paz os doy; yo no os la doy como el mundo la da. No se turbe vuestro corazón, ni se acobarde” (Jn 14,27).
A continuación sopló sobre ellos, un gesto que nos lleva al momento de la creación en el que Dios insufló su aliento para dar vida a todas las cosas creadas. Con el soplo de su aliento sobre sus discípulos Jesús les regala la nueva vida, conseguida para ellos a través de su Muerte y Resurrección, y el poder de perdonar los pecados, es decir, La Paz que es Ėl mismo. ¿Quién puede perdonar pecados, sino solo Dios?, dijeron en una ocasión los fariseos a Jesús (Lc 5,21? Pues ahora, no sólo Jesús, que era Dios, sino también sus discípulos que, desde este momento, fueron hechos partícipes de la misma vida y misión de Cristo: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos»
La segunda parte de la lectura es el conocido episodio de Tomás que, al no estar presente en la primera aparición, se negaba a creer. “Hemos visto al Señor” -le repetían una y otra vez los compañeros-. Su respuesta siempre la misma: “Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo”. Esta vez se encontraba Tomás en el grupo. Cuando Jesús aparece, se dirige directamente a él: “Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente”. Tomás reacciona: “Señor mío y Dios mío”. “¿Porque me has visto, Tomás, has creído? Bienaventurados los que crean sin haber visto”.
Probablemente San Juan, al introducir el episodio de Tomás en su evangelio, tiene la intención de animar a la fe a todos aquéllos que no vieron al Señor en vida. “Bienaventurados los que crean sin haber visto”. Son ellos, es decir, nosotros, los destinatarios directos, no sólo de esta narración, sino de todo el cuarto evangelio. Así lo escribe varias veces a lo largo del mismo, y así queda corroborado con las palabras finales de esta lectura: Estos (signos) han sido escritos para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre.
Oración sobre las ofrendas
Recibe, Señor, las ofrendas de tu pueblo [y de los recién bautizados], para que, renovados por la confesión de tu nombre y por el bautismo, consigamos la eterna bienaventuranza. Por Jesucristo, nuestro Señor.
El pueblo creyente y los nuevos cristianos, incorporados a Cristo la noche de la Pascua, ofrecen por mediación del sacerdote los dones del pan y el vino que, convertidos en el Cuerpo y la Sangre del Señor, serán el alimento que fortalecerá nuestra vida junto a Dios. Unidos al deseo de la Iglesia, queremos, al ofrecer estos dones, ser renovados por la fe en el Señor resucitado y por la gracia del bautismo, para ser dignos de recibir la vida que no tiene fin y que consiste en un conocimiento del Padre y de Jesucristo. “En esto consiste la vida eterna: en que te conozcan a Ti, el Único Dios verdadero, y a tu Enviado Jesucristo” (Jn 17,3).
Antífona de comunión
Trae tu mano y métela en el agujero de los clavos: y no seas incrédulo, sino creyente. Aleluya (cf. Jn 20,27).
Oración después de la comunión
Concédenos, Dios todopoderoso, que el sacramento pascual recibido permanezca siempre en nuestros corazones. Por Jesucristo, nuestro Señor.
El sacramento que hemos recibido en la comunión tiene, de por sí, una eficacia permanente que llega hasta la eternidad. Pero en la práctica, debido a las influencias externas que van en su contra, a nuestra natural inconstancia y a nuestra inclinación a las cosas de la tierra, vivimos en la práctica como si Cristo no permaneciese en nuestro corazón, arrojándonos, si no a los vicios del mundo, sí a una vida espiritualmente tibia. La Iglesia pretende con esta oración que no cesemos de implorar la gracia de Dios para que vivamos permanentemente en Cristo. “Orad sin cesar. Dad gracias en todo, porque esta es la voluntad de Dios para con vosotros en Cristo Jesús. No apaguéis el Espíritu” (1 Tes 5 17-19)