Tercer Domingo de Pascua B
Antífona de entrada
Aclamad al Señor, tierra entera; tocad en honor en su nombre, cantad himnos a su gloria. Aleluya (Sal 65,1-2)
Oración colecta
Que tu pueblo, oh, Dios, exulte siempre al verse renovado y rejuvenecido en el espíritu, para que todo el que se alegra ahora de haber recobrado la gloria de la adopción filial, ansíe el día de la resurrección con la esperanza cierta de la felicidad eterna. Por nuestro Señor Jesucristo.
“El Reino de Dios no es comida ni bebida, sino justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo” (Rm 14, 17). La alegría que debe caracterizar al cristiano no es la alegría que proviene de poseer cosas que nos intentan hacernos disfrutar y olvidar los problemas, no es la alegría que compramos como un bien de consumo. La alegría cristiana es la que brota de lo más profundo de nosotros mismos, donde habita el Espíritu Santo, que nos renueva e inspira constantemente lo que debemos desear y aquéllo de lo que debemos huir, la alegría de ser y sentirnos hijos de Dios. Es esta alegría la que pedimos al Padre ya para esta vida y, así, habiéndola experimentado, ansiemos poseerla de forma definitiva en la Vida sin fin a la que estamos llamados. “Volveré a vosotros y se alegrará vuestro corazón y vuestra alegría nadie os la podrá quitar” (Jn 16,22)
Lectura del libro de los Hechos de los apóstoles 3,13-15. 17-19
En aquellos días, Pedro dijo al pueblo: «El Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob, el Dios de nuestros padres, ha glorificado a su siervo Jesús, al que vosotros entregasteis y de quien renegasteis ante Pilato, cuando había decidido soltarlo. Vosotros renegasteis del Santo y del Justo, y pedisteis el indulto de un asesino; matasteis al autor de la vida, pero Dios lo resucitó de entre los muertos, y nosotros somos testigos de ello. Ahora bien, hermanos, sé que lo hicisteis por ignorancia, al igual que vuestras autoridades; pero Dios cumplió de esta manera lo que había predicho por los profetas, que su Mesías tenía que padecer. Por tanto, arrepentíos y convertíos, para que se borren vuestros pecados.
San Pedro se dirige a los judíos que, en torno a él y a San Juan, se concentran en el pórtico del templo, asombrados por el milagro de la curación de un cojo de nacimiento. “Ni tengo oro ni plata -le dijo San Pedro al hombre imposibilitado que, desde hacía tiempo, pedía limosna a la puerta Hermosa del templo-, te doy lo que tengo: en nombre de Jesucristo ponte a andar” (Hech 3,6).
“Por qué nos miráis fijamente -comienza San Pedro- como si por nuestro poder o piedad hubiéramos hecho caminar a éste?” (Hech 3,12) No hemos sido nosotros, sino Jesucristo, “al que vosotros entregasteis y de quien renegasteis ante Pilato” y al que, “matasteis, siendo el autor de la vida”. De esta forma, y movido por el Espíritu Santo, hablaba a sus hermanos de raza y de religión para hacerles saber que a este Jesús lo ha glorificado «el Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob, resucitándolo de entre los muertos”, hecho que ellos (los apóstoles) pueden testificar. No les habla San Pedro para recriminarles su acción, sino para que, reconociendo el error de no haber reconocido en Jesús al Mesías, se arrepientan: “Sé que lo hicisteis por ignorancia, al igual que vuestras autoridades”, pero hay una salida digna: “Arrepentíos y convertíos, para que se borren vuestros pecados”.
“Lo hicisteis por ignorancia”
De alguna manera este error estaba justificado, pues tanto para la mayor parte del pueblo, como para sus jefes religiosos, Jesús -por su vida, su predicación y sus hechos- no daba el perfil del Mesías que ellos esperaban: un Mesías que vendría con poder a liberar políticamente a Israel, un Mesías victorioso de todas las fuerzas del mal, un Mesías ligado en todos los aspectos a la gloria y a la victoria. Una vez más constatamos que los caminos de Dios no son nuestros caminos, aunque se podían vislumbrar ya en el mensaje de los profetas, especialmente en el profeta Isaías que, en los Cantos del Siervo de Yahvé, hablaba de un Mesías inocente, sufriente, perseguido, entregado a la muerte y, posteriormente, glorificado por Dios.
La pasión y muerte de Cristo en la predicación de Isaías
Fue en este fragmento del cuarto canto del Siervo de Yahvé (Is 53, 2-5), donde se inspiraron los primeros seguidores de Jesús para entender su pasión y su muerte: “No tenía apariencia ni presencia; le vimos y no tenía aspecto que pudiésemos estimar. Despreciable y desecho de hombres, varón de dolores y sabedor de dolencias, como uno ante quien se oculta el rostro, despreciable, y no le tuvimos en cuenta. (…) Nosotros le tuvimos por azotado, herido de Dios y humillado. Él ha sido herido por nuestras rebeldías, molido por nuestras culpas. Él soportó el castigo que nos trae la paz, y con sus cardenales hemos sido curados”.
La Resurrección de Cristo en la predicción de Isaías
Todo este sufrimiento del Siervo de Yahvé no queda en el abandono de Dios, sino en su glorificación: “Pero al darse a sí mismo en expiación, verá descendencia, alargará sus días, (…) verá luz, se saciará. Por su conocimiento justificará a muchos y las culpas de ellos él soportará. Por eso le daré su parte entre los grandes” (Is 53,10-12).
Importancia de este texto para entender el misterio de Cristo
Los primeros cristianos supieron ver en estos textos de Isaías y, de modo especial, en el que acabamos de transcribir, la figura del Cristo que sufre y muere en la cruz, y del Cristo que se levanta glorioso del sepulcro por el poder del Padre. Es al descubrimiento de este texto al que quiere llevar San Pedro a sus oyentes judíos en este discurso. Nada está perdido. Estamos a tiempo de reparar este error, rehabilitando a un inocente. Y ésta es la maravilla de la misericordia de Dios: que a todos se nos afecta la petición de Jesús cuando lo clavaban en la Cruz: “Perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc 23,34).
“Arrepentíos y convertíos, para que se borren vuestros pecados”
El apartarse de Dios y de su voluntad es una realidad a la que todos estamos expuestos. Con frecuencia caemos en el desamor a Dios y a nuestros hermanos; con frecuencia pasamos de largo ante los problemas de los que nos rodean, de aquéllos que realmente nos necesitan. Cuando esto ocurre habitualmente, nos apartamos del proyecto benevolente que Dios tiene sobre cada uno de nosotros y, por tanto, de nosotros mismos. Nos encontramos, como el hijo de la parábola evangélica, en un mundo que nos es extraño. En esta situación tenemos siempre una salida: volver a Dios que, como Padre amoroso, nos espera con los brazos abiertos. “Hay más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no tengan necesidad de conversión” (Lc 15,7)
[Comentario que, con algunas licencias, he tomado y resumido en gran parte de la biblista francesa Marie Noëlle Thabut]
Salmo responsorial - 4
Haz brillar sobre nosotros, Señor, la luz de tu rostro.
Escúchame cuando te invoco, Dios de mi justicia; tú que en el aprieto me diste anchura, ten piedad de mí y escucha mi oración (1)
El salmista se encuentra en una situación apurada que, quizá, podría poner en peligro su fe. En este momento crítico se acuerda de que el Señor le ha tranquilizado siempre, dándole anchura en los momentos críticos de su vida. Este recuerdo le motiva para seguir pidiéndole, con la confianza de quien es su hijo, que le sea una vez más propicio y responda a sus súplicas y ansiedades.
Sabedlo: el Señor hizo milagros en mi favor, y el Señor me escuchará cuando lo invoque
El salmista insiste en que el señor está siempre con el que le es fiel y no va tras los ídolos. Sabe, con la certeza que le da la fe, que escucha siempre a quien le invoca con sinceridad. La verdadera seguridad en esta vida procede de la protección de Dios, que está siempre al servicio de quiene intentan agradarlo cumpliendo su voluntad. Éste es el intento que debe alentar todos los momentos de nuestra vida, tratando de agradar al Señor en todo: “Que te sean gratas las palabras de mi boca y el susurro de mi corazón, sin tregua ante ti, roca mía, mi redentor” (Sal 33,15).
Hay muchos que dicen: «¿Quién nos hará ver la dicha, si la luz de tu rostro ha huido de nosotros?»
Un sentimiento de escepticismo embarga a los que deciden seguir los caminos de Dios, pues no esperan poder gozar de la felicidad: quien nos hará ver la dicha. El salmista responde a esta manifestación escéptica con una súplica para que Dios muestre su ayuda protectora: alza sobre nosotros la luz de tu rostro. El salmista responde a esta manifestación escéptica con una súplica para que Dios le muestre su ayuda protectora: “¡Alza sobre nosotros la luz de tu rostro!” (Sal 4 7). El rostro radiante de Dios simboliza los sentimientos de benevolencia para con el hombre. Un rostro alegre que refleja simpatía y benevolencia. Aquí, pues, la manifestación radiante de la luz del rostro de Dios es el preludio de sus favores hacia los que les son fieles.
En paz me acuesto y enseguida me duermo, porque tú solo, Señor, me haces vivir tranquilo (4)
Esta manifestación radiante del rostro de Dios trae al corazón del fiel, confiado a su providencia, más alegría. felicidad y tranquilidad que la que se tiene en los tiempos de abundancia material. Por eso, en cuanto se acuesta se entrega a un sueño reparador, pues descansa confiadamente en Dios, que vela siempre por él: “Los ojos del Señor están sobre quienes le temen, sobre los que esperan en su amor, para librar su alma de la muerte, y sostener su vida en la penuria. Nuestra alma espera en el Señor, él es nuestro socorro y nuestro escudo; en él se alegra nuestro corazón, y en su santo nombre confiamos.” (Sal 33, 18-20).
Lectura de la primera carta del apóstol san Juan 2,1-5a
Hijos míos, os escribo esto para que no pequéis. Pero, si alguno peca, tenemos a uno que abogue ante el Padre: a Jesucristo, el Justo. Él es víctima de propiciación por nuestros pecados, no solo por los nuestros, sino también por los del mundo entero. En esto sabemos que lo conocemos: en que guardamos sus mandamientos. Quien dice: «Yo lo conozco», y no guarda sus mandamientos, es un mentiroso, y la verdad no está en él. Pero quien guarda su palabra, ciertamente el amor de Dios ha llegado en él a su plenitud.
1) Aunque en nuestras conversaciones habituales apenas utilicemos la palabra pecado, sí nos decimos unos a otros que nadie es perfecto, si bien casi nunca concretamos nuestras nuestras. En esta carta de San Juan se nos invita a que evitemos el pecado: “Os escribo esto para que no pequéis”. Ello significa, por una parte, que todos estamos inclinados al mal -“Todos estamos bajo el poder del pecado” (Rm 3,8)- y, por otra, que, como confiesa también San Pablo a su discípulo Timoteo, la vida cristiana es un combate: “He combatido bien mi batalla, he corrido hasta la meta, he mantenido la fe” (2 Tm 4, 7). Todos tenemos nuestras contradicciones y todos podemos identificarnos con estas palabras de San Pablo: “No hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero” (Rm 7:19-25). “Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros” (1 Jn 5,19), nos dice San Juan en esta misma carta.
2) Todos somos pecadores, pero todos tenemos acceso al perdón: ésta es la gran novedad de la Biblia, manifestada en el anuncio habitual de Cristo al curar a un enfermo: “tus pecados te son perdonados”; es lo que confesamos en el Credo: “yo creo en el perdón de los pecados”. Es la conclusión de esta carta de San Juan: “Os he escrito estas cosas a los que creéis en el nombre del Hijo de Dios, para que os deis cuenta de que tenéis vida eterna” (1Jn 5,13) o, dicho de otro modo, que “hemos pasado de la muerte (del pecado) a la Vida” (1Jn 3,14). La Palabra de Dios, como vemos, insiste una y otra vez en hacer pasar al hombre del sentimiento de culpabilidad, que nos aprisiona, a la certeza de su perdón, que nos libera.
3) “Si alguno peca, tenemos a uno que abogue ante el Padre: a Jesucristo, el Justo. Él es víctima de propiciación por nuestros pecados, no sólo por los nuestros, sino también por los del mundo entero”. Ésta es la otra gran verdad: que somos perdonados en Jesús. La expresión “víctima de propiciación por nuestros pecados” debe ser entendida en el marco de la liturgia del Antiguo Alianza: el pueblo de Israel es consciente de ser pecador, de ser infiel a la alianza que Dios estableció con él y la forma de restablecerla, es decir, de hacer desaparecer nuestra infidelidad, es mediante el sacrificio de un animal como símbolo de que nuestra vida la ponemos en las manos de Dios. San Juan nos dice que Jesús se ofrece a sí mismo para restablecer definitivamente la alianza entre Dios y los hombres: “Éste es el cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Jn 1,29) -de ésta forma señalaba el otro San Juan, el Bautista, a Cristo a sus discípulos-.
4) La carta continúa de este modo: no basta con no pecar, es necesario, para estar seguros de estar unidos a Dios, el cumplimiento de su voluntad, expresada en sus mandamientos. Refiriéndose a aquéllos que ponían la perfección humana y cristiana en el conocimiento de Dios, del que se sentían orgullosos, pero que descuidaban los deberes más sagrados de la vida cristiana, nos dice San Juan: “Quien dice: «Yo lo conozco», y no guarda sus mandamientos, es un mentiroso, y la verdad no está en él”.
5) “Pero quien guarda su palabra, ciertamente el amor de Dios ha llegado en él a su plenitud”. Sólo aquél que se deja guiar por la Palabra de Dios, cumpliendo lo que en ella se dicta, conoce realmente a Dios, pues el conocimiento es verdadero, no cuando es sólo teórico, sino cuando se realiza desde el amor y para el amor. Cuando conocemos a Dios de esta forma, no tiene sentido el no agradarle en todo lo que hacemos, y a Dios le agradamos cuando llevamos a la práctica el mandato del amor, mandato que sólo es posible en el conocimiento e imitación de Cristo que, “habiendo amado a los suyos, que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”. Ésta es la única norma de una ética cristiana: amar como Cristo, es decir, amar hasta el extremo: “Amaos unos a otros como yo os he amado” (Jn 13,34).
Aclamación al Evangelio
Aleluya, aleluya, aleluya. Señor Jesús, explícanos las Escrituras; haz que arda nuestro corazón mientras nos hablas.
Lectura del santo evangelio según san Lucas 24,35-48
En aquel tiempo, los discípulos de Jesús contaron lo que les había pasado por el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan. Estaban hablando de estas cosas, cuando él se presentó en medio de ellos y les dice: «Paz a vosotros». Pero ellos, aterrorizados y llenos de miedo, creían ver un espíritu. Y él les dijo: «¿Por qué os alarmáis?, ¿por qué surgen dudas en vuestro corazón? Mirad mis manos y mis pies: soy yo en persona. Palpadme y daos cuenta de que un espíritu no tiene carne y huesos, como veis que yo tengo». Dicho esto, les mostró las manos y los pies. Pero como no acababan de creer por la alegría, y seguían atónitos, les dijo: «¿Tenéis ahí algo de comer?» Ellos le ofrecieron un trozo de pez asado. Él lo tomó y comió delante de ellos. Y les dijo: «Esto es lo que os dije mientras estaba con vosotros: que era necesario que se cumpliera todo lo escrito en la Ley de Moisés y en los Profetas y Salmos acerca de mí». Entonces les abrió el entendimiento para comprender las Escrituras. Y les dijo: «Así está escrito: el Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día y en su nombre se proclamará la conversión para el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén. Vosotros sois testigos de esto».
El evangelio de este domingo es la narración de la aparición de Jesús a sus discípulos la tarde-noche del día de la Resurrección, narración que ya leíamos el pasado Domingo en la versión de San Juan.
Cuando los discípulos de Emaús están informando a los demás que se les había aparecido el Señor y que lo reconocieron al partir el pan, Jesús se hace súbitamente presente en medio ellos con el habitual saludo de la Paz.
Aunque todos tenían noticias de la resurrección (aparición a Pedro, lo que les contaron las mujeres y, ahora, lo que les narran los compañeros de Emaús), la presencia de Jesús les sobrecoge hasta tal punto, que, a causa de la alegría que les embargaba, no lo acababan de creer. Jesús les tranquiliza e intenta convencerles de que es verdad lo que están viendo, de que no se trata de un fantasma. “¿Por qué os alarmais?, ¿por qué surgen dudas en vuestro corazón? Mirad mis manos y mis pies: soy yo en persona. Palpadme y daos cuenta de que un espíritu no tiene carne y huesos, como veis que yo tengo”.
Y para disipar completamente las dudas, les pide algo de comer e ingiere delante de ellos un trozo de pez asado. Todos estos detalles obedecen a la obsesión del Evangelista por hacernos ver que nuestra fe en Jesús, nuestra fe cristiana, depende de personas que han sido testigos oculares de la vida, muerte y Resurrección de Jesús. En el prólogo de la primera carta de San Juan, a la que pertenece el fragmento de la segunda lectura, apreciamos esta misma obsesión, común a los doce apóstoles: “Lo que era desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado, y palparon nuestras manos tocante al Verbo de vida ( ), lo que hemos visto y oído, eso os anunciamos para que también vosotros tengáis comunión con nosotros; y nuestra comunión verdaderamente es con el Padre, y con su Hijo Jesucristo” (1Jn 1,1,3).
A continuación, convencidos de que no estaban ante un espíritu, sino ante alguien de carne y hueso, Jesús les hace ver que todo lo que le ha pasado era algo que tenía que suceder para “que se cumpliera todo lo que acerca de Ėl estaba escrito en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos”. No está claro entre los exégetas si estas últimas palabras de Jesús a sus discípulos fueron dichas en este momento o en otra de las apariciones que tuvieron lugar antes de la Ascensión y que el evangelista, probablemente por motivos de comprensión para sus lectores, prefirió intercalarlas aquí. Ni el cuándo ni el cómo tienen importancia, sino el que fueron realmente pronunciadas por Jesús.
La misión de Jesús ha terminado, pues todo ha sido cumplido. Ahora queda que los apóstoles anuncien a todo el mundo lo que han visto y oído, que se predique en todas partes, comenzando por Jerusalén, que Dios salva a los hombres por Jesucristo y que a todos concede el perdón de los pecados. “Así estaba escrito: el Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día y en su nombre se proclamará la conversión para el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén”.
Concluyo con estas palabras del teólogo Urs von Balthasar: “Jesús dice a sus discípulos en el evangelio que su muerte y resurrección han operado el perdón de los pecados. Éstas palabras se celebran en la segunda lectura como un acontecimiento sumamente consolador y lleno de esperanza para nosotros, pecadores. Todo hombre, cuando peca y se convierte, puede tener parte en la gran absolución que se pronuncia sobre el mundo. Pero para ello se requiere la conversión, porque el mentiroso que se confiesa cristiano y no cumple los mandamientos de Dios persiste en la ignorancia precristiana; más aún: vive en la contradicción y no en la verdad” (Hans Urs von Balthasar Luz de la palabra, p. 155)
Oración sobre las ofrendas
Recibe, Señor, las ofrendas de tu Iglesia exultante, y a quien diste motivo de tanto gozo concédele disfrutar de la alegría eterna. Por Jesucristo, nuestro Señor.
El cristiano no debe jamás perder de vista el futuro que le aguarda después de la muerte. San Pablo se queda extrañado cuando se entera de que algunos dicen que los muertos no resucitan: “Si los muertos no resucitan, tampoco Cristo resucitó, y si Cristo no resucitó, vacía es nuestra predicación y vacía es nuestra fe” (1 Cor 15, 13-14). En la presentación del pan y el vino, suplicamos al Padre que la Iglesia, que, en medio de las incertidumbres de este mundo, participa ya ahora del gozo de la Resurrección de Cristo, su Esposo, permanezca en esta alegría por toda la eternidad.
Antífona de comunión
Convenía que el Mesías padeciera, resucitara de entre los muertos al tercer día y, en su nombre, se proclamara la conversión para el perdón de los pecados a todos los pueblos. Aleluya (cf. Lc 24,46-47).
Oración después de la comunión
Mira, Señor, con bondad a tu pueblo y, ya que has querido renovarlo con estos sacramentos de vida eterna, concédele llegar a la incorruptible resurrección de la carne que habrá de ser glorificada. Por Jesucristo, nuestro Señor.
Al alimentarnos del Cuerpo y la Sangre de Cristo, hemos sido asimilados a Él, nos hemos convertido, como El, en hombres nuevos, participando ya aquí y ahora en su vida eterna e inmortal. Sintiéndonos ya resucitados en nuestro espíritu, nos dirigimos al Padre para pedirle que glorifique también nuestros cuerpos cuando Cristo vuelva en su última venida. “Cuando este ser corruptible se revista de incorruptibilidad y este ser mortal se revista de inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra que está escrita: La muerte ha sido devorada en la victoria” (1 Cor 15, 54).