Cuarto domingo de Pascua B
Antífona de entrada
La misericordia del Señor llena la tierra, la palabra del Señor hizo el cielo. Aleluya (cf. Sal 32,5-6).
Oración colecta
Dios todopoderoso y eterno, condúcenos a la asamblea gozosa del cielo, para que la debilidad del rebaño llegue hasta donde le ha precedido la fortaleza del Pastor. Él, que vive y reina contigo.
“Nuestra vida está escondida con Cristo en Dios” (Col 3,3). En esta primera oración de la misa pedimos al Padre que nos haga comprender esta impresionante verdad: que, a pesar de nuestra debilidad, vivimos ya desde ahora unidos en la fe a la asamblea de los que han logrado definitivamente el premio de la vida eterna. Que pasemos nuestra existencia terrena centrados en los valores del Reino, en el amor, puesto a prueba en el servicio a nuestros hermanos. De esta forma, asistidos con la fuerza constante del Espíritu Santo, que habita en nuestro interior, nuestro ser débil se irá acercando a la fortaleza de Cristo, el Pastor de nuestras almas. “El Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza. Pues nosotros no sabemos cómo pedir para orar como conviene; mas el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables” (Rm 8,26)..
Lectura del libro de los Hechos de los apóstoles 4,8-12
En aquellos días, lleno de Espíritu Santo, Pedro dijo: «Jefes del pueblo y ancianos: Porque le hemos hecho un favor a un enfermo, nos interrogáis hoy para averiguar qué poder ha curado a ese hombre; quede bien claro a todos vosotros y a todo Israel que ha sido el Nombre de Jesucristo el Nazareno, a quien vosotros crucificasteis y a quien Dios resucitó de entre los muertos; por este Nombre, se presenta este sano ante vosotros. Él es “la piedra que desechasteis vosotros, los arquitectos, y que se ha convertido en piedra angular”; no hay salvación en ningún otro, pues bajo el cielo no se ha dado a los hombres otro nombre por el que debamos salvarnos».
La tarde anterior, Pedro y Juan habían puesto en pie a un cojo que, sentado ante la puerta hermosa, pedía limosna a los fieles que entraban en el templo. “No tengo plata ni oro; pero lo que tengo, te doy: en nombre de Jesucristo, el Nazareno, ponte a andar” (Hech 3,6) -fueron las palabras que Pedro dirigió a este hombre cuando se produjo su curación-. Ante la admiración de los que presenciaron el suceso, el apóstol improvisa un discurso para hacerles ver que la curación del cojo se ha operado, no por su poder, sino por la fe en el Nombre de Jesús, “al que -dirigiéndose a los oyentes- disteis muerte y Dios le resucitó de entre los muertos” (Hech 3, 15). Molestos los jefes de los sacerdotes con los dos apóstoles por estar predicando a Jesús, les echaron mano y les metieron en prisión. A la mañana siguiente, después de haber deliberado, les llevaron a su presencia para interrogarles sobre el suceso y tomar medidas para evitar en lo posible todo tipo de alboroto. “¿Con qué poder o en nombre de quién habéis hecho vosotros eso?” -les preguntaron-. Con la valentía que le venía de la fuerza del Espíritu, Pedro, mirándoles fijamente, les espetó estas palabras: “Quede bien claro a todos vosotros y a todo Israel que ha sido por el Nombre de Jesucristo el Nazareno, a quien vosotros crucificasteis y a quien Dios resucitó de entre los muertos por el que este hombre se presenta sano ante vosotros”.
En el ambiente religioso judío, esta afirmación de Pedro suponía un sonado escándalo: había pronunciado un nombre que ocupaba el Nombre del Dios de Israel, un caso clarísimo de idolatría, por cuya eliminación lucharon tanto los profetas: “Yo soy Yahveh, tu Dios, desde el país de Egipto. No conoces otro Dios fuera de mí, ni hay más salvador que yo” (Os 13,4); “No hay otro dios, fuera de mí. Dios justo y salvador, no hay otro fuera de mí” (Is 45,21).
Utilizar el nombre de Dios, revelado sólo al pueblo judío, era considerado una blasfemia y así entendieron los la frase que Pedro dirigió al cojo de nacimiento: “En nombre de Jesucristo, el Nazareno, ponte a andar”.
Pero Pedro, en lugar de amedrentarse, proclama a Jesús como el fundamento en que se asienta todo el plan de Dios sobre los hombres: “Él es la piedra que desechasteis vosotros, los arquitectos, y que se ha convertido en piedra angular”. Pedro está pensando en la pasión y muerte de Jesús -en la que fue absolutamente rechazado por las autoridades y gran parte del pueblo- y en su resurrección -por la que fue constituido en el único fundamento de la nueva creación y en la única persona por la que los hombres pueden acceder a la vida divina-: “Bajo el cielo no se ha dado a los hombres otro nombre por el que debamos salvarnos”.
Las autoridades religiosas -continúan los versículos siguientes al texto de hoy- no veían salida a esta situación. Por una parte, no podían negar el hecho milagroso y, por otra, la atribución del milagro a Jesús por parte de los apóstoles y de las personas que lo presenciaron. ¿Qué hacer con estos hombres dispuestos a predicar por doquier el Nombre de Jesús -del que pensaban que se habían liberado-, conscientes de que su divulgación ponía en peligro los mismos cimientos del la Religión y del Estado?
Las autoridades amenazaron a Pedro y a Juan y les prohibieron propagar el Nombre de Jesús, algo que de ninguna manera consiguieron, convencidos, como estaban, de que había resucitado y armados con la fuerza del Espíritu Santo: “No seréis vosotros los que hablaréis, sino el Espíritu de vuestro Padre el que hablará en vosotros” (Mt 10,20), dijo Jesús a los doce en el momento de elegirles como apóstoles. Y nos lo dice igualmente a nosotros, llamados a ser testigos y anunciadores de la persona viviente de Jesús y de su mensaje: “Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,18-20). Él está con nosotros todos los días y en todo lugar. ¿Nos creemos realmente que Jesús nos acompaña realmente en todo lo que hacemos o, más bien, nos ceñimos exclusivamente a proclamar teóricamente su mensaje, como haríamos con cualquier otro va líder o fundador religioso. Nuestro ser cristiano, como afirma Benedicto XVI, no es producto de una idea, por muy sublime que ésta sea, sino del encuentro con “una Persona, que da un nuevo horizonte a nuestra vida y, con ello, una orientación decisiva” (Deus caritas est, Introducción).
Salmo responsorial, 117
La piedra que desecharon los arquitectoses ahora la piedra angular.
Dad gracias al Señor porque es bueno,
porque es eterna su misericordia. Mejor es refugiarse en el Señor que fiarse de
los hombres, mejor es refugiarse en el Señor que fiarse de los jefes.
Te doy gracias porque me escuchaste y fuiste mi salvación. La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular. Es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente.
Bendito el que viene en nombre del Señor, os bendecimos desde la casa del Señor. Tú eres mi Dios, te doy gracias; Dios mío, yo te ensalzo. Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia.
El salmista nos invita a realizar lo que por vocación somos todos nosotros: criaturas que todo lo que somos y tenemos lo hemos recibido de Dios y cuya tarea permanente consiste en agradecer y glorificarle. El motivo de este agradecimiento es la bondad y el amor permanente y compasivo de este Dios “en quien vivimos, nos movemos y existimos” (Hech 17,28). De este ámbito del amor de Dios nos salimos con bastante frecuencia, poniendo nuestra confianza en falsas realidades a las que, ofreciéndonos el oro y el moro, seguimos, sin darnos cuenta que a la postre nos quedan vacíos de las verdaderas riquezas y de nuestro propio ser. La experiencia de fe del salmista es un toque de atención para que valoremos lo que de verdad nos conviene: “Mejor es refugiarse en el Señor que fiarse de los hombres, mejor es refugiarse en el Señor que fiarse de los jefes”.
Otro motivo para alabar a Dios, entresacado de otra parte del salmo: Israel, un minúsculo pueblo, continuamente menospreciado por los grandes imperios, se ha convertido, según los planes de Dios, en la piedra angular del edificio espiritual de todas las naciones, en el vehículo de transmisión de los designios salvadores de Dios en la historia.
Jesucristo se aplicó este texto a sí mismo, al recriminar a las clases religiosas dirigentes el no haber querido reconocerlo como Mesías (Lc 20,17). También los Hechos de los Apóstoles, San Pablo y San Pedro recogen este versículo de nuestro salmo: “Él es la piedra que vosotros, los constructores, habéis despreciado y que se ha convertido en piedra angular. Porque no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos” (He 4,11-12). Ha sido la Resurrección de Jesucristo la que ha operado el milagro de construir la comunidad de fieles con un solo corazón y una sola alma; en ella, Cristo es el punto de unión y el cimiento de la misma. Sobradas razones tenemos los cristianos para estar alegres y gozosos por vivir esta fiesta permanente: “Éste es el día que hizo el Señor: sea nuestra alegría y nuestro gozo”.
Lectura de la primera carta del apóstol san Juan 3,1-2
Queridos hermanos: Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos! El mundo no nos conoce porque no lo conoció a él. Queridos, ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es.
Vivimos una época en la que, por lo general, se ha perdido el sentido de la admiración y el asombro: no solamente no nos asombramos por las maravillas de la naturaleza o por las capacidades y sentimientos del ser humano, sino, ni siquiera, por los espectaculares avances de la ciencia y de la técnica. Quizá sea por eso por lo que los cristianos no damos la importancia que merece a la gracia que se nos ha concedido en nuestro encuentro con Cristo. San Juan, en cambio, comienza este capítulo de su primera carta admirándose e invitándonos a que nos admiremos por algo tan impresionante como que “somos llamados hijos de Dios”. Pero, no no sólo hemos sido llamado hijos de Dios, sino que lo somos realmente. San Juan no se refiere en este caso a todos los hombres, sino sólo a aquéllos que se han encontrado con Cristo salvador. Lo vemos claramente en el prólogo de su evangelio: la Palabra “vino a su casa (a este mundo), y los suyos no la recibieron. Pero a todos los que la recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su nombre” (Jn 1,11-12). Y en este mismo fragmento se hace una clara distinción entre los que hemos creído en Cristo y el mundo -los que aún no se han encontrado con Él-: “El mundo no nos conoce porque no lo conoció a él”.
Existe, por tanto, una clara diferencia entre los que son del mundo y los que han recibido a Cristo, sin hacer de menos a muchas personas que, sin saberlo, viven según el Evangelio “El Espíritu sopla donde quiere y cuando quiere”( ): los que son del mundo viven según los criterios y las normas de este mundo (apego a los bienes materiales, …) y los que han conocido a Cristo, estando en este mundo, se comportan según el pensamiento y el obrar de Dios, que se nos ha dado a conocer a través de la persona y el mensaje de Cristo. Es normal que los que viven según las normas de este mundo no comprendan a los que piensan y se comportan siguiendo los criterios de Dios, criterios que nos ha revelad nuestro Salvador Jesucristo. Y no nos entienden sencillamente porque no han conocido a Dios.
En la última parte de la lectura, San Juan nos asombra de nuevo al decirnos que todavía “no se ha manifestado lo que seremos”. Ello nos trae a la mente aquello de San Pablo de que “ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, lo que Dios preparó para los que le aman” (1 Cor 2,9). Ni San Juan ni San Pablo especifican aquéllo en que nos convertiremos: sólo se nos dice -en este caso San Juan- que “cuando él (Cristo) se manifieste (cuando venga en su segunda y última venida), seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es porque lo veremos tal cual es” .
Este ver a Jesús tal cual Él es nos es dado comenzarlo ya en esta vida. La Iglesia pone a nuestra disposición infinidad de medios mediante los cuales podemos contemplar a Jesús, aunque sea a través de las oscuridades de una fe de principiantes, oscuridades cada vez se van disipando hasta convertirse en la luz, la luz de la fe que ilumina el camino de la vida.
- En la participación en los sacramentos, especialmente en la Eucaristía, nuestro corazón contempla el amor de Dios que se entrega en Cristo por nosotros;
- en la lectura asidua del Evangelio contemplamos los sentimientos, las acciones y las reacciones de Jesús y esta contemplación contagia nuestra vida hasta hacernos como Él;
- contemplamos a Jesús en el testimonio del los Santos de todos los tiempos, en los cuales se ha transparentado su figura, apareciendo ante nuestra vista como otros Cristos;
- en el servicio a las personas, particularmente a las que más nos necesitan, vemos a Jesús sufriendo en ellas: “cuanto hicisteis a unos de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis” (Mt 25,40).
Aclamación al Evangelio
Aleluya, aleluya, aleluya. Yo soy el buen Pastor –dice el Señor–, que conozco a mis ovejas, y las mías me conocen.
Lectura del santo evangelio san Juan 10,11-18
En aquel tiempo, dijo Jesús: «Yo soy el buen Pastor. El buen pastor da su vida por las ovejas; el asalariado, que no es pastor ni dueño de las ovejas, ve venir al lobo, abandona las ovejas y huye; y el lobo las roba y las dispersa; y es que a un asalariado no le importan las ovejas. Yo soy el buen Pastor, que conozco a las mías, y las mías me conocen, igual que el Padre me conoce, y yo conozco al Padre; yo doy mi vida por las ovejas. Tengo, además, otras ovejas que no son de este redil; también a esas las tengo que traer, y escucharán mi voz, y habrá un solo rebaño y un solo Pastor. Por esto me ama el Padre, porque yo entrego mi vida para poder recuperarla. Nadie me la quita, sino que yo la entrego libremente. Tengo poder para entregarla y tengo poder para recuperarla: este mandato he recibido de mi Padre».
El tema del pastor suena un tanto extraño a nuestra civilización, en la que resulta rara, sobre todo en los ambientes urbanos, la figura de una persona guiando un rebaño de ovejas. En la época de Jesús, y hasta hace poco tiempo en nuestras zonas rurales, era una tarea bastante habitual. El número de animales de servicio era en la antigüedad, en Israel y en las regiones que lo circundan( una garantía de riqueza. De Abraham, nuestro padre en la fe, se dice que era “rico en ganado, en oro y en plata” (Gén 13,2) y, si un rebaño de ovejas era considerado una riqueza, nosotros, por pertenecer al rebaño de Dios (de Cristo), somos la riqueza de Dios.
En el Antiguo Testamento, Dios es comparado muchas veces a un pastor que guía a su pueblo. Así lo comprobamos en algunos salmos: “El Señor es mi pastor, nada me falta” (Sal 22/23); “Pastor de Israel, escucha, tú que guías a José como un rebaño; tú que estás sentado entre querubines, resplandece…” (Sal 79/80); “El Señor es nuestro Dios, y nosotros el pueblo de su pasto, el rebaño de su mano” (Sal 94/95).
Dios confía esta dirección y cuidado de su pueblo a los reyes, que quedan convertidos en sus representantes o lugartenientes en la tierra. Pero en la práctica está tarea dejaba mucho que desear: en lugar de velar sobre el rebaño que les había sido confiado, se preocupaban de ellos mismos, de aumentar sus riquezas y su poder; en lugar de hacer reinar la justicia, dejaban que unos pocos ciudadanos se enriqueciesen a costa de la pobreza y miseria de la mayor parte del pueblo. Ante esta situación levantaban su voz los profetas: “¡Ay de los pastores de Israel que se apacientan a sí mismos! … No habéis fortalecido a las ovejas débiles, no habéis cuidado a la enferma ni curado a la que estaba herida, no habéis llevado al redil a la descarriada ni buscado a la perdida; sino que las habéis dominado con violencia y dureza” (Ez 34 2.4).
A pesar de estas decepciones, los verdaderos creyentes no pierden la esperanza: saben que siguen en buenas manos, ya que Dios se preocupa y cuida de aquéllos que lo aman y siguen sus dictados; todos ellos albergan la esperanza de que en un futuro no lejano se mostrará como el verdadero pastor ante todos los hombres: “Yo mismo apacentaré mis ovejas y yo las llevaré a reposar, oráculo del Señor Yahveh. Buscaré la oveja perdida, tornaré a la descarriada, curaré a la herida, confortaré a la enferma; y a la que está gorda y robusta la sobreprotegeré” (Ez 34,15-16).
Para los oyentes de Jesús, conocedores de estos textos, las palabras de Jesús eran perfectamente entendibles y esperanzadoras. Jesús se considera como el Buen Pastor, anunciado por los profetas, un Pastor que se desvive por los que le han sido confiados: “Yo soy el buen Pastor. El buen pastor da su vida por las ovejas”. Igual que los profetas reprueba a los falsos pastores, a quienes, por no importarles las ovejas, las abandonan y huyen cuando ven venir el enemigo. Como buen Pastor, “conoce a sus ovejas y que ellas lo conocen a Él”, un conocimiento comparable al que tiene del Padre y al que el Padre tiene de Él. Y, como buen pastor, tiene en su mente a las ovejas que todavía no forman parte de su redil, pero pertenecerán al mismo en el futuro: en ese momento sólo existirá en el mundo el grupo de los que siguen a Jesús. Podemos decir que Jesús está pensando en la Iglesia la cual continuará su misión de atracción a Cristo y unificación de todos los hombres en Cristo a lo largo de la historia: “Tengo, además, otras ovejas que no son de este redil; también a esas las tengo que traer, y escucharán mi voz, y habrá un solo rebaño y un solo Pastor”. Estas mismas palabras las volverá a pronunciar Jesús en el discurso de la última cena, aunque ahora en forma de deseo y petición al Padre: “No ruego sólo por éstos, sino también por aquéllos que, por medio de su palabra, creerán en mí, para que todos sean uno, y para que, como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros”- (Jn 17,20-21).
En el último tramo del texto de hoy. Jesús Jesús manifiesta a sus discípulos el inmenso amor que el Padre le tiene, un amor maravillosamente correspondido por su parte: “Por esto me ama el Padre, porque yo entrego mi vida para poder recuperarla”. Esta es la voluntad del Padre, “el mandato” que ha recibido de Él: manifestar su amor a los hombres hasta el extremo de dar la vida por ellos: “Porque tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3,16).
Oración sobre las ofrendas
Concédenos, Señor, alegrarnos siempre por estos misterios pascuales y que la actualización continua de tu obra redentora sea para nosotros fuente de gozo incesante. Por Jesucristo, nuestro Señor..
“Separados de mí no podéis hacer nada” (Jn 15, 5), ni siquiera el alegrarnos. Como comenta Santa Teresa de Lisieux, “Todo es gracia, todo es don de Dios” y, como tal don, Dios quiere, como es lógico, que lo deseemos. Y este deseo lo manifestamos en la oración de súplica que el Señor inspira en nosotros por la acción del Espíritu Santo. Es lo que la Iglesia pone hoy en nuestros labios, al unirnos al sacerdote en el ofrecimiento del pan y del vino: que vivamos estas fiestas de Pascua con la alegría que se merecen, y que tomemos conciencia de que estos misterios pascuales se actualizan siempre que Jesús se hace presente en el altar, escondido para nuestros ojos de la carne en el pan y el vino, pero realmente presente a los ojos de la fe. Que esta manifestación eucarística de Cristo sea la fuente de un gozo que no tiene fin. Éstas fueron las palabras de Jesús en la Última Cena: “Ahora estáis tristes -se aproximaba la hora de la pasión y de su partida de este mundo- pero volveré a veros y, entonces, vuestro corazón se llenará de alegría, una alegría que nadie os podrá quitar” (Jn 16, 22).
Antífona de comunión
Ha resucitado el buen Pastor, que dio la vida por sus ovejas y se dignó morir por su rebaño. Aleluya.
Oración después de la comunión
Pastor bueno, vela compasivo sobre tu rebaño y conduce a los pastos eternos a las ovejas que has redimido con la sangre preciosa de tu Hijo. Él, que vive y reina por los siglos de los siglos.