Domingo de la Sagrada Familia

 

Domingo de la Sagrada Familia

 Antífona de entrada

 Los pastores fueron corriendo y encontraron a María y a José, y al niño acostado en el pesebre (cf. Lc 2,16).

 Los últimos de la sociedad fueron los primeros invitados para adorar al más grande de los grandes que se hizo el más pequeño e insignificante de los más pequeños. Imitando la humildad de los pastores de Belén nos acercamos a la mesa del altar. En ella encontraremos al Señor, rodeado de todos los santos y, en primera fila, de María y de José.

 Oración colecta

 Oh, Dios, que nos has propuesto a la Sagrada Familia como maravilloso ejemplo, concédenos, con bondad, que, imitando sus virtudes domésticas y su unión en el amor, lleguemos a gozar de los premios eternos en el hogar del cielo. Por nuestro Señor Jesucristo.

 Nuestra incorporación a Cristo, recibida en el bautismo, nos debe lleva a actuar como Él actuó y a vivir como Él vivió. Nuestra vida se desenvuelve, como la de Cristo, en una red de vínculos sociales que, por haber sido elegidos por Dios para su Hijo, deben ser modelo para los nuestros. Nuestro hogar familiar, primer vínculo social en el que crecemos y nos desarrollamos, debe fijarse, por tanto, en la familia en la que vino al mundo y aprendió a vivir Jesús. Pedimos al Padre que nos conceda imitar las virtudes que adornaron a esta familia sagrada, principalmente, la virtud del amor; y que, viviendo el espíritu que animaba a Jesús, José y María, podamos un día gozar plenamente en el hogar del Padre celestial al que, como discípulos de Cristo, estamos destinados.

 Lectura del libro del Eclesiástico - 3,2-6. 12-14

 El Señor honra más al padre que a los hijos y afirma el derecho de la madre sobre ellos. Quien honra a su padre expía sus pecados, y quien respeta a su madre es como quien acumula tesoros. Quien honra a su padre se alegrará de sus hijos y cuando rece, será escuchado. Quien respeta a su padre tendrá larga vida, y quien honra a su madre obedece al Señor. Hijo, cuida de tu padre en su vejez y durante su vida no le causes tristeza. Aunque pierda el juicio, sé indulgente con él y no lo desprecies aun estando tú en pleno vigor. Porque la compasión hacia el padre no será olvidada y te servirá para reparar tus pecados.

 En estos versículos, tomados del capítulo 3 del Eclesiástico -un libro escrito casi a las puertas del Nuevo Testamento (hacia 190 a. C.)-, el autor sagrado expone la sabiduría bíblica sobre el comportamiento que deben tener los hijos con sus progenitores, un texto muy apropiado en este domingo, dedicado a honrar a la Sagrada Familia de Nazaret.

 El deber de los hijos para con los padres sigue en importancia a los deberes para con Dios quien, por medio de aquéllos, les ha dado la vida. Los padres para los hijos son, por esta razón, los representantes más directos del Señor: al honrarlos a ellos honramos al mismo Dios. Es Dios mismo, el modelo de toda paternidad, quien inspira al autor sagrado estas palabras: “El Señor honra al padre más que a los hijos y afirma la autoridad de la madre sobre ellos”. Los versículos que siguen se centran en la recompensa que, ya en esta vida, obtendrá el hijo obediente. Las distinciones que en el texto se hacen entre el padre y la madre pertenecen al estilo literario y no afectan al contenido de la idea fundamental: el padre y la madre tienen el mismo derecho a ser honrados por sus hijos, un derecho recibido de Dios.

Los bienes que nos acarrea la obediencia a los padres

a) La obediencia a los padres, aunque tiene sentido en sí misma, por ser un mandamiento impuesto por Dios, nos sirve, como cualquier acción realizada para agradar a Dios, para satisfacer por nuestros pecados y es un medio especial para restablecer nuestra amistad con el Señor. 

b) El que obedece a los padres -sigue diciendo el autor sagrado- enriquece su vida espiritual, pues acumula méritos ante el Señor. 

c) Señala también, como fruto de esta obediencia, la alegría que le darán sus propios hijos, los cuales, llegado el momento, se portarán de modo semejante con él, hecho confirmado muchas veces en nuestra experiencia. 

d) A quienes honran y veneran a sus padres Dios promete escucharles en la oración, como es lógico en quien, como creador amoroso de los padres y de los hijos, desea que todas sus criaturas sean amadas. 

e) Al que obedece a sus padres -lo escucharemos en el salmo responsorial- le irá bien en la vida, en la vida que resulta de la paz y armonía que reinan en los hogares de quienes cumplen sus deberes con Dios y entre sí. Y es que los que honran a sus padres están obedeciendo a Dios y reciben abundantes gracias de Él.

 El autor sagrado recomienda encarecidamente cuidar de los padres y no darles nunca motivo que les entristezcan. Esta recomendación se hace aún más necesaria en los días de la ancianidad, o cuando los padres fallan en sus facultades mentales: es entonces cuando, dependientes totalmente de sus hijos, deben éstos poner en acción el mismo cariño y solicitud que, en su niñez, pusieron sus padres con ellos.

 La lectura concluye insistiendo en el interés de Dios en el amor a los padres, como el gran medio para alcanzar una vida plena y santa: “La compasión hacia el padre no será olvidada y te servirá para reparar tus pecados”.

 Estos consejos, que han permanecido válidos a través de la historia de la humanidad, adquieren especial actualidad en nuestra sociedad, en la que la mentalidad positivista y materialista campa a sus anchas. Accionada por el motor de la eficacia y el poder del dinero, está perdiendo, a pasos agigantados, los valores que han sustentado nuestra civilización, hasta el punto de poner en segundo, tercer o último lugar a las personas que ya han dejado de ser útiles en la maquinaria de la producción. Hoy más que nunca son actuales estos consejos del Libro del Eclesiástico; hoy más que nunca los cristianos tenemos que ser luz ante el mundo exigiendo el cuidado de estas personas que, con su trabajo, han hecho lo que somos; hoy suenan fuertes en nuestros oídos las palabras de Cristo en el juicio final: “Venid, benditos de mi Padre, heredad el reino preparado para vosotros desde la fundación del mundo. Porque tuve hambre, y me disteis de comer; fui forastero, y me acogisteis, enfermo y me visitasteis” (Mt 25,34-35). En esta situación se encuentran muchos de nuestros mayores, algunos prácticamente abandonados, y otros, aparcados en instituciones en las que, ciertamente, reciben todo tipo de cuidados materiales, pero quizá tienen hambre de afecto, viven extrañados en un mundo en el que no desearon terminar sus vidas y están afectados por la enfermedad de la falta de cariño de aquéllos a los que transmitieron la vida. En ellos, como en todos los desprotegidos de este mundo, se hace Cristo especialmente presente.

 Salmo responsorial  127

 Dichosos los que temen al Señor y siguen sus caminos.

  El temor de Dios es el principio de la sabiduría” (1 Prov 1,7). No se trata de sentir miedo, como cuando entramos en un lugar oscuro y desconocido, ni temer a Dios sólo porque nos pueda castigar. El temor de Dios es una actitud de respeto, admiración y sumisión ante el que ha creado todas las cosas y tiene la soberanía sobre todo el universo y, particularmente, sobre nosotros, pobres siervos, que todo lo que somos y tenemos se lo debemos a Él. El único miedo que debemos es el miedo de separarnos de Ėl.

 Los que respetan y aman al Señor y ponen toda su confianza en Él, intentando hacer siempre lo que le agrada estarán alegres y serán felices. La simple decisión de buscar a Dios y cumplir su voluntad nos acarrea la felicidad.

 Dichoso el que teme al Señor y sigue sus caminos.

Comerás del fruto de tu trabajo, serás dichoso, te irá bien.

 El salmista llama dichoso al que reconoce el poder de Dios y se somete a su soberanía, siguiendo sus caminos y obedeciendo sus mandatos. Este será feliz; a éste todo le saldrá bien; no tendrá que mendigar para subsistir, sino que vivirá “del fruto de su trabajo”. Nosotros, que hemos conocido el amor del Dios Encarnado y hemos  creído en él, además de disfrutar, ya en esta vida, de la paz y de los bienes celestiales -aunque todavía en esperanza- aguardamos una felicidad libre de cualquier amenaza, incluida la amenaza de la muerte, una felicidad que es más grande que todo lo que podamos desear e imaginar. Jesús, cuyo seguimiento al Padre es la medida y norma del temor de Dios, nos asegura que “Nadie que haya dejado casa, hermanos, hermanas, madre, padre, hijos o hacienda por mí y por el Evangelio quedará sin recibir el ciento por uno en esta vida y en el mundo venidero, la vida eterna” (Mt 19,29)

  Tu mujer, como parra fecunda, en medio de tu casa;

tus hijos, como renuevos de olivo, alrededor de tu mesaE

 El salmista proyecta la dicha del que teme al Señor a la vida familiar, una vida de concordia alrededor de la madre de familia que, como parra fecunday adornada con las virtudes mencionadas en la lectura, derrochará alegría y vitalidad entre sus hijos, los cuales, como retoños de olivo, se sentarán en torno a la mesa del hogar. Nosotros, peregrinos hacia la patria celestial y miembros de la Iglesia, nuestra madre, nos sentamos alrededor de la Mesa eucarística para compartir el mismo alimento espiritual. Unidos, además, a los santos de todos los tiempos, anticipamos el banquete de las bodas del Cordero y disfrutamos, en esperanza, de las alegrías de la casa del Padre.

  Esta es la bendición del hombre que teme al Señor.

Que el Señor te bendiga desde Sion,

que veas la prosperidad de Jerusalén todos los días de tu vida.

 El salmista ha descrito en los versículos anteriores las bendiciones de que será objeto el hombre temeroso de Dios. Pero ahora da un paso más y liga esta felicidad familiar -con la que ha sido premiado- a la prosperidad de Jerusalén -donde habita Yahvé- y a la prosperidad del pueblo de Israel. Nosotros somos miembros del nuevo pueblo de Dios, formado por la Iglesia peregrinante y por la Iglesia que disfruta ya, de forma permanente, de los bienes prometidos. El cristiano no se entiende a sí mismo de forma aislada: es todo el pueblo de Dios el que peregrina a la Casa del Padre y el que se sentará a la mesa del banquete mesiánico. Una espiritualidad exclusivamente individual, por tanto, no es una espiritualidad cristiana.

Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Colosenses  - 3,12-21

 Hermanos: Como elegidos de Dios, santos y amados, revestíos de compasión entrañable, bondad, humildad, mansedumbre, paciencia. Sobrellevaos mutuamente y perdonaos cuando alguno tenga quejas contra otro. El Señor os ha perdonado: haced vosotros lo mismo. Y por encima de todo esto, el amor, que es el vínculo de la unidad perfecta. Que la paz de Cristo reine en vuestro corazón: a ella habéis sido convocados en un solo cuerpo. Sed también agradecidos. La Palabra de Cristo habite entre vosotros en toda su riqueza; enseñaos unos a otros con toda sabiduría; exhortaos mutuamente. Cantad a Dios, dando gracias de corazón, con salmos, himnos y cánticos inspirados. Y todo lo que de palabra o de obra realicéis, sea todo en nombre de Jesús, dando gracias a Dios Padre por medio de él. Mujeres, sed sumisas a vuestros maridos, como conviene en el Señor. Maridos, amad a vuestras mujeres, y no seáis ásperos con ellas. Hijos, obedeced a vuestros padres en todo, que eso agrada al Señor. Padres, no exasperéis a vuestros hijos, no sea que pierdan el ánimo.

 En los capítulos anteriores a esta lectura San Pablo habló de las obras, inherentes al hombre viejo de las que se debe despojar el cristiano. En estos versículos expone cómo debe ser la conducta de quien ha sido renovado por Cristo.

 Establece en primer lugar las virtudes que deben adornar a quien ha sido elegido y declarado santo y amado de Dios. El cristiano debe llevar a cabo en su vida el programa de las bienaventuranzas, siendo compasivo, bueno, humilde, sumiso y paciente con los demás, a imitación de Cristo, que se hizo todo para todos y nos perdonó a todos. De esta forma llevaremos a la práctica el mandamiento del amor que Cristo nos dejó la víspera de su muerte, y que nos vincula unos a otros, formando con Cristo un solo cuerpo.

 San Pablo, movido por el amor De Dios, desea a los colosenses -también a nosotros- la paz a la que, como discípulos de Cristo, estamos convocados. Que sea esta paz, la paz que nos trajo Cristo -muy diferente de la que nos ofrece el mundo- la que reine en nuestro corazón informando y regulando nuestros pensamientos, sentimientos y actitudes en orden a nuestro crecimiento espiritual. Alcanzamos esta paz cuando habita en nosotros la Palabra de Dios, es decir, cuando estamos familiarizados con las enseñanzas de Cristo y con su mensaje: Entonces podamos enseñarnos y exhortamos unos otros con la sabiduría que dimana del Evangelio. La Paz y la Palabra de Dios, presentes en nuestros corazones, nos deben llevar a dar gracias a Dios con himnos, salmos y cánticos inspirados. San Pablo nos está animando a la participación en la oración litúrgica, fuente y fin de la vida de la Iglesia. Los textos litúrgicos, creados por la Iglesia a través de los siglos, son la mejor escuela de oración y la mejor instrucción en el camino de nuestro crecimiento en la fe: lex orandi, lex credendi. Esta acción de gracias no debe limitarse a los momentos en que reza oficialmente la comunidad: se debe realizar en todos los momentos de nuestra existencia, haciendo de nuestra vida una permanente oración: de esta forma será realidad que todo lo que hagamos de palabra o de obra lo hacemos en el nombre del Señor y para su gloria: “Ya comáis, ya bebáis o hagáis cualquier cosa, hacedlo todo para gloria De Dios” (1Cor 10, 31).

 Esta descripción de la vida del hombre nuevo concluye con una exhortación al comportamiento que, como cristianos, debemos adoptar en nuestra vida doméstica o de familia. A las esposas recuerda San Pablo que deben someterse a su marido como cabeza del vínculo familiar, establecido por Dios; los maridos tienen el deber sagrado de amar, advirtiéndoles que alejen de sus vidas la dureza en el trato y el mal humor, fuente de discordia en los hogares; los hijos deben practicar en todo momento la virtud de la obediencia, teniendo como modelo al Hijo perfecto, Jesucristo, cuya vida en la tierra fue una entrega perfecta a la voluntad de su Padre celestial; en la educación de sus hijos, los padres no deben traspasar los límites del rigor paterno, que puede poner en peligro el ánimo necesario de aquéllos para el desarrollo de su personalidad humana y Cristiana.

Aclamación al Evangelio

 Aleluya, aleluya, aleluya. La paz de Cristo reine en vuestro corazón; la Palabra de Cristo habite entre vosotros en toda su riqueza.

 Es lo que desea San Pablo a los colosenses en la lectura que acabamos de escuchar y es lo que la Iglesia, haciéndose eco de sus palabras, desea para todos sus hijos: que La Paz de Cristo reine en nuestros corazones y que la Palabra de Dios embargue todo nuestro ser. Escuchemos con esta paz la Palabra de este evangelio.

Lectura del santo evangelio según San Lucas - 2,22-40

  [Cuando se cumplieron los días de la purificación, según la ley de Moisés, los padres de Jesús lo llevaron a Jerusalén para presentarlo al Señor], de acuerdo con lo escrito en la ley del Señor: «Todo varón primogénito será consagrado al Señor», y para entregar la oblación, como dice la ley del Señor: «un par de tórtolas o dos pichones». Había entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre justo y piadoso, que aguardaba el consuelo de Israel; y el Espíritu Santo estaba con él. Le había sido revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor. Impulsado por el Espíritu, fue al templo. Y cuando entraban con el niño Jesús sus padres para cumplir con él lo acostumbrado según la ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo: «Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador”, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones” y gloria de tu pueblo Israel». Su padre y su madre estaban admirados por lo que se decía del niño. Simeón los bendijo y dijo a María, su madre: «Este ha sido puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; y será como un signo de contradicción –y a ti misma una espada te traspasará el alma–, para que se pongan de manifiesto los pensamientos de muchos corazones». Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser, ya muy avanzada en años. De joven había vivido siete años casada, y luego viuda hasta los ochenta y cuatro; no se apartaba del templo, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones noche y día. Presentándose en aquel momento, alababa también a Dios y hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén. [Y, cuando cumplieron todo lo que prescribía la ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño, por su parte, iba creciendo y robusteciéndose, lleno de sabiduría; y la gracia de Dios estaba con él].

 Jesús fue circuncidado a los ocho días de nacer. A partir de este hecho su madre debía permanecer treinta y tres días sin salir de casa con el fin de purificar la sangre derramada en el parto. A los cuarenta días de su nacimiento tiene lugar la presentación de Jesús en el templo y la Purificación de María. La ley del Levítico prescribe que, como sacrificio por la purificación, se debía ofrecer un cordero y una paloma y, cuando se trataba de familias pobres, dos tórtolas o dos pichones. Éste era el caso de la familia formada por José, María y Jesús. San Lucas, en cuyo Evangelio figura como uno de los centros de interés el tema de la pobreza, nos da a entender que la familia de Jesús se contaba entre los pobres de Israel y, por ello, entre aquéllos en los que mejor podía madurar el cumplimiento de las promesas. En la purificación de María nos llama también la atención el hecho de que la mujer que trajo la purificación al mundo y no necesitaba, por ello, de ser purificada por el parto de Jesús, obedece a la ley, sirviendo, de esta forma, al cumplimiento de las promesas: “Cuando vino la plenitud del tiempo, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley” (Gal 4,4). La ley del Levítico contemplaba también que había que pagar una determinada cantidad de dinero para rescatar al primogénito de la consagración al Señor. Probablemente San Lucas, al no mencionar este rescate del Niño Jesús, querría significar que Jesús no ha vuelto a la propiedad de sus padres, sino que ha sido entregado a Dios personalmente y asignado como propiedad suya.

 En el momento en que María y José entran en el templo hacen su aparición dos personajes singulares: el viejo profeta Simeón y la profetisa Ana. Al primero, hombre bueno, religioso y asiduo oyente de la Palabra de Dios, que esperaba con ansia la consolación de Israel, le había inspirado el Espíritu Santo que no moriría sin conocer al Mesías.  Este hombre, dotado del carisma de la profecía, reconoce al Niño, lo coge en sus brazos, alaba a Dios y le da gracias por haber cumplido su promesa: “Ahora, Señor, según tu promesa puedes dejar a tu siervo irse en paz, porque mis ojos han visto a tu Salvador”. Este niño -sigue diciendo Salomón-, gloria y orgullo del pueblo de Israel, será la Luz que iluminará a todos los pueblos. Bendice, a continuación a sus padres y, dirigiéndose a María, pronuncia unas palabras premonitorias sobre la suerte que correrán el Niño y ella: Jesús será un signo de contradicción que dividirá a los hombres -o con Él o contra Él- y ante el cual unos se levantarán -lo aceptarán- y otros se hundirán -lo rechazarán-, como de hecho así ocurrió. A María una espada la atravesará el corazón y ello hará que aparezcan los pensamientos de muchos corazones. La tradición ha relacionado esta profecía de Simeón con el pasaje de María junto a la cruz del Evangelio de San Juan y la consiguiente devoción a la Virgen de los dolores, si bien esta interpretación no estaba, según la mayoría de los exégetas, en su mente. No obstante, queda clara la incorporación de María a la suerte de su hijo, de tal forma que la teología ha podido llamarla corredentora. La muerte de Cristo, atravesando, como una espada a Israel y, en consecuencia, a María, la representante más genuina de su pueblo, hará que salgan a la luz los pensamientos y expectativas que cada uno tenía sobre Dios y sobre su enviado.

 Ana, una mujer de avanzada edad, que guardaba un celibato permanente desde su juventud y pertenecía, como Simeón, al resto de los pobres de Yahvé, era una más de los que aguardaban con sinceridad la consolación de Israel. Cuando reconoce en los brazos de María y de Simeón al Esperado, salta de gozo, alaba al Señor y -una lección para todos nosotros- no para de hablar del Niño a todas las personas con las que se encontraba.

 San Lucas, una vez concluido el episodio del templo, se limita a decirnos que, cumplidos todos los requisitos que mandaba la ley, José y María marcharon con el Niño a Nazaret. Allí creció Jesús y allí se hizo fuerte en sabiduría “y la gracia de Dios estaba con Él”.

 De Jesús no volveremos a saber más hasta el momento en el que sus padres lo encuentran en el templo a la edad de 12 años. Después, los evangelios guardan silencio  sobre el Hijo de Dios hasta el inicio de su vida pública. Un silencio muy elocuente.

 Oración sobre las ofrendas

 Al ofrecerte, Señor, este sacrificio de expiación, te suplicamos, por intercesión de la Virgen Madre de Dios y de san José, que guardes a nuestras familias en tu gracia y en tu paz. Por Jesucristo, nuestro Señor.

 En la presentación de estas ofrendas, que se convertirán en el sacrificio de Cristo para satisfacer por nuestros pecados quiere hoy la Iglesia que, a través de María, la medianera universal de todas las gracias, pidamos al Padre que nuestras familias se mantengan en su paz y en su gracia.

 Antífona de comunión

 Nuestro Dios apareció en el mundo y vivió en medio de los hombres (cf. Bar 3,38)

 Esta profecía del profeta Barut se hizo realidad en el nacimiento de Jesucristo, el Hijo De Dios, cuyo recuerdo estamos celebrando en estos días. Este Jesús el que, al comulgar, va a nacer en nosotros. Vayamos con intenso y verdadero fervor a la Mesa eucarística a alimentarnos de su cuerpo para que nuestra vida sea un poco más su Vida.

 Oración después de la comunión

 Padre misericordioso, concede a cuantos has renovado con estos divinos sacramentos imitar fielmente los ejemplos de la Sagrada Familia para que, después de las tristezas de esta vida, podamos gozar de su eterna compañía en el cielo. Por Jesucristo, nuestro Señor.

 La Iglesia, en sus oraciones litúrgicas, desea que no apartemos nunca los ojos del alma de los bienes del cielo. En esta oración final pedimos al Padre, por los méritos de su Hijo, que los que nos hemos hecho un poco más hombres nuevos por haber recibido a Cristo imitemos las virtudes de la Sagrada Familia para que gocemos en el cielo por pertenecer, junto con José y con María, a la gran familia de los hijos de Dios.