Vigésimo octavo domingo del tiempo ordinario C
Antífona de entrada
Si llevas cuenta de los delitos, Señor, ¿quién podrá resistir? Pero de ti procede el perdón, Dios de Israel (cf. Sal 129,3-4).
El salmista, hundido en la conciencia de la profundidad de sus pecados, se dirige a su Dios, el Dios de Israel, para que, por su misericordia y su prontitud al perdón, no retenga en la memoria sus faltas, pues son tan graves y numerosas, que ni él ni nadie podrían salir airoso del tribunal de su justicia.
Oración colecta
Te pedimos, Señor, que tu gracia nos preceda y acompañe, y nos sostenga continuamente en las buenas obras. Por nuestro Señor Jesucristo.
Muchas veces planificamos nuestra vida, pensando que todo depende de nosotros. Nos equivocamos. Separados del Señor no podemos hacer nada y, unidos a él, damos buenos y abundantes frutos (Jn 15,5). Esta verdad es la que nos mueve a suplicar del Señor que sea su gracia el motor que ponga en marcha nuestras buenas obras, la compañía que nunca nos abandone en su realización y el sostén que nos mantenga firmes y haga que lleguen a buen puerto nuestros buenos propósitos,
Lectura del segundo libro de los Reyes - 5,14-17
En aquellos días, el sirio Naamán bajó y se bañó en el Jordán siete veces, conforme a la palabra de Eliseo, el hombre de Dios. Y su carne volvió a ser como la de un niño pequeño: quedó limpio de su lepra. Naamán y toda su comitiva regresaron al lugar donde se encontraba el hombre de Dios. Al llegar, se detuvo ante él exclamando: «Ahora conozco que no hay en toda la tierra otro Dios que el de Israel. Recibe, pues, un presente de tu siervo». Pero Eliseo respondió: «Vive el Señor ante quien sirvo, que no he de aceptar nada». Y le insistió en que aceptase, pero él rehusó. Naamán dijo entonces: «Que al menos le den a tu siervo tierra del país, la carga de un par de mulos, porque tu servidor no ofrecerá ya holocausto ni sacrificio a otros dioses más que al Señor».
Naamán se baña siete veces en el río Jordán, obedeciendo la orden del profeta Eliseo, y queda limpio de la lepra: “Su carne volvió a ser como la de un niño pequeño”. Así comienza nuestra primera lectura, tomada del segundo Libro de los Reyes. Este milagro debe ser entendido desde su contexto histórico, narrado en los versículos anteriores.
Naamán, un militar importante en el imperio sirio, contrae la enfermedad de la lepra. Nos estamos refiriendo a un personaje extranjero, un enemigo, un pagano y, lo que sería más grave, un leproso, es decir, un maldito de Dios en la mentalidad bíblica de aquéllos tiempos. Ni a él ni a su familia se le hubiera ocurrido acudir a ningún taumaturgo o profeta de Israel -un pequeño pueblo que apenas contaba en las decisiones políticas de la zona- a demandar su curación. Por suerte, una sirvienta de la mujer de Naamán, hebrea de nacimiento y religión, habló a su señora de los milagros operados a través del profeta Eliseo, hecho que la señora comunicó a su marido que, a su vez, informó al rey. El rey escribió una a su homólogo de Israel para recomendarle a Naamán ante el profeta. Desconfiado y receloso por sospechar que se le estaba tendiendo una estratagema para hacerle la guerra, el rey de Israel se negó a intervenir en la operación, hasta que fue convencido por el propio Elíseo con estas palabras: “Que el hombre venga a mí, y sabrá que hay un profeta en Israel” (2 Re 5,8). Naamán, un poco a la fuerza, se presenta en la casa del profeta con toda su escolta y con las maletas llenas de regalos. Eliseo, en lugar de recibirlo personalmente, manda a un criado a decirle que se bañe siete veces en el Jordán. Todo una burla para Naamán, dolido por la falta de delicadeza de no haberlo recibido personalmente y por haberle ordenado bañarse en un río sin importancia, cuando en su país hay ríos más grandes y más caudalosos. Decepcionado y decidido a regresar a su tierra, sus servidores le aconsejan que, que puede que merezca la pena obedecer al profeta: “Si te hubiera mandado hacer una cosa difícil, ¿no la habrías hecho? Y ¡qué fácil es bañarte, como el profeta te ha ordenado!” (2 Re 5,13). Convencido Naamán cumple al pie de la letra la orden de Eliseo y queda libre de la enfermedad.
Una vez curado, vuelve con toda su escolta a la casa del profeta y, profundamente agradecido, lo saluda con estas palabras: “Ahora conozco que no hay en toda la tierra otro Dios que el Dios de Israel”.
Ante el ofrecimiento de regalos por parte de Naamán, Eliseo se niega en rotundo a aceptarlo: “Vive Dios, a quien sirvo, que no he de aceptar nada”. Y es que, como hombre de Dios, el profeta sabe por experiencia que es de Dios, de quien procede todo don y que, por tanto, el atribuirnos lo que sólo a Él pertenece es usurpar su soberanía, es sucumbir a la tentación de Adán y Eva de querer ser como Dios -“Seréis como como Él” (Gén 3,5). Es ésta una actitud que ha de adoptar todo creyente y, de modo particular, si está directamente dedicado al servicio de la propagación del Evangelio. Así se lo transmitió el mismo Jesús a los apóstoles y, en los apóstoles, a todos nosotros: “Curad enfermos, resucitad muertos, purificad leprosos, expulsad demonios. Gratis lo recibisteis; dadlo gratis” (Mt 10,8).
Ante esta negativa, es Naamán el que solicita un regalo de Eliseo: una cantidad de tierra de junto a su casa, equivalente a la carga de un par de mulos, para esparcirla en su huerto y, allí, construir un lugar donde adorar y ofrecer sacrificios al único Dios del universo, el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob.
Es ésta una gran lección que nos da Naamán: la de ir construyendo más y más espacios donde poder adorar a Dios, espacios de verdadera libertad, hasta convertir todo el mundo en tierra del Señor: “Id por todo el mundo y predicar la Buena Nueva a toda la creación” (Mc 16,15).
Salmo responsorial - 97
El Señor revela a las naciones su salvación.
La beneficiaria del proyecto benevolente de Dios es toda la humanidad, no sólo el pueblo de Israel. “Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1Tim 2,4). Es éste el encargo de Jesús a los apóstoles en el momento de ascender al cielo, un encargó que es también para nosotros: «Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación” (Mc 15,16)
Cantad al Señor un cántico nuevo, porque ha hecho maravillas;
su diestra le ha dado la victoria, su santo brazo.
El salmista, al recordar las maravillas de Dios con su pueblo, saca fuera la alegría que lo embarga por dentro, pues se siente incapaz de retenerla para sí sólo. Debe compartirla con sus amigos y con todo el pueblo para que todos alaben y reconozcan, a través de la música, la grandeza, el poder y la santidad de su Dios. Esta alegría no debe exteriorizarse con los cantos aburridos del pasado, sino con un canto nuevo, que brote espontáneo del corazón, de acuerdo con las siempre sorprendentes manifestaciones del amor de Dios: las nuevas gracias requieren nuevas expresiones de gratitud. La última hazaña de Dios es que nos ha manifestado este amor dando su vida por nosotros, algo inaudito y absolutamente inesperado, algo que nos seguirá sorprendiendo en este mundo y en el otro. “Renovaos en el espíritu de vuestra mente y vestíos del hombre nuevo, creado según Dios en justicia y santidad verdaderas” (Ef 4,23-24)
El Señor da a conocer su victoria, revela a las naciones su justicia.
Se acordó de su misericordia y su fidelidad en favor de la casa de Israel.
En la segunda estrofa se insiste en los mismos motivos para la alabanza: en la victoria del Señor sobre sus enemigos y en la manifestación de su justicia y santidad a todos los pueblos. El salmista expresa su gratitud por misericordia y fidelidad de Dios “en favor de la casa de Israel”. Nosotros somos la nueva casa de Israel y con nosotros ha tenido, y tendrá siempre, misericordia con el fin de hacernos partícipes de su gloria y de su bondad.
La victoria de Dios, conseguida por Cristo, es también nuestra victoria. Con Cristo hemos superado todo lo que nos esclaviza. Cuando nos encontremos agobiados y no veamos salida a nuestros problemas y desconsuelos, agarrémonos fuertemente a la palabra de Cristo: “En el mundo tendréis aflicción; pero confiad, yo he vencido al mundo” (Jn 16,33).
Dios ha manifestado a través de Cristo su justicia, es decir, su santidad a la que todos estamos llamados. “Sed santos, como vuestro Padre celestial es santo (Mt 5, 48), nos dice el mismo Cristo. Está fuera de lugar la opinión, no tan infrecuente y que, por cierto, muchos cristianos la seguimos en la práctica, de que los santos son para admirar, no para imitar, de que la santidad es sólo para un determinado número de elegidos. Es ésta una opinión contraria a la tradición de la Iglesia, que siempre ha recomendado la llamada a la santidad de todos los miembros del pueblo de Dios. ¡Cuántos personas a lo largo de los siglos, la mayor parte de ellas anónimas, han llevado el Evangelio a todos los rincones de su vida! Son los santos de la puerta de al lado, de los que habla el papa Francisco.
Los confines de la tierra han contemplado la victoria de nuestro Dios.
Aclama al Señor, tierra entera; gritad, vitoread, tocad.
El salmista insiste. Todos los pueblos de la tierra han contemplado la victoria del Señor, victoria que -repetimos- es también nuestra victoria. Con Cristo hemos vencido: con Él hemos resucitado y con Él, aunque todavía en esperanza, nos hemos sentado a la derecha del Padre. Seguimos en esta tierra, pero ya somos ciudadanos del cielo. Que nuestra mente esté siempre ocupada en los bienes de nuestra verdadera patria. Vivamos ya desde esa ciudad a la que estamos destinados; disfrutemos desde ahora, aunque sea en esperanza, de los bienes de arriba, y practiquemos la actividad propia de nuestro futuro, la actividad del amor: “Amémonos unos o otros, porque el amor es de Dios y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios” (1Jn 4,7). Ante este radiante y dichoso panorama, invitemos a todos los hombres a la alabanza a nuestro Dios con gritos, con vítores, con instrumentos musicales. ¡No es para menos!
Lectura de la segunda carta del apóstol san Pablo a Timoteo - 2,8-13
Querido hermano: Acuérdate de Jesucristo, resucitado de entre los muertos, nacido del linaje de David, según mi evangelio, por el que padezco hasta llevar cadenas, como un malhechor; pero la palabra de Dios no está encadenada. Por eso lo aguanto todo por los elegidos, para que ellos también alcancen la salvación y la gloria eterna en Cristo Jesús. Es palabra digna de crédito: pues si morimos con él, también viviremos con él; si perseveramos, también reinaremos con él; si lo negamos, también él nos negará. Si somos infieles, él permanece fiel, porque no puede negarse a sí mismo.
Tres breves apartados distinguimos en esta lectura, tomada de la segunda carta de San Pablo a Timoteo: a) exhortación a conservar vivo el recuerdo de Cristo resucitado; b) invitación a compartir sus sufrimientos; c) indicación de las ventajas de vivir, sufrir y morir con Cristo.
Casi con seguridad nos suenan a todos las primeras palabras del texto, ya que muy probablemente las hemos oído o cantado en más de una ocasión: “Acuérdate de Jesucristo, resucitado de entre los muertos”. Y, aunque la siguiente frase de la canción no corresponda a la continuación del texto, en realidad, tanto la canción como el texto vienen a decir lo mismo: “Él es nuestra salvación, nuestra gloria para siempre” -continúa la canción-; “nacido del linaje de David” -sigue la lectura-, es decir, Jesucristo, como el Mesías esperado que viene a salvarnos, es el cumplimiento de la promesa hecha a David.
La frase “Según mi evangelio” podría entenderse mejor -y ello no rompe el significado del texto- si la tradujésemos de esta otra manera: “este es mi evangelio”, es decir, ésta es la Buena Nueva que me lleva a compartir los sufrimientos de Cristo hasta vivir encadenado por su causa, cadenas que le aprisionan a él, a San Pablo, pero que en modo alguno encadenan a la Palabra de Dios: “La Palabra de Dios no está encadenada”.
Los enemigos del Evangelio pueden hacer callar a un hombre, castigarlo e, incluso, darle muerte, pero no podrán acallar la Palabra de Dios que, más pronto o más tarde, brillará ante el mundo. Esta verdad es un motivo más que suficiente para seguir dando la vida por Cristo. De esta forma, muchos, a través de las noticias que oían de sus sufrimientos en la prisión –de los sufrimientos de San Pablo-, pudieron ver en él al mismo Cristo sufriendo y muriendo por ellos y participar, así, de su obra redentora: “Lo aguanto todo por los elegidos, para que ellos también alcancen la salvación y la gloria eterna en Cristo Jesús”.
Todo ello queda justificado en la verdad del Evangelio, puesta de manifiesto en las siguientes palabras, muy probablemente, un himno que debía cantarse en las primeras liturgias bautismales.
“Si morimos con él, también viviremos con él”.
En el momento de nuestro bautismo hemos sido injertados en la muerte de Cristo y con Él participamos en esperanza de su vida de resucitado. Nuestra vida es Cristo que, sentado a la derecha del Padre, intercede por nosotros (Rm 8,34), una vida en la que la muerte ya no existe. Es desde la compañía de Cristo en el cielo desde donde debemos vivir nuestra vida presente, suspirando por los bienes que disfrutaremos por toda la eternidad, el principal de los cuales es el amor: “Tres cosas hay que permanecen: la fe, la esperanza y el amor. Pero la más grande de las tres es el amor“ (1 Cor 13,13).
“Si perseveramos -otras versiones traducen “Si sufrimos”-, también reinaremos con él”.
Cristo ha recibido por su Resurrección la soberanía y el poder sobre todas las cosas. De esta soberanía y de este poder participamos nosotros, siempre que estemos dispuestos a soportar con Él los sufrimientos que acompañan al servidor del Evangelio. Son palabras del mismo Cristo: “Mirad, os he dado el poder de pisar sobre serpientes y escorpiones, y sobre todo poder del enemigo, y nada os podrá hacer daño” (Lc 10,19).
“Si lo negamos, también él nos negará. Si somos infieles, él permanece fiel, porque no puede negarse a sí mismo”.
Dos expresiones que, en principio, nos desconciertan. La última la entendemos perfectamente: si somos infieles a Dios -si nos apartamos de sus caminos, si le ofendemos, yéndonos detrás de otros dioses, si incumplimos el precepto del amor a los demás-, Cristo, como el padre del hijo pródigo, nos espera siempre con los brazos abiertos para perdonarnos. Y es que Dios no puede dejar de ser fiel a sí mismo. Así lo cantamos en muchos salmos: “Porque el Señor es bueno; su amor es eterno y su fidelidad no tiene fin“. En cambio, negar a Dios significa rechazar voluntariamente su proyecto de amor con los hombres. En este caso, Dios, a causa también de su amor por nosotros, respeta nuestra libertad: si no fuese, así seríamos simples marionetas en sus manos y, consecuentemente dejaríamos de ser nosotros mismos.
Aclamación al Evangelio
Aleluya, aleluya, aleluya. Dad gracias en toda ocasión: esta es la voluntad de Dios en Cristo Jesús respecto de vosotros.
Lectura del santo evangelio según san Lucas - 17,11-19
Una vez, yendo Jesús camino de Jerusalén, pasaba entre Samaría y Galilea. Cuando iba a entrar en una ciudad, vinieron a su encuentro diez hombres leprosos, que se pararon a lo lejos y a gritos le decían: «Jesús, maestro, ten compasión de nosotros». Al verlos, les dijo: «Id a presentaros a los sacerdotes». Y sucedió que, mientras iban de camino, quedaron limpios. Uno de ellos, viendo que estaba curado, se volvió alabando a Dios a grandes gritos y se postró a los pies de Jesús, rostro en tierra, dándole gracias. Este era un samaritano. Jesús tomó la palabra y dijo: «¿No han quedado limpios los diez?; los otros nueve, ¿dónde están? ¿No ha habido quien volviera a dar gloria a Dios más que este extranjero?» Y le dijo: «Levántate, vete; tu fe te ha salvado».
De camino a Jerusalén, al entrar en una pequeña aldea, salieron al encuentro d Jesús diez leprosos que, desde lejos, le gritaron: “Jesús, maestro, ten compasión de nosotros”. Las personas afectadas de lepra tenían prohibido por ley el acercarse a la gente por el peligro de contagio (Levítico 13,45 y en Números 5,2).
Cristo, escuchando su grito de súplica, les ordena ir a los sacerdotes, encargados de sancionar oficialmente la enfermedad de la leptra y la curación de la misma, a que les certificasen que estaban curados, certificación que les rehabilitaba socialmente como ciudadanos normales. Ellos obedecieron rápidamente y en su camino a Jerusalén (los nueve leprosos judíos) y a Garizín (el leproso samaritano) fueron curados de su enfermedad. El samaritano -un casi extranjero para los judíos-, al sentirse curado, y antes de entrevistarse con su sacerdote, se dio media vuelta y, “alabando a Dios a grandes gritos”, volvió al encuentro de Jesús y, postrado ante Él, rostro en tierra, le daba las gracias. Jesús, alabando la gratitud del samaritano y tomando nota públicamente de la actitud ¿desagradecida? de los otros nueve -“¿No ha habido quien volviera a dar gloria a Dios más que este extranjero?”-, le manda levantarse y alaba públicamente su confianza en Dios: “Tu fe te ha salvado”.
Este hombre se ha encontrado con el Mesías, reconociéndolo como tal, y, además, ha descubierto que no hace falta hacerse presente para adorar a Dios en el templo de Jerusalén o en el de Garizín para los samaritanos (recordemos el diálogo del Señor con la samaritana sobre el lugar donde se habría de adorar a Dios), sino en Jesucristo, la verdadera morada de Dios. Los otros nueve han encontrado realmente al Mesías, pero no lo han reconocido como tal: han cumplido, como buenos judíos, sus obligaciones con la Ley, pero no han atravesado el umbral del Antiguo Testamento.
Una vez más aparece ante nuestros ojos la universalidad de la salvación traída por Cristo, algo especialmente sensible a los primeros seguidores del Maestro, entre los que había creyentes procedentes del mundo grecorromano y creyentes que provenían del judaísmo. A estos últimos les costaba, en muchos casos, comprender que Cristo vino para salvar a todos los hombres, con independencia de raza, lengua o religión. Es verdad que la misión concreta de Cristo se circunscribió, con algunas excepciones, a los suyos: “No he sido enviado más que a las ovejas perdidas de la casa de Israel” (Mt 15,24), pero también es verdad que antes de subir al cielo envía a sus discípulos a anunciar el Evangelio a todos los pueblos: “Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt 28,19).
Probablemente San Lucas, cuando recuerda estas palabras de Jesús, dirigidas al samaritano curado de la lepra, esté dando a sus oyentes la lección de que la salvación no está condicionada por ningún tipo de circunstancia social o religiosa, sino por la acogida a Cristo y su mensaje, es decir, por la fe: “Levántate, tu fe te ha salvado”.
Oración sobre las ofrendas
Acepta las súplicas de tus fieles, Señor, juntamente con estas ofrendas, para que lleguemos a la gloria del cielo mediante esta piadosa celebración. Por Jesucristo, nuestro Señor.
En la bandeja y en la copa que contienen el pan y el vino, destinados a convertirse en el cuerpo y en la sangre del Señor, ponemos nuestras súplicas y el deseo de la “la gloria del cielo”. Es este deseo el que da valor y grandeza a las cosas de la tierra, de las que nos servimos para acelerar la llegada del Reino futuro. La celebración eucarística es un anticipo de este Reino al que aspiramos. “Buscad los bienes de arriba, donde está Cristo sentado a la derecha de Dios” (Col 3,1).
Antífona de comunión
Los ricos empobrecen y pasan hambre, los que buscan al Señor no carecen de nada (Sal 33,11).
María es el modelo perfecto de los que desean y buscan al Señor. Ella hizo suyas estas palabras del salmo 33 en el canto del Magnificat: “A los hambrientos los llenó de bienes y a los ricos despidió vacíos” (Lc 1,53). Pidamos al Señor la virtud de la humildad para que ponga sus ojos en nosotros, como los puso en María. “Se alegra mi espíritu en Dios mi salvador porque se fijó en la humildad de su sierva” (Lc 1,48).
Oración después de la comunión
Señor, pedimos humildemente a tu majestad que, así como nos fortaleces con el alimento del santísimo Cuerpo y Sangre de tu Hijo, nos hagas participar de su naturaleza divina. Por Jesucristo, nuestro Señor.
Al comulgar, quedamos espiritualmente fortalecidos con el alimento del cuerpo y la sangre del Señor y, transformados en él, participamos de su humanidad y de su divinidad. “Dios se hace hombre para que el hombre se haga Dios” (San Atanasio). Esta transformación es realmente efectiva cuando, abandonando la rutina, hacemos de la comunión un acontecimiento personal en el que todas nuestras capacidades (inteligencia, voluntad, sentimientos, intenciones) colaboran a la comprensión y vivencia de la misma. Acostumbrémonos a ponerlo por obra cuando nos acerquemos a recibir el Cuerpo del Señor.