Vigésimo séptimo domingo del tiempo ordinario C

 

Vigésimo séptimo domingo del tiempo ordinario C

Antífona de entrada

           A tu poder, Señor, está sometido el mundo c lo; nadie puede oponerse a ti. Tú creaste el cielo y la tierra y las maravillas todas que existen bajo el cielo. Tú eres Señor del universo (cf. Est 4,17).

           Tomada del libro de Ester, la antífona recoge las primeras palabras con la que Mardoqueo invoca a Dios para que libre a su pueblo de la amenaza de Amán, lugarteniente del rey de Persia. En ellas manifiesta la confianza en el poder creador del Señor, al que nada ni nadie puede oponerse.

          Consideremos, con devoción y fervor, esta verdad, fundamento básico de nuestra fe, para que, plenamente convencidos de que el Señor está constantemente a nuestro lado, nos mantengamos fuertes en los momentos de oscuridad e incertidumbre.

 Oración colecta

           Dios todopoderoso y eterno,que desbordas con la abundancia de tu amor los méritos y los deseos de los que te suplican, derrama sobre nosotros tu misericordia, para que perdones lo que pesa en la conciencia y nos concedas aun aquello que la oración no menciona.Por nuestro Señor Jesucristo.

           Reconociendo que el amor con el que Dios nos ama supera infinitamente, y de manera incomprensible para nosotros, todo lo que podamos merecer y desear, le pedimos que este amor llene nuestro ser de tal manera, que, quedando limpia nuestra conciencia de todo aquello que nos remuerde, recibamos las bendiciones y los dones que, por nuestra condición de pecadores, no merecemos.

 Lectura de la profecía de Habacuc 1,2-3; 2,2-4

          ¿Hasta cuándo, Señor, pediré auxilio sin que me oigas, te gritaré: ¡Violencia!, sin que me salves? ¿Por qué me haces ver crímenes y contemplar opresiones? ¿Por qué pones ante mí destrucción y violencia, y surgen disputas y se alzan contiendas? Me respondió el Señor: Escribe la visión y grábala en tablillas, que se lea de corrido; pues la visión tiene un plazo, pero llegará a su término sin defraudar. Si se atrasa, espera en ella, pues llegará y no tardará. Mira, el altanero no triunfará; pero el justo por su fe vivirá.

          La primera lectura de este Domingo es un fragmento del libro de Habacuc, uno de los doce profetas menores que vivió a finales del siglo VII a.C.  El libro consta sólo de tres capítulos con aproximadamente 20 versículos cada uno.

          Su importancia se debe, no sólo a su contenido que, como palabra inspirada por Dios, es siempre de interés para nuestra alma, sino a que algunas de sus sentencias son citadas en pasajes importantes de los escritos del Nuevo Testamento. De Habacuc, por ejemplo, son estas palabras que la Virgen recita en el Magníficat: “Mi alma engrandece al Señor y mi espíritu se alegra en Dios, mi Salvador” (Lc 1,47-48) [Hab 3,18]. Igualmente pertenecen a nuestro profeta estas otras, tan estudiadas por los teólogos, de las cartas a los Romanos, a los Gálatas y a los Hebreos, que hoy oímos en nuestra lectura: “El justo vivirá por la fe” (Rm 2,17; Gál 3,11; Heb 10,38).

          La primera parte de este fragmento bíblico es un grito casi de desesperación a Dios, protestando por las desgracias e injusticias que están sobreviniendo en el pueblo en ese momento, desgracias provocadas por el enemigo del momento: Nabucodonosor. En la segunda parte, el profeta recibe la respuesta del Señor, una respuesta en forma de visión en la que le invita a la esperanza firme en la terminación de estas situaciones calamitosas.

          “¿Hasta cuándo, Señor, pediré auxilio sin que me oigas, te gritaré: ¡Violencia!, sin que me salves?”. Un grito directo al Señor, pidiendo una ayuda que no acaba de llegar, y, lo que es peor todavía, un grito ante el que el Señor se hace el sordo. Una situación de plena actualidad en este mundo nuestro, plagado de odios,  contiendas, injustas desigualdades sociales y económicas, y azotado por continuas guerras en las que abundan las matanzas de seres inocentes y las destrucciones irreversibles.

          En estas circunstancias quizá sólo nos queda, como en tiempos del profeta, dirigirnos al Señor, que parece estar callado, con las palabras que el salmista pronuncia, en nombre del pueblo (en nombre de todos nosotros): “¿Hasta cuándo, Señor, seguirás olvidándome? ¿Hasta cuándo me ocultarás tu rostro? ¿Hasta cuándo sentiré angustia en mi alma y tristeza en mi corazón, día tras día? ¿Hasta cuándo mi enemigo triunfará a costa mía?” (Sal 13,2-3).

          Pero el profeta es un hombre de Dios y, como tal, no pierde la esperanza y la confianza en el triunfo de la justicia. En el versículo anterior a esta segunda parte, versículo que ha sido omitido en la lectura, Habacuc se mantiene firme y vigilante en la seguridad de que el Señor  responderá al fin: “Yo me estaré de pie en mi puesto de centinela, en pie permaneceré sobre la fortaleza, y me mantendré alerta a ver qué me dice y qué responde a mi querella” (Ha 2,1).

          Y, como era de esperar, llega la respuesta: el Señor le va a hacer una comunicación de la misma en forma de visión, una comunicación que él debe escribir en tablillas para facilitar al pueblo su lectura: Me respondió el Señor: Escribe la visión y grábala en tablillas para que se lea de corrido”. El Señor insiste en que su promesa, aunque nos parezca que tarda, se cumplirá: “La visión tiene un plazo, pero llegará a su término sin defraudar. Si se atrasa, espera en ella, pues llegará y no tardará.

          ¿En que consiste esta promesa que Habacuc debe poner por escrito? Lo oímos en las últimas palabras de nuestra lectura: “El altanero no triunfará; pero el justo por su fe vivirá.

          El Señor, ciertamente, no responde a la pregunta de por qué, ante los sufrimientos y las injusticias, se hace el sordo a nuestras plegarias, pero el creyente sabe que no  abandonará jamás al que pone en Él su confianza. El impío,  el insolente y el maltratador, en cambio, no triunfarán indefinidamente. Es lo que  expresamos en el salmo 91: “Aunque germinen como hierba los malvados y florezcan los malhechores, serán destruidos para siempre” (Sal 91[92]. En cambio, “El justo crecerá como una palmera, se alzará como un cedro del Líbano: plantado en la casa del Señor, crecerá en los atrios de nuestro Dios” (Sal 91[92],  13-14).

          ¿Qué nos queda como conclusión de esta lectura? Que el Señor es quien dirige la historia, la mía propia y la historia en general y que al final triunfará el bien sobre el mal. Es esta confianza -esta fe- la que hace vivir al cristiano: “El justo vivirá por su fe”.

Salmo responsorial Sal 94, 1-2. 6-7. 8-9

Ojalá escuchéis hoy la voz del Señor: «No endurezcáis vuestro corazón.»

Venid, aclamemos al Señor, demos vítores a la Roca que nos salva;
entremos a su presencia dándole gracias, aclamándolo con cantos. R.

Entrad, postrémonos por tierra, bendiciendo al Señor, creador nuestro.
Porque él es nuestro Dios, y nosotros su pueblo, el rebaño que él guía. R.

Ojalá escuchéis hoy su voz: «No endurezcáis el corazón como en Meribá,
como el día de Masa en el desierto; cuando vuestros padres me pusieron a prueba
y me tentaron, aunque habían visto mis obras.» R.

         Lectura de la segunda carta del apóstol san Pablo a Timoteo 1,6-8. 13-14

          Querido hermano: Te recuerdo que reavives el don de Dios que hay en ti por la imposición de mis manos, pues Dios no nos ha dado un espíritu de cobardía, sino de fortaleza, de amor y de templanza. Así pues, no te avergüences del testimonio de nuestro Señor ni de mí, su prisionero; antes bien, toma parte en los padecimientos por el evangelio, según la fuerza de Dios. Ten por modelo las palabras sanas que has oído de mí en la fe y el amor que tienen su fundamento en Cristo Jesús. Vela por el precioso depósito con la ayuda del Espíritu Santo que habita en nosotros.

          Cuando escribe esta segunda carta a Timoteo, San Pablo se encuentra prisionero en Roma. Redactada poco antes de su muerte, es una especie de testamento espiritual: Timoteo va a tener que coger el relevo y san Pablo le va a hacer las recomendaciones correspondientes o, por decirlo de otra mamera, sus últimas voluntades.

          El apóstol recuerda a Timoteo la necesidad de reavivar el don de Dios que recibió en el momento de la imposición de las manos para el desempeño de su misión de servicio a la comunidad. Se trata con toda probabilidad de su ordenación como ministro del Señor -lo que correspondería hoy a nuestra ordenación sacerdotal-. Este don de Dios es la gracia del Espíritu Santo que entonces le fue infundida. Podemos comparar este don a un carbón encendido que, bien por desánimo, por timidez o por miedo, corre el peligro de enfriarse. De aquí la necesidad de atizar el fuego de su fe para para poder mantener viva la fe en la comunidad que le ha sido confiada.

          Con este don Timoteo ha recibido un espíritu de fortaleza, de amor y de templanza”. La fortaleza le llevará a ser enérgico en sus decisiones; el amor endulzará estas decisiones para que lleguen al corazón de los fieles; la templanza (prudencia), por su parte,  encauzará la energía y el amor  con el fin de que ambas fuerzas, debidamente hermanadas, contribuyan al verdadero progreso espiritual de la comunidad.

          El peligro de caer en la tibieza espiritual no afecta sólo a los ministros, sino a todo cristiano. Por ello, todos debemos avivar constantemente el fuego de la fe empleando los medios que la Iglesia pone a nuestra disposición: la oración constante, la frecuencia de los sacramentos, la práctica de la caridad, el diálogo espiritual con los hermanos en la fe, la apertura a dejarse ayudar por cristianos experimentados en el conocimiento y experiencia en la vida espiritual

          Volviendo a nuestra lectura, San Pablo exhorta a Timoteo, no a no avergonzarse de anunciar y proclamar el testimonio de amor que nos dio el Señor y del que, a imitación suya, dan sus seguidores, como San Pablo desde la cárcel, su testimonio de amor a los hombres, sellado con su muerte, y el que dan sus seguidores como San Pablo desde la cárcel, sino a atreverse a dar él mismo ese testimonio, participando en los mismos sufrimientos de Cristo: “Toma parte en los padecimientos por el evangelio, según la fuerza De Dios”.

          San Pablo hace esta recomendación de testimoniar a Cristo siendo consciente de que anunciar y proclamar como salvador del mundo a un hombre que terminó su vida colgado en el patíbulo De la Cruz, instrumento de tortura y de muerte ideado por los romanos, era, en aquellos momentos, hartamente peligroso, toda una “locura para los romanos y griegos y un escándalo para los judíos” (1 Cor 1,23).

          En sus catequesis y lecciones Timoteo debe actuar como un verdadero maestro, un maestro que no enseña lo que a él se le ocurre, sino las las lecciones sobre la fe y el amor que recibió de San Pablo y que, a su vez, estaban fundamentadas en las palabras de Jesús: Ten por modelo las palabras sanas que has oído de mí en la fe y el amor que tienen su fundamento en Cristo Jesús”.

          Por último, le insta a guardar como un tesoro el precioso depósito de la fe. Lo llama precioso precisamente porque no tiene precio y encierra en sí mismo la promesa de la vida eterna. La destreza para guardar intacto este depósito la encontrará en el Espíritu Santo recibido en la ordenación: como el grano de mostaza, que se deja hacer por la naturaleza (lectura evangélica), Timoteo debe dejarse llevar por el Espíritu Santo, cuya ayuda para mantener intacto el tesoro del Evangelio nunca le faltará.

Aclamación al Evangelio

           Aleluya, aleluya, aleluya. La palabra del Señor permanece para siempre; esta es la palabra del evangelio que os ha sido anunciada.

 Lectura del santo evangelio según san Lucas -17,5-10

          En aquel tiempo, los apóstoles le dijeron al Señor: «Aumén­tanos la fe». El Señor dijo: «Si tuvierais fe como un granito de mostaza, diríais a esa morera: Arráncate de raíz y plántate en el mar, y os obedecería. ¿Quién de vosotros, si tiene un criado labrando o pastoreando, le dice cuando vuelve del campo: Enseguida, ven y ponte a la mesa? ¿No le diréis más bien: Prepárame de cenar, cíñete y sírveme mientras como y bebo, y después comerás y beberás tú”? ¿Acaso tenéis que estar agradecidos al criado porque ha hecho lo mandado? Lo mismo vosotros: cuando hayáis hecho todo lo que se os ha mandado, decid: Somos siervos inútiles, hemos hecho lo que teníamos que hacer”».

          En la lectura evangélica que hoy nos presenta la Iglesia distinguimos dos partes que, aparentemente, no tienen relación. La primera es un breve diálogo entres Jesús y los apóstoles a propósito de la fe y en la segunda se expone la parábola del siervo inútil. El fragmento está precedido por la orden de Jesús de perdonar al hermano tantas veces cuanto éste lo solicite: “Si (tu hermano) peca contra ti siete veces al día, y siete veces se vuelve a ti, diciendo: "Me arrepiento", le perdonarás(Lc 17,4).

          Probablemente debido a esta dificultad de cumplir esta orden de Jesús, los discípulos reconocen que necesitan una fuerza de lo alto. Por eso le piden que les aumente la fe. La respuesta de Jesús es tajante, pero, en modo alguno, descorazonadora: “Si tuvierais fe como un granito de mostaza, diríais a esa morera: Arráncate de raíz y plántate en el mar, y os obedecería. El grano de mostaza, una de las semillas más pequeñas del mundo vegetal, lleva en su interior, como todas las semillas, la energía de dejarse transformar por la naturaleza hasta convertirse, en este caso, en uno de los arbustos más grandes. De esta comparación deducimos que Jesús no nos exige una cantidad grande de fe, una fe de caballo -diríamos-, sino una actitud de confianza en la acción poderosa de Dios para dejarnos hacer por Él. Esta fue la actitud de María que, por reconocer su pequeñez, el Poderoso hizo cosas grandes por las que sería reconocida como bienaventurada por todas las generaciones (Lc 1,48-49). Nosotros con nuestra pequeñez fe, la fe de dejarse llevar por Dios como el granito de mostaza, haremos, mejor dicho, hará Dios en nosotros, cosas imposibles como la de arrancar de raíz un sicómoro y trasladarle al mar, una comparación exagerada  (hipérbole), muy del gusto oriental.

          No es sólo en este pasaje evangélico donde aparece el tema de la semilla de la mostaza. En este mismo evangelio, San Lucas nos cuenta la parábola que lleva su nombre y con la que pretende  explicarnos el significado del Reino de los cielos que, igual que esta  semilla, de la cual nacerá un árbol donde aniden las aves del cielo, crecerá con fuerza en nosotros hasta esparcirse por todas partes, o como la levadura que, añadida a tres medidas de harina, hace fermentar toda la masa (Lc 13,19.21 y Mt 13,31-33). Esta petición de los apóstoles a Jesús de que les aumente la fe, -similar a aquella otra: “Creo, Señor, pero ayuda a mi incredulidad” del padre del niño poseído por un demonio- debemos hacerla nuestra en todo momento, dada nuestra debilidad y conscientes de que sin Él no podemos hacer nada  (Jn 15,5). La respuesta de Jesús es que imitemos al pequeño grano de mostaza o de que nos hagamos como niños -una y otra cosa significan lo mismo: dejarnos llevar por Dios. No somos nosotros con nuestra fe, grande o pequeña, los que realizamos las grandes obras, no somos nosotros los que nos desvivimos por los demás y hacemos progresar el Reino de Dios: es siempre el Señor el que habla, actúa, ama y extiende la Palabra del Evangelio en nosotros. Es el poder de Dios y la confianza que ponemos en Él lo que realmente cuenta: con Dios no existe lo imposible.

              Esta confianza en el Señor se muestra en nuestro humilde y constante servicio al Evangelio, puesto de manifiesto en la parábola del criado que, viniendo cansado de las labores del campo, ha de continuar sirviendo a su Señor hasta que éste se dé por satisfecho. En esta breve parábola, inspirada en las relaciones entre amo y criado propias del mundo oriental, Jesús no alaba el comportamiento abusivo, y hasta explotador, del primero: se trata más bien de aclarar a sus oyentes el hecho de que el servidor del Evangelio debe estar a disposición del mismo de por vida y sin reclamar ningún tipo de recompensa por su trabajo. Así se comportó Jesucristo, que “no vino al mundo a ser servido, sino a servir y a dar la vida en rescate por muchos (por todos). El servidor del Evangelio (todos los cristianos somos servidores del Evangelio) debe imitar la pequeñez y debilidad del grano de mostaza: su constante actuación en favor de la Buena Nueva se lo debe el poder del Señor que siempre nos acompaña.

 Oración sobre las ofrendas

           Acepta, Señor, el sacrificio establecido por ti  y, por estos santos misterios que celebramos en razón de nuestro ministerio, perfecciona en nosotros como conviene la obra santificadora de tu redención. Por Jesucristo, nuestro Señor.

          Fue el Señor, la víspera de su pasión, quien ofreció al Padre el pan y el vino, que se convertirían en su cuerpo y en su sangre. Para que este intercambio sacramental produzca sus frutos de redención en nuestra vida, manifestamos nuestro deseo de que sean aceptados por aquel de quien procede todo bien.

 Antífona de comunión

           Porque el pan es uno, nosotros, siendo muchos, formamos un solo cuerpo, pues todos comemos del mismo pan y participamos del mismo cáliz (cf. 1 Cor 10,17).

           “En la comunión sacramental yo quedo unido al Señor como todos los demás que comulgan (...). La unión con Cristo es al mismo tiempo unión con todos los demás a los que él se entrega. No puedo tener a Cristo sólo para mí; únicamente puedo pertenecerle en unión con todos los que son suyos o lo serán. La comunión me hace salir de mí mismo para ir hacia él y, por tanto, también hacia la unidad con todos los cristianos” (Benedicto XVI, Deus caritas est, 14).

Oración después de la comunión

           Concédenos, Dios todopoderoso, que nos alimentemos y saciemos en los sacramentos recibidos, hasta que nos transformemos en lo que hemos tomado.
Por Jesucristo, nuestro Señor.

           No siempre quedamos satisfechos en la comida: quizá no hemos comido lo suficiente, bien porque estábamos desganados o porque no parecía muy apetitosa. Cuando comulgamos no asimilamos el cuerpo de Cristo a nosotros, como hacemos con los alimentos, sino que es Cristo quien nos asimila a él.

          Deseamos que el sacramento con el que hemos sido alimentados haya nutrido nuestro ser de tal manera, que “nos transformemos realmente en aquello que hemos recibido”, es decir, en Cristo y, como Cristo, amemos hasta dar nuestra vida, de palabra y de obra, por los hombres, nuestros hermanos.