Trigésimo primer domingo del tiempo ordinario C
Antífona de entrada
No me abandones, Señor; Dios mío, no te quedes lejos; ven aprisa a socorrerme, Señor mío, mi salvación (Sal 37,22-23).
Es el grito angustioso del salmista, que ha comprendido que sin la cercanía del Señor se encuentra totalmente desamparado. Existen personas cristianas que, cuando, por circunstancias, tienen que vivir en soledad, se buscan subterfugios que, de algún modo, les hagan sentirse acompañadas (la televisión, una mascota). Quizá no han reparado suficientemente en la promesa que nos hizo el Señor, unas horas antes de su pasión: “Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él” (Jn 14, 23). Esta promesa del Señor, que ciertamente se cumple -“El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán”- se llevará a efecto si, como el salmista, la deseamos ansiosa y ardientemente: “Señor, ven aprisa a socorrerme”.
Oración colecta
Dios de poder y misericordia, de quien procede el que tus fieles te sirvan digna y meritoriamente, concédenos avanzar sin obstáculos hacia los bienes que nos prometes. Por nuestro Señor Jesucristo.
Al atribuir a Dios el poder y la misericordia, estamos convencidos de que todo su inmensa potencia creadora y conservadora la ejercita en amar a sus criaturas, especialmente a nosotros que, hechos a su imagen y semejanza, podemos darle la respuesta del amor que ha puesto en nosotros. De esta forma practicaremos “digna y meritoriamente” el servicio que, como a Dios, debemos prestarle. Con ello realizamos la vocación a la que desde el principio del mundo fuimos llamados: “Ser santos e irreprochables en su presencia por el amor”. En esta santidad, que nos hace ser semejantes a Dios, quedan resumidos los bienes que nos han sido prometidos. Conscientes de nuestra debilidad e inconstancia, pedimos al Padre, de quien procede todo bien, que nos conduzca sin sobresaltos al Reino de la Verdad y de la Paz.
Lectura del libro de la Sabiduría - 11,22—12,2
Señor, el mundo entero es ante ti como un grano en la balanza, como gota de rocío mañanero sobre la tierra. Pero te compadeces de todos, porque todo lo puedes y pasas por alto los pecados de los hombres para que se arrepientan. Amas a todos los seres y no aborreces nada de lo que hiciste; pues, si odiaras algo, no lo habrías creado. ¿Cómo subsistiría algo, si tú no lo quisieras?, o ¿cómo se conservaría, si tú no lo hubieras llamado? Pero tú eres indulgente con todas las cosas, porque son tuyas, Señor, amigo de la vida. Pues tu soplo incorruptible está en todas ellas. Por eso corriges poco a poco a los que caen, los reprendes y les recuerdas su pecado, para que, apartándose del mal, crean en ti, Señor.
Este texto del libro de la Sabiduría, escrito al final del Antiguo Testamento (unos cincuenta años antes del nacimiento de Cristo), es una bella y emocionante oración en la que el autor se dirige a Dios con el único fin de reconocer y agradecer su poder y su bondad hacia todas sus criaturas.
“El mundo entero es ante ti como un grano en la balanza, como gota de rocío mañanero sobre la tierra”.
Dos hermosas comparaciones que expresan magníficamente la grandeza de Dios y la pequeñez del mundo: un grano de tierra no desequilibra prácticamente el peso de la balanza; una gota más de rocío en la mañana no es suficiente para aumentar sensiblemente la humedad de la tierra. Ello no hunde al hombre en el temor y miedo ante la inmensa grandeza de Dios, pues todo este poder, en lugar de emplearlo para castigarlo y destruirlo, lo utiliza para apiadarse de él: “te compadeces de todos, porque todo lo puedes y pasas por alto los pecados de los hombres para que se arrepientan”.
Con una perfecta lógica, el autor sagrado confirma el amor de Dios a todas sus criaturas. En Dios no cabe absolutamente el odio a las cosas que han salido de sus manos, pues ello iría contra su propia inteligencia y poder: “Si odiaras algo, no lo habrías creado”. Y no sólo eso. Ni siquiera podrían seguir existiendo los seres creados, si Dios, con su poder absoluto, no las estuviese amando permanentemente: “¿Cómo subsistiría algo, si tú no lo quisieras?, o ¿cómo se conservaría, si tú no lo hubieras llamado?”. Viene a mi mente aquella afirmación de San Pablo, tomada de algún que otro poeta o intelectual griego y referida, de modo especial, a nosotros, los seres humanos: “En Él vivimos, nos movemos y existimos” (He 17,28). La cercanía con quien nos ha puesto en la existencia no puede ser más estrecha.
El autor sagrado insiste otra vez: no se puede aborrecer lo propio. Si Dios despreciara a sus criaturas, se despreciaría a sí mismo. Dios, “amigo de la vida”, ha hecho todas las cosas -nos ha hecho a nosotros- para que todas ellas -todos nosotros- vivan -vivamos- y ello significa que la muerte no tiene la última palabra. Dios nos ama infinitamente, es decir, Dios nos ama para siempre. Es por este amor del Dios de Israel a la vida -a nuestra vida- por lo que se fraguó en la mentalidad judía la creencia en la resurrección de los muertos.
“Tu sopló incorruptible está en todas tus criaturas”.
Un dicho que repite de alguna manera el pasaje bíblico que narra la segunda creación del hombre: “Entonces Yahveh Dios formó al hombre con polvo del suelo, e insufló en sus narices aliento de vida, y resultó el hombre un ser viviente” (Gén 2,7). Los dos textos expresan magníficamente que el hombre vive suspendido del aliento de Dios, del aliento de amor con que nos ha creado y nos mantiene en la existencia. No estamos solos en el universo al vaivén de fuerzas irracionales que nos arrastran hacia no se sabe dónde: vivimos de un acto permanente de amor y a vivir eternamente en el amor se encamina nuestra existencia. Vivamos ya desde ahora tal y como somos, dejémonos arrastrar por la fuerza gravitatoria del amor a Dios y a nuestros semejantes. Así lo expresaba nuestro místico: “Mi alma se ha empleado // y todo mi caudal en su servicio; // ya no guardo ganado // ni ya tengo otro oficio, // que ya sólo en amar es mi ejercicio”. (San Juan de la Cruz).
De este ejercicio del amor nos apartamos a veces, yéndonos por caminos que nos conducen al amor desordenado a nosotros mismos. El Señor, que sigue a nuestro lado, emplea todo su poder en llevarnos a las rectas veredas, aunque, para ello, tenga que censurarnos y amonestarnos: “Tú reprendes y recuerdas a los hombres su pecado, para que, apartándose del mal, crean en ti, Señor”. No podía hacer otra cosa el Amigo por excelencia de la vida. “¿Acaso me complazco yo en la muerte del malvado - oráculo del Señor Yahveh - y no más bien en que se convierta de su conducta y viva?” (Ez 18,23).
Salmo responsorial – 144
Bendeciré tu nombre por siempre, Dios mío, mi rey.
Te ensalzaré, Dios mío,
mi rey;
bendeciré tu nombre por
siempre jamás.
Día tras día, te
bendeciré y alabaré tu nombre por siempre jamás.
El Señor es clemente y
misericordioso, lento a la cólera y rico en piedad;
el Señor es bueno con
todos, es cariñoso con todas sus criaturas.
Que todas tus criaturas
te den gracias, Señor, que te bendigan tus fieles.
Que proclamen la gloria
de tu reinado, que hablen de tus hazañas.
El Señor es fiel a sus
palabras,
bondadoso en todas sus
acciones.
El Señor sostiene a los
que van a caer, endereza a los que ya se doblan.
Lectura de la segunda carta del apóstol san Pablo a los Tesalonicenses - 1,11—2,2
Hermanos; Oramos continuamente por vosotros, para que nuestro Dios os haga dignos de la vocación y con su poder lleve a término todo propósito de hacer el bien y la tarea de la fe. De este modo, el nombre de nuestro Señor Jesús será glorificado en vosotros y vosotros en él, según la gracia de nuestro Dios y del Señor Jesucristo. A propósito de la venida de nuestro Señor Jesucristo y de nuestra reunión con él, os rogamos, hermanos, que no perdáis fácilmente la cabeza ni os alarméis por alguna revelación, rumor o supuesta carta nuestra, como si el día del Señor estuviera encima.
Un breve apunte como introducción a esta lectura. La comunidad de Tesalónica fue una de las primeras comunidades fundadas por San Pablo y la primera en territorio griego. La recepción de la Buena Nueva tuvo lugar al principio de su segundo viaje apostólico -el primero se circunscribió a Asia Menor, la actual Turquía-. Esta evangelización, según el esquema seguido por San Pablo y sus acompañantes, seguía, como en todas las ciudades que visitaban, el mismo esquema: se dirigían el sábado por la mañana a la Sinagoga, donde, después de leer un fragmento del Antiguo Testamento, San Pablo anunciaba que el mesías esperado durante siglos por los judíos, se había hecho realidad en la persona de Jesucristo, que murió en la cruz y que resucitó al tercer día. Es lo que debió pasar en Tesalónica, donde, en poco tiempo, los judíos, que creyeron las palabras de San Pablo, junto con algunos gentiles por influencia de éstos, formaron esta comunidad cristiana. San Pablo y acompañantes fueron rápidamente perseguidos por la comunidad judía, que no se adhirió a la nueva fe, hasta obligarlos a abandonar la ciudad y dejar solos a los nuevos seguidores de Cristo. Esta breve evangelización, junto con una imprecisa inteligencia de la segunda venida del Señor, hizo que San Pablo se preocupase de modo especial de estos nuevos creyentes. De aquí, las dos cartas que, para sostenerlos en la fe, les escribió rápidamente desde su estancia en Corinto.
“Oramos continuamente por vosotros”
El que los cristianos nos tengamos en cuenta unos a otros en nuestras oraciones es una práctica acorde con el mensaje de Jesús y llevada a cabo intensamente por la Iglesia a través de los siglos: no vivimos la fe solos, no nos salvamos solos, somos un pueblo que camina unido hacia la casa del Padre, más aún formamos un solo cuerpo en el que somos miembros los unos de los otros. Además de estas razones, San Pablo siente la necesidad de rezar por los tesalonicenses a causa de los problemas concretos de esta comunidad: a) al ser expulsado de la ciudad, han quedado abandonados demasiado pronto, sin un guía experimentado que continuase instruyéndoles en el camino la fe; b) esta escasa instrucción fue probablemente la causa de que no entendiesen correctamente el asunto de la segunda venida del Señor, lo que generó comportamientos no acordes con el mensaje cristiano: ante la inminente venida del Señor y la desaparición de este mundo, algunos cristianos llegaron a abandonar el propio trabajo.
El contenido de la petición de San Pablo para los tesalonicenses era que Dios les hiciese dignos de la vocación a la que habían sido llamados, sabiendo que ser dignos de esta vocación no es otra cosa que, con la ayuda del Señor, llevar a cabo “el propósito de hacer el bien y la tarea de la fe”. Seremos dignos de la vocación a la que hemos sido llamados cuando el único motivo de todo lo que hagamos no sea agradar a los hombres, sino a Dios; cuando estemos tan unidos a Cristo, que sea Él el que actúe en nosotros para, de esta forma, dar frutos de vida eterna: “El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto; porque separados de mí no podéis hacer nada”; cuando pongamos todo nuestro empeño en conocer al Señor: “En esto consiste la vida eterna: en que te conozcamos a ti, el único Dios verdadero y a tu enviado Jesucristo” (Jn 17,3). Es lo que también decía San Pablo a los cristianos de Colosas: “No dejamos de orar por vosotros … para que viváis de una manera digna del Señor, agradándole en todo, fructificando en toda obra buena y creciendo en el conocimiento de Dios” (Col 1,9-10).
¿Qué conseguiremos con llevar una vida digna del Señor? Que el Señor sea glorificado en nosotros, es decir, que sea cada vez más conocido en el mundo a través de nuestras obras, y que, a su vez, seamos nosotros glorificados en Él. El Señor será glorificado en nosotros cuando los hombres, viendo el milagro de nuestras obras de amor sincero, especialmente con los necesitados, conozcan la ternura y humanidad del Dios del amor, ante el cual les será imposible resistirse. Nosotros seremos glorificados en Cristo, pues al poder realizar estas obras de amor, encontraremos la felicidad que anhela nuestro corazón. Y es que sólo el amor libera de todas las cosas que nos esclavizan e impiden llegar a ser nosotros mismos.
Aclamación al Evangelio
Aleluya, aleluya, aleluya. Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito; todo el que cree en él tiene vida eterna.
Lectura del santo evangelio según san Lucas - 19,1-10
En aquel tiempo, Jesús entró en Jericó e iba atravesando la ciudad. En esto, un hombre llamado Zaqueo, jefe de publicanos y rico, trataba de ver quién era Jesús, pero no lo lograba a causa del gentío, porque era pequeño de estatura. Corriendo más adelante, se subió a un sicomoro para verlo, porque tenía que pasar por allí. Jesús, al llegar a aquel sitio, levantó los ojos y le dijo: «Zaqueo, date prisa y baja, porque es necesario que hoy me quede en tu casa». Él se dio prisa en bajar y lo recibió muy contento. Al ver esto, todos murmuraban diciendo: «Ha entrado a hospedarse en casa de un pecador». Pero Zaqueo, de pie, dijo al Señor: «Mira, Señor, la mitad de mis bienes se la doy a los pobres; y si he defraudado a alguno, le restituyo cuatro veces más». Jesús le dijo: «Hoy ha sido la salvación de esta casa, pues también este es hijo de Abrahán. Porque el Hijo del hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido».
Jericó, una ciudad en el valle del Jordán, a 35 kilómetros de Jerusalén, situada a 300 metros bajo el nivel del mar. Aquel día una de sus calles se encontraba repleta de gente: era Jesús que, acompañado de sus discípulos, pasaba por allí. Un hombre, que probablemente ha oído hablar de los milagros y palabras del nuevo profeta, tiene la curiosidad de verlo de cerca y, muy probablemente, se ha despertado en él un interés por la persona de este Galileo, Jesús de Nazaret. Como era pequeño de estatura, se adelantó a la comitiva y se subió a un árbol. La gente que lo vio estallaría en risas ante esta ocurrencia, pero, al parecer, esta burla de su persona no le inmutó lo más mínimo. Zaqueo, el hombre del que hablamos, era el jefe de los recaudadores de la ciudad, un hombre mal visto por relacionarse con los romanos, enemigos del pueblo y, además, paganos, y por enriquecerse con los impuestos, al cobrar una cantidad mayor de la estipulada.
Cuando la comitiva pasó junto al árbol, Jesús alza la vista hacia Zaqueo y, llamándolo por su nombre, le dijo: “Date prisa y baja, porque es necesario que hoy me quede en tu casa”. Asombrado ante este inesperado detalle, Zaqueo “se dio prisa en bajar” y, lleno de alegría, lo llevó a su casa. El que esperaba encontrar a Jesús, aunque fuese sólo viéndolo pasar, es ‘el encontrado’ por Jesús: se confirma con ello que es siempre Dios quien tiene la iniciativa en todo lo que concierne a nuestra salvación y a nuestra felicidad.
Las críticas por parte del público que acompañaba a Jesús no se hicieron esperar: “Ha entrado a hospedarse en casa de un pecador”. No podían entender que el Mesías esperado por los judíos estuviese compinchado con personas que, de forma tan flagrante, infringiera la ley, como era el caso de Zaqueo y de todos los que, como él, se dedicaban a este oficio. Pero, una vez más, comprobamos que la lógica de Dios no tiene nada que ver con la nuestra. Lo hemos citado en muchas ocasiones en estos comentarios: “Vuestros pensamientos no son mis pensamientos ni vuestros caminos son mis caminos (Is 55,8).
Zaqueo, como hemos dicho, recibió a Jesús en su casa lleno de alegría y, una vez asentados en ella, dirige a su ilustre huésped, tratándole como Señor, es decir como Dios, estas palabras: “Mira, Señor, la mitad de mis bienes se la doy a los pobres; y si he defraudado a alguno, le restituyo cuatro veces más”. Zaqueo reconoce a Jesús como Señor, es decir, como el lugar de la presencia de Dios, y, en consecuencia, cambia rápidamente su actitud ante Dios, ante la vida y ante los demás. La respuesta de Jesús no se deja esperar: “Hoy ha sido la salvación de esta casa, pues también éste es hijo de Abrahán”. Esta salvación no significa que, de repente, haya pasado de ser codicioso y explotador a caritativo y solidario con los pobres. Ello es la consecuencia inmediata de haberse encontrado con Jesús como el Mesías esperado, como Aquél en quien residen a título propio las promesas hechas a Abraham. Zaqueo, a pesar de haber llevado hasta su encuentro con Jesús una vida al margen de Dios, es también hijo de Abraham y, no principalmente por pertenecer genéticamente al pueblo de Israel, sino por hacer creído en Jesús. Los verdaderos hijos de Abraham son los que, como él, han creído en el heredero de la promesa, en Jesús: “Sabed, pues, que los que tienen fe, ésos son hijos de Abrahán” (Gál 3,7).
La conclusión de este fragmento bíblico nos la da el mismo Jesús: “El Hijo del hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido”. Notemos en primer lugar que Jesús, al llamarse a sí mismo con el título mesiánico de “Hijo del hombre” está hablando como el Mesías esperado, esto es, como el Enviado de Dios, con quien es una sola cosa -el Padre y yo somos uno” (Jn 10,30)-; habla, por tanto, como Dios. Y la razón de ser de su venida a este mundo es la salvación de los hombres que, debido al pecado, están necesitados de salvación, de todos los hombres, pues “como dice la Escritura: No hay quien sea justo, ni siquiera uno solo” (Rm 3,10).
No hay que salirse del evangelio de San Lucas para encontrar frases de Jesús expresando esta idea: “No necesitan médico los que están sanos, sino los que están enfermos. No he venido a llamar a conversión a justos, sino a pecadores” (Lc 5,31-32). La alegría por la salvación de Zaqueo y su familia forma importante parte del mensaje del evangelio de hoy. Esta alegría es un anticipo de la se producirá en el cielo cuando todos los que se han apartado del camino del pecado encuentren la gracia traída por Jesucristo: “Habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por 99 justos que no tengan necesidad de conversión” (Lc 15,7).
Zaqueo, como el hijo pródigo, ha vuelto a la casa del Padre. Por eso, merece la pena celebrar una fiesta en la que participe el hermano mayor y todos los que, considerándonos puros, nos demos cuenta de que la verdadera pureza no procede de nuestra autosuficiencia, sino del amor inmerecido de Dios: “Convenía celebrar una fiesta y alegrarse, porque este hermano tuyo estaba muerto, y ha vuelto a la vida; estaba perdido, y ha sido hallado” (Lc 15,32).
Oración sobre las ofrendas
Que este sacrificio, Señor, sea para ti una ofrenda pura y, para nosotros, una efusión santa de tu misericordia. Por Jesucristo, nuestro Señor.
En el pan y el vino, que por las palabras de la consagración se convertirán en el Cuerpo y en la Sangre del Señor, están incluidos nuestros sufrimientos, nuestras esperanzas y nuestros deseos de vivir junto a Cristo. Cuando este ofrecimiento de nuestras vidas no es lo suficientemente auténtico, la presentación de las ofrendas será un ejercicio rutinario que, en la práctica, no repercute en nuestra salvación -nuestra manera de vivir seguirá moviéndose por los mismo parámetros de nuestro egoísmo y nuestra tibieza-. Pero, en caso contrario, seremos, como ellos, convertidos en el mismo Cristo, que entrega su vida para la salvación de los hombres. En ellos va todo nuestro deseo de ser transformados, como Cristo, en alimento y bebida para nuestros hermanos, alimento que sostenga su vida y vino que alegre su corazón y reavive sus ansias de caminar hacia el Padre.
Antífona de comunión
Me enseñarás el sendero de la vida, me saciarás de gozo en tu presencia, Señor (cf. Sal 15,11).
O bien:
El Padre que vive me ha enviado, y yo vivo por el Padre; del mismo modo, el que me come vivirá por mí, dice el Señor (cf. Jn 6,58).
Oración después de la comunión
Te pedimos, Señor, que aumente en nosotros la acción de tu poder, para que, alimentados con estos sacramentos del cielo, nos preparemos, por tu gracia, a recibir tus promesas. Por Jesucristo, nuestro Señor.