Vigésimo noveno domingo del tiempo ordinario C
Antífona de entrada
Yo te invoco porque tú me respondes, Dios mío; inclina el oído y escucha mis palabras. Guárdame como a las niñas de tus ojos, a la sombra de tus alas escóndeme. (Sal 16,6.8)
Dios siempre está dispuesto a inclinarse hacia nosotros y atender nuestras plegarias. Más aún. Como conoce lo que siente nuestro corazón, nos impulsa a través del Espíritu a desear los bienes que nos tiene prometidos. Por eso, movidos por este Espíritu y, sabiendo que sus delicias son habitar con los hijos de los hombres (Prov 8,31), le pedimos que cuide de nosotros como a su tesoro más preciado y nos defienda de todo aquello que nos pueda separar de él.
Oración colecta
Dios todopoderoso y eterno, haz que te presentemos una voluntad solícita y estable, y sirvamos a tu grandeza con sincero corazón. Por nuestro Señor Jesucristo.
En la oración colecta manifestamos al Señor el deseo de renunciar a nuestro querer autónomo y a todo lo que no se ajusta a sus planes providenciales. “Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo”, rezamos en el Padrenuestro. ¿Supone ello renunciar a nuestro yo? Al contrario. Nuestro ser más auténtico no radica en nosotros, sino en el pensamiento que tiene Dios de cada uno de nosotros. Renunciando a nosotros mismos seremos de verdad nosotros mismos, porque “el que quiera salvar su vida, la perderá; y el que perdiere su vida por causa de mí, la encontrará” . Solo poniendo nuestra vida en Dios realizaremos nuestra vocación de servir y dar gloria a la grandeza y majestad de Dios.
Lectura del libro del Éxodo - 17,8-13
En aquellos días, Amalec vino y atacó a Israel en Refidín. Moisés dijo a Josué: «Escoge unos cuantos hombres, haz una salida y ataca a Amalec. Mañana yo estaré en pie en la cima del monte, con el bastón de Dios en la mano». Hizo Josué lo que le decía Moisés, y atacó a Amalec; entretanto, Moisés, Aarón y Jur subían a la cima del monte. Mientras Moisés tenía en alto las manos, vencía Israel; mientras las tenía bajadas, vencía Amalec. Y, como le pesaban los brazos, sus compañeros tomaron una piedra y se la pusieron debajo, para que se sentase; mientras, Aarón y Jur le sostenían los brazos, uno a cada lado. Así resistieron en alto sus brazos hasta la puesta del sol. Josué derrotó a Amalec y a su pueblo, a filo de espada.
Los amalecitas eran una de tantas tribus que pululaban en el desierto a la busca de oasis y pozos para alimentarse y alimentar a sus ganados, aunque para ello tuvieran que asaltar a todo un pueblo y quedarse con sus bienes. Vivían en la zona septentrional de la península del Sinaí y en la parte del desierto llamada Negueb, desierto citado en otros muchos lugares de la Biblia.
Inesperadamente aparecieron cerca de ellos los hebreos en su camino a la tierra prometida. Como era de esperar, su primera reacción fue declararles la guerra, hecho que tuvo lugar en la región llamada Refidin, junto a la famosa roca, convertida milagrosamente en fuente, de Basá y Meribá.
Para defenderse y librarse de los atacantes, Moisés da la orden a su lugarteniente Josué de iniciar una batalla contra ellos: “Escoge unos cuantos hombres, haz una salida y ataca a Amalec”, jefe supremo de esta tribu.
Moisés, convencido de que el Señor no permitirá que Israel fuera vencido en esta contienda, se subió a la montaña, acompañado de Aarón y de Jur y llevando consigo el bastón de Dios, el bastón a través del cual Moisés había realizado muchos prodigios ante el Faraón y su corte, el bastón con el que separó las aguas para que pudieran atravesar el Mar de los Juncos y con el que golpeó la roca para que de ella brotara agua que calmó la sed del pueblo en el desierto.
Moisés, como digo, estaba convencido de la victoria sobre los amalecitas, pero Dios exigía nuestra colaboración que, en Moisés, consistió en tener las manos levantadas hacia el cielo, solicitando la ayuda del Señor en la batalla: “Mientras Moisés tenía en alto las manos, vencía Israel; mientras las tenía bajadas, vencía Amalec”. La prolongación de la lucha se prolongaba tanto, que Moisés tuvo que sentarse en una piedra y permitir que Aarón y Jur le tuvieran levantados los brazos hasta el fin de la contienda: “Así resistieron en alto sus brazos hasta la puesta del sol. Josué derrotó a Amalec y a su pueblo, a filo de espada”.
El tener levantado el bastón significa, para el autor sagrado, que, en definitiva, es Dios el que siempre actúa, al que se deben todos nuestros éxitos, el que hace que todas las cosas sucedan para el bien de los que lo aman (Rm 8,28). Las manos levantadas de Moisés, portando en su derecha el bastón, simbolizan nuestra oración: ellas nos hablan de la confianza cierta que tiene el creyente de que Dios nunca lo abandonará.
En la primera carta a Timoteo -durante estos domingos, incluido el de hoy, la segunda lectura está sacada de estas dos cartas-, San Pablo hace a su amado discípulo recomendación, como responsable de su comunidad: “Quiero, pues, que los hombres oren en todo lugar elevando hacia el cielo unas manos piadosas, sin ira ni discusiones” (1 Tm 2,8). Las manos dirigidas al cielo significan que el éxito de nuestras obras se lo debemos a Dios. En la batalla con los amalecitas, Josué luchaba denonadamente y Moisés rezaba con la misma pasión: “A Dios rogando y con el mazo dando” -así reza nuestro refranero-. Una lección que nos enseña cómo debe ser siempre nuestra colaboración con el Señor. De esta forma lo expresaba nuestro San Ignacio de Loyola: “Actuar como si todo dependiera de nosotros, sabiendo que en realidad todo depende de Dios”. Y cuando, como Moisés, caigamos en el cansancio o en el desánimo, es decir, cuando nos sintamos humanamente impotentes para mantener los brazos en alto -para actuar rezando y para rezar actuando-, acudamos a nuestros hermanos para que nos aconsejen y oren por nosotros: ésta es la razón de ser de la comunidad.
Salmo responsorial - 120
Nuestro auxilio es el nombre del Señor, que hizo el cielo y la tierra.
Levanto mis ojos a los montes: ¿de dónde me vendrá el auxilio?
El auxilio me viene del Señor, que hizo el cielo y
la tierra.
No permitirá que resbale tu pie, tu
guardián no duerme;
no duerme ni reposa el guardián de Israel.
El Señor te guarda a su sombra, está a tu derecha;
de día el sol no te hará daño, ni la luna de noche.
El Señor te guarda de todo mal, él guarda tu alma;
el Señor guarda tus entradas y salidas, ahora y por
siempre.
Recordemos de antemano que los salmos son la plegaria de Israel, el pueblo que, desde el alba de su historia, está en permanente marcha hacia Dios. Es todo el pueblo en su conjunto el que recita el salmo, aunque lo rece una sola persona: en el ‘yo’ particular del salmista hay que entender ‘el nosotros colectivo’ del pueblo elegido. El salmo que la Iglesia nos propone hoy pertenece al grupo de cantos, llamados ‘de subida’, pues se utilizaban en las peregrinaciones a Jerusalén que, como sabemos, se encuentra en lo alto, en la montaña de Sión, lugar de la presencia de Dios.
Levanto mis ojos a los montes: ¿de dónde me vendrá el auxilio?
El auxilio me viene del Señor, que hizo el cielo y
la tierra.
Un peregrino emprende la subida a Jerusalén. Desde el inicio de la marcha tiene sus ojos vueltos hacia la montaña de Sión, siendo consciente de que en el trayecto se va a enfrentar con un montón de peligros: caminos deslizantes y pedregosos, en los que son frecuentes las caídas; animales salvajes dispuestos a atacar; bandas de ladrones, cuya razón de ser es asaltar al caminante, despojarle de todo lo que lleva consigo y dejarle muerto o medio muerto en la cuneta (recordemos la parábola del habiendo Samaritano).
Ante este panorama, y reconociendo su impotencia, busca la ayuda de alguien que le libre de todos estos peligros: “Levantó los ojos a los montes, ¿de dónde me vendrá el auxilio?”. Pero rápidamente aflora a su mente y a su corazón la confianza que ha puesto siempre en el Señor: “El auxilio me viene del Señor, que hizo el cielo y la tierra”. Con ello está haciendo profesión de una fe inquebrantable en el único Dios, al que se dirige dos veces al día con estas palabras: “Escucha, Israel: Yahveh nuestro Dios es el único Yahveh. Amarás a Yahveh tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza”. Para el que ha iniciado el camino, todos los ídolos quedan descartados, pues son muñecos fabricados por los hombres en barro o en madera, muñecos incapaces de salvar: “Tienen ojos y no ven, boca y no hablan, oídos y no oyen” (Sal 115,5).
No permitirá que resbale tu pie, tu
guardián no duerme;
no duerme ni reposa el guardián de Israel.
La posibilidad de caerse y lastimarse en el camino queda descartada ante la certeza de la permanente vigilancia del Señor, que va caminando con el peregrino, vigilando sus pasos y velando para que, en los descansos de la noche, no le haga daño ningún animal: “Tu guardián no duerme; no duerme ni reposa el guardián de Israel”. Nosotros, meditando en estas expresiones, recordamos nuestro peregrinaje espiritual hacia el cielo, nuestra verdadera patria, en la seguridad de que nadie podrá despojarnos del amor de Dios, bálsamo que cura todas nuestras heridas: “Estoy convencido de que ni la muerte ni la vida, ni los ángeles ni los demonios, ni lo presente ni lo por venir, ni los poderes, ni lo alto ni lo profundo, ni cosa alguna en toda la creación podrá apartarnos del amor que Dios nos ha manifestado en Cristo Jesús nuestro Señor. (Romanos 8:37-39)
El Señor te guarda a su sombra, está a tu derecha;
de día el sol no te hará daño, ni la luna de noche.
Otros peligros que tiene que afrontar el peregrino son, durante el día, los rayos del sol dañando su piel y provocándole un cansancio extenuante, y, en las horas del descanso nocturno, los de la luna, que también le molestan hasta el punto de no poder conciliar el sueño. Estos temores dejan de atormentarle al considerar que el Señor es la sombra que le acompaña durante el día, sombra que se interpone ante la luna para que su luz no pueda molestar sus ojos, necesitados de la tranquilidad de la sana oscuridad.
El Señor te guarda de todo mal, él guarda tu alma; el Señor guarda tus entradas y salidas, ahora y por siempre.
Otra voz del coro insiste en la Providencia divina: Yahvé será como un dosel sobre la caravana que avanza hacia Jerusalén para que los peregrinos no sufran los efectos del sol, de la lluvia o de los fuertes vientos.
La vigilancia del Señor está presente tanto en la ida como en la vuelta: “El Señor guarda tus entradas y salidas”. Para nosotros, seguidores de Cristo, la ida es nuestro camino hacia nuestra plena identificación con Cristo; en la vuelta lo tenemos más fácil, pues nos acompaña Cristo resucitado que, vencedor del pecado y de la muerte, nos hace capaces de vencer a todos nuestros enemigos: “Mirad, os he dado el poder de pisar sobre serpientes y escorpiones, y sobre todo poder del enemigo, y nada os podrá hacer daño” (Lc 10,19).
Lectura de la segunda carta del apóstol san Pablo a Timoteo - 3,14 - 4,2
Querido hermano: Permanece en lo que aprendiste y creíste, consciente de quiénes lo aprendiste, y que desde niño conoces las Sagradas Escrituras: ellas pueden darte la sabiduría que conduce a la salvación por medio de la fe en Cristo Jesús. Toda Escritura es inspirada por Dios y además útil para enseñar, para argüir, para corregir, para educar en la justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto y esté preparado para toda obra buena. Te conjuro delante de Dios y de Cristo Jesús, que ha de juzgar a vivos y a muertos, por su manifestación y por su reino: proclama la palabra, insiste a tiempo y a destiempo, arguye, reprocha, exhorta con toda magnanimidad y doctrina.
La segunda lectura del pasado domingo, tomada de la segunda carta de San Pablo a Timoteo, era un himno en honor a Cristo resucitado: “Acuérdate de Jesucristo resucitado de entre los muertos”, -así comenzaba-. La lectura de hoy, también sacada de la misma carta, la podemos considerar también como un himno de exaltación de la Sagrada Escritura (Marie-Nöel Thabut).
Debemos entender que San Pablo se está refiriendo a los Libros del Antiguo Testamento, en los cuales Timoteo fue introducido a través de su madre y su abuela (judías ambas) a muy temprana edad, y, posteriormente, ya adulto, a través de San Pablo y de otros testigos del Evangelio. El apóstol resalta esta dimensión comunitaria del acceso a la Escritura: sus verdades no se descubren de manera aislada, sino dentro de la comunidad de creyentes, la verdadera depositaria de la tradición que procede de Cristo. En la transmisión de la fe nadie inventa nada: cada uno de nosotros somos eslabones de una cadena en la que lo que importa es la fidelidad a la Palabra que hemos recibido.
“Permanece en lo que aprendiste y creíste”.
Al exhortar a Timoteo a que permanezca en las verdades aprendidas y creídas, da por supuesta la existencia de personas influyentes que mantienen opiniones contrarias a la fe, lo que conlleva el peligro de generar confusión en los miembros más débiles de la comunidad.
Ya hemos dicho que este discípulo predilecto de San Pablo recibió sus primeras lecciones bíblicas en su misma casa, donde se respiraba una fuerte religiosidad, ligada al conocimiento y estudio de las Escrituras Sagradas. Son estas Sagradas Escrituras, y no las novedades que circulaban en algunos corrillos de la comunidad, las que pueden proporcionar aquella sabiduría “que conduce a la salvación por medio de la fe en Cristo Jesús”.
Como tales Escrituras, han sido inspiradas por Dios, y ello hace que tengan una utilidad de primer orden en nuestro progreso espiritual, utilidad que concreta San Pablo a continuación:
a) La Escritura para enseñar”, no sólo para alimentar espiritualmente a la persona que la lee y medita en ella, sino para que los responsables o ministros de la comunidad se sirvan de ella en la formación cristiana de los fieles. Esta dimensión didáctica de la Palabra de Dios se hace evidente en los mismos escritos sagrados, y particularmente en las cartas de San Pablo.
b) “para argüir”, en el sentido de convencer con argumentos o de refutar las trampas y falacias que maquinan los enemigos de la fe. Un ejemplo claro de esta refutación nos lo da el mismo Jesús, al deshacer con citas bíblicas las proposiciones que le hace el diablo en el desierto (Mt 4,1-11; Mc 1,12-13; Lc 4,1-13).
c) “para corregir”, esto es, para liberar de los errores contra la fe que, de una manera o de otra, se filtran en la vida de los creyentes. Con esta corrección desde la Escritura se pretende conducir a los creyentes desviados a la recta doctrina.
d) “para educar en la justicia”. Por educación en la justicia se entienden los procedimientos tendentes a desarrollar la dimensión intelectual y espiritual del ser humano hasta llegar a transformarlo en Cristo: “¡Hijos míos!, por quienes sufro de nuevo dolores de parto, hasta ver a Cristo formado en vosotros” (Gál 4,19). Se trata de preparar un hombre perfectamente equipado para la realización de buena obras, entre las que se encuentra la de transmitir a otros las verdades de la Escritura y de la Tradición. Todo ello para que el mensaje de Cristo permanezca intacto en el futuro y, así, mantener en la conciencia de los creyentes de todos los tiempos que “Jesucristo es el mismo ayer, hoy y siempre” (Heb 13,8).
En los dos últimos versículos de esta lectura, San Pablo, consciente de que su vida terrena llega a su fin, exhorta a Timoteo a entregarse en cuerpo y alma al ministerio de la Palabra. Y lo hace con una solemnidad a la que no nos tiene acostumbrados: “Yo te conjuro delante de Dios y de Cristo Jesús, por su manifestación y su reino que proclames la Palabra, arguyendo, reprochando, reprimiendo y exhortando con toda magninidad y doctrina. Dicho a mí manera: Te ruego encarecidamente, poniendo por testigos al Padre y a su Hijo Jesucristo que va a volver a juzgar a todos los hombres y a instaurar el Reino en el que, después del Juicio, entrarán todos los que hayan optado por el amor, que, frente a los falsos doctores, pregones sin titubeos el Evangelio, insistiendo cuando sea oportuno hacerlo y cuando quizá no venga al caso, es decir, en todo momento, proporcionando argumentos que conduzcan al convencimiento de la racionabilidad de la fe y refutando todo tipo de engaño o falacia con el fin de reconducir a los fieles al buen camino.
Y en todas estas actuaciones debes tener la máxima paciencia, respetando el ritmo con el que cada uno progresa espiritualmente, aunque sin renunciar por ello a la exposición clara de la recta doctrina. Es decir, combinando aquellas tres virtudes que recibiste en la imposición de mis manos: la fortaleza, el amor y la prudencia.
Aclamación al Evangelio
Aleluya, aleluya, aleluya. La palabra de Dios es viva y eficaz; juzga los deseos e intenciones del corazón.
Lectura del santo evangelio según San Lucas -18,1-8
En aquel tiempo, Jesús decía a sus discípulos una parábola para enseñarles que es necesario orar siempre, sin desfallecer. «Había un juez en una ciudad que ni temía a Dios ni le importaban los hombres. En aquella ciudad había una viuda que solía ir a decirle: “Hazme justicia frente a mi adversario”. Por algún tiempo se estuvo negando, pero después se dijo a sí mismo: “Aunque ni temo a Dios ni me importan los hombres, como esta viuda me está molestando, le voy a hacer justicia, no sea que siga viniendo a cada momento a importunarme”». Y el Señor añadió: «Fijaos en lo que dice el juez injusto; pues Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos que claman ante él día y noche?; ¿o les dará largas? Os digo que les hará justicia sin tardar. Pero, cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?»
Los 19 últimos versículos del capítulo 17, inmediatamente anteriores a la parábola que hoy nos presenta San Lucas, forman uno de los relatos evangélicos sobre el fin del mundo. El evangelista lo pone en este lugar para responder a la pregunta de los fariseos sobre cuándo se instaurará definitivamente el Reino de Dios.
Sin solución de continuidad, san Lucas pasa a la exposición de la parábola del juez injusto y la viuda inoportuna (primeros ocho versículos del capítulo 18). Con ella Jesús quiere convencer a los oyentes de “la necesidad de orar siempre sin desfallecer”.
Se trata de una pobre viuda que acude una y otra vez a un juez para que le haga justicia contra un enemigo que, posiblemente, está aprovechándose económicamente de ella. El juez, decidido a no hacerle caso, cede al final por las molestias que suponen para él la insistencia de la mujer: ““Aunque ni temo a Dios ni me importan los hombres, como esta viuda me está molestando, le voy a hacer justicia, no sea que siga viniendo a cada momento a importunarme”. Jesús aprovecha este soliloquio del juez para referirlo a nuestra relación con Dios: si este juez malo -no teme a Dios ni respeta a los hombres- ha cedido ante la presión de esta mujer, “¿no hará (el Padre) justicia a sus elegidos que claman ante él día y noche? ¿Os digo que les hará justicia sin tardar”.
“Necesidad de orar siempre sin desfallecer”.
Probablemente San Lucas, al relatarnos esta parábola que salió de labios del Señor, esté pensando en dar ánimos a la comunidad para la que escribe su evangelio. Esta comunidad, como el resto de comunidades -y como también nosotros- estaría pasando por dificultades que afectaban al mantenimiento y progreso de la fe (persecuciones de que son objeto por parte de los jefes políticos y de los judíos, incomprensión de la sociedad pagana por su manera de vivir, existencia de falsos doctores que, con su tergiversación de la Escritura, confunden a los miembros más débiles de la comunidad, tardanza de la definitiva venida de Cristo).
La idea de que los primeros años de cristianismo fueron un tiempo en el que los creyentes vivían en plena armonía entre ellos, tanto en el mantenimiento de las enseñanzas de Cristo como en su comportamiento moral, debe ser desterrada de una vez por todas: si bien en unas circunstancias totalmente distintas a las nuestras, las dificultades de los primeros cristianos para mantenerse firmes en la fe son en el fondo las mismas que tenemos nosotros, así como también debe ser el mismo el convencimiento de la persistencia en la oración para superarlas.
Esta eficacia de la oración de petición la apreciamos, no sólo en estas palabras de Cristo, sino en otros muchos pasajes del Antiguo y del Nuevo Testamento. En los salmos: “En mi angustia invoqué al Señor; clamé a mi Dios, y él me escuchó desde su templo; ¡mi clamor llegó a sus oídos! (Sal 18,6); en los profetas; “Me invocaréis, y vendréis a suplicarme, y yo os escucharé” (Jr 29,12); en el evangelio: “Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá” (Mt 7,7).
Los dos protagonistas de la parábola
La manera de presentar a cada uno de ellos refuerza el fin que el Señor quiere conseguir con esta parábola: una pobre viuda, que necesita de modo urgente que se le haga justicia, y un juez desalmado que, después de negarse muchas veces, accede a su petición, no porque se le conmuevan las entrañas, sino por el fastidio que supone para su vida egoísta y de confort la persistente insistencia de esta mujer. Los oyentes de Jesús debieron entender -quizá mejor que nosotros- el sentido de la parábola, ya que conocían perfectamente el estatus social de estos dos personajes.
Las viudas en Palestina formaban un colectivo muy desprotegido económica y socialmente: al morir el marido, si no tenía algún hijo mayor que le procurara el sustento diario, ni yerno que le ayudara, ni cuñado soltero que se uniera a ella en matrimonio (ley del Levirato), quedaba en la intemperie más absoluta, dependiendo su mantenimiento de la caridad pública.
En bastantes pasajes del Antiguo y del Nuevo Testamento encontramos sentencias que obligan a prestar ayuda a las viudas y también a los huérfanos, otro colectivo afectado por la necesidad de supervivencia: “No harás daño a la viuda ni al huérfano. Si les haces daño y ellos me piden auxilio, yo escucharé su clamor” (Ex 22, 21); “La religión pura e intachable ante Dios Padre es ésta: visitar a los huérfanos y a las viudas en su tribulación y conservarse incontaminado del mundo” (San 1,27).
El otro protagonista es el juez injusto, un personaje que, sí bien no de manera general, se daba con cierta frecuencia en el pueblo. Así lo podemos constatar en estas duras palabras del profeta Isaías, dirigidas a estos jueces: “¡Ay de aquéllos que dictan leyes injustas y ponen por escrito los decretos de la maldad. Dejan sin protección a los pobres de mi país; roban a los pequeños de sus derechos, dejan sin nada a la viuda y despojan al huérfano!” (Is 10,1).
La justicia de Dios
La consecuencia que saca el Señor del soliloquio del juez es la de animarnos a persistir en la oración: si éste juez despiadado ha decidido por fin ayudar judicialmente a esta pobre mujer, cuánto más nuestro Padre del cielo, “que hace salir el sol para buenos y malos y llueve sobre justos e injustos” (Mt 5,45), hará justicia “a los que claman a Él día y noche”. En otros lugares del Evangelio encontramos frases de Jesús en las que, resaltando el contrate entre la bondad de Dios y la maldad del hombre, nos muestra la forma divina de actuar: “Si vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan!” (Lc 11,13).
“Pero, cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?”
El último versículo de la lectura nos desconcierta, al no poder conectarlo directamente con el sentido de la parábola. Podría ser que el mismo Lucas, o algún otro redactor, hubiese intercalado esta frase de Jesús, dicha en otro momento, o quizá fuese una manera de no distraer a los oyentes de la importancia de la segunda venida de Cristo -de la que se habló largo y tendido en los versículos anteriores a la parábola-, venida cuya retraso era un factor importante que provocaba el desánimo de la comunidad.
En cualquier caso, esta advertencia de Jesús es una puesta en guardia para los cristianos, no sólo para aquéllos a los que se dirige San Lucas, sino también para nosotros y para los cristianos de todos los tiempos. A todos los seguidores de Cristo se nos pide no bajar la guardia, continuar con los brazos en alto, como Moisés (primera lectura) hasta que concluya el combate de la fe, es decir, hasta que se produzca definitivamente la victoria de Cristo en nosotros, que ciertamente se producirá: “Os he dicho estas cosas para que tengáis paz en mí. En el mundo tendréis tribulación. Pero ¡ánimo!: yo he vencido al mundo” (Jn 16,33).
Oración sobre las ofrendas
Concédenos, Señor, estar al servicio de tus dones con un corazón libre, para que, con la purificación de tu gracia, nos sintamos limpios por los mismos misterios que celebramos. Por Jesucristo, nuestro Señor.
“Estar al servicio de tus dones”. Tanto el pan y el vino, que van a ser consagrados, son regalos de Dios que, junto con nuestras capacidades espirituales, intelectuales y materiales, debemos poner, movidos siempre por el amor (- con un corazón libre-), al servicio de la tarea que Dios nos encomiende. Con esta intención, y purificados con la gracia de los misterios que estamos celebrando, nos libraremos (-nos sentiremos limpios-) de aquellos obstáculos que nos puedan impedir llevar una vida enteramente consagrada a Dios y a nuestros hermanos.
Antífona de comunión
El Hijo del hombre ha venido para dar su vida en rescate por muchos (Mc 10,45).
El texto con el que iniciamos esta parte de la misa, en la que nos alimentamos del cuerpo de Cristo, es la conclusión del pasaje evangélico de los hijos del Zebedeo (Mc 10, 42-45), pidiéndole sentarse en su reino uno a su derecha y el otro a su izquierda. “El Hijo del hombre ha venido para dar su vida en rescate por muchos”, les dice Jesús. En ello radica el fondo, el mensaje y la obra del Maestro. A ponernos, como él, en el último lugar y al servicio de todos es a lo que estamos llamados: “El que quiera ser grande, sea vuestro servidor; y el que quiera ser primero, sea esclavo de todos”.
Oración después de la comunión
Señor, haz que nos sea provechosa la celebración de las realidades del cielo, para que nos auxilien los bienes temporales y seamos instruidos por los eternos. Por Jesucristo, nuestro Señor.
Nos hemos alimentado con el cuerpo del Señor y hecho una sola cosa con él. Se han hecho presentes en nuestra vida las realidades futuras, las cuales, si realmente nos han calado, harán que pongamos en su justo lugar los bienes de este mundo. Dios quiere que nos aprovechemos de estos bienes de tal forma, que, a través de ellos, deseemos los bienes que nunca caducan. Le pedimos al Señor que nos conceda vivir nuestro presente desde nuestro futuro, las realidades temporales desde las realidades eternas, nuestra tarea en la tierra desde el gozo que nos invadirá en el cielo.