Domingo 26 del tiempo ordinario Ciclo A
Antífona de entrada
Cuanto has hecho con nosotros, Señor, es un castigo merecido, porque hemos pecado contra ti y no hemos obedecido tus mandamientos; pero da gloria a tu nombre y trátanos según tu gran misericordia (cf. Dan 3,31. 29. 30. 43. 42).
En la antífona de entrada, tomada del libro del profeta Daniel, Azarías, uno de los cuatro jóvenes arrojados al horno por Nabucodonosor, se dirige al Señor para reconocer la culpa de su pueblo: las humillaciones que está recibiendo son totalmente justas, pues ha sido infiel a la Alianza y ha desobedecido sus mandatos. Este reconocimiento se convierte en oración de alabanza y petición de perdón, una oración fundada en el amor compasivo y eterno de Dios con nosotros: “Da gloria a tu nombre y trátanos según tu misericordia”: Santificado sea tu nombre y perdona nuestra ofensas -rezamos todos los días en la oración del Señor-.
Oración colecta
Oh, Dios, que manifiestas tu poder sobre todo con el perdón y la misericordia, aumenta en nosotros tu gracia, para que, aspirando a tus promesas, nos hagas participar de los bienes del cielo. Por nuestro Señor Jesucristo.
El poder y el amor en Dios son una misma cosa. Por eso, al contrario de lo que ocurre entre nosotros, que luchamos por sobreponernos los unos a los otros y por dominar sobre los demás, Dios manifiesta su grandeza y su fuerza perdonando nuestras infidelidades y acogiéndonos en sus brazos de Padre. Ello nos asegura que nos dará siempre su gracia para que no nos falte el deseo de aspirar a los bienes del cielo, de los que participamos ya aquí y ahora en esperanza, una esperanza que no falla. Es la alegría que sentimos cuando nos decidimos a dejarlo todo por Cristo: “Todo aquel que haya dejado casas, hermanos, hermanas, padre, madre, hijos o hacienda por mi nombre, recibirá el ciento por uno y heredará la vida eterna” (Mt 19,29).
Lectura de la profecía de Ezequiel 18,25-28
Esto dice el Señor: «Insistís: “No es justo el proceder del Señor”. Escuchad, casa de Israel: ¿Es injusto mi proceder? ¿No es más bien vuestro proceder el que es injusto? Cuando el inocente se aparta de su inocencia, comete la maldad y muere, muere por la maldad que cometió. Y cuando el malvado se convierte de la maldad que hizo y practica el derecho y la justicia, él salva su propia vida. Si recapacita y se convierte de los delitos cometidos, ciertamente vivirá y no morirá».
Ezequiel, después de haber sido testigo de la destrucción de Jerusalén, es deportado a Babilonia junto con muchos judíos. Allí ejerce como profeta del Señor asignándosele la misión de mantener viva la fe del pueblo exiliado. Es a esta época a la que se refiere el fragmento bíblico que la Iglesia pone hoy a nuestra consideración. Todo él está centrado en la conversión, uno de los temas recurrentes de Ezequiel: “Volveos al Señor, Él os recibirá, Él os salvará y os devolverá a la Tierra”.
Las primeras palabras de esta lectura nos recuerdan las protestas al dueño de la viña por parte de los jornaleros de la primera ahora, que escuchábamos en la lectura evangélica del pasado domingo. Estas mismas acusaciones son las que el pueblo en el exilio arroja contra el mismo Dios En ellas subyace la idea de que Dios castiga a unos por el pecado que han cometido sus antecesores.
El Señor niega en rotundo esta acusación. Cada uno es responsable de sus acciones: el inocente que peca será justamente castigado, si no se arrepiente; y el pecador que, arrepentido de sus pecados, vuelve al camino del derecho y de la justicia, será perdonado: “Yo no quiero la muerte de nadie -dice en Ezequiel en otra ocasión-. ¡Conviértanse, y vivirán! Lo afirma el Señor omnipotente” (Ez 18,33).
El hombre puede alejarse de Dios y perderse en los dominios del pecado, dando a Dios un “no” claro y rotundo, un “no” que sólo es posible, si es consciente de la exigencia divina, es decir, si decide hacer lo que en conciencia sabe que no debe hacer. El pecador, por tanto, no puede sentirse muy cómodo en su actitud y, de un modo u otro, siempre le perseguirá la mala conciencia que, estropeándole el placer que le produce el pecado, le haga apartarse de su equivocado camino y comenzar una nueva vida al lado de Dios. Es lo que le pasó a la pecadora arrepentida, que regó con sus lágrimas los pies de Jesús y que, a partir de ese momento, ya no se apartó de él. Y es lo que, de una manera o de otra, debemos hacer cada uno de nosotros: reconocer nuestras infidelidades a Dios y a nuestros hermanos para iniciar un día y otro nuestro permanente camino de conversión.
Salmo responsorial, 24
Recuerda, Señor, tu ternura.
Señor, enséñame tus caminos, instrúyeme en tus sendas: haz que camine con lealtad; enséñame, porque tú eres mi Dios y Salvador, y todo el día te estoy esperando.
David, al pedir a Dios que le muestre sus caminos y le instruya en sus sendas, manifiesta un deseo sincero de hacer su voluntad, deseo que se hace aún más patente al suplicarle que le mantenga en la lealtad a su Nombre, pues es consciente de su fragilidad e inconstancia.
David insiste en esta petición, apoyando su plegaria en su experiencia de haber sido liberado por Dios en muchas ocasiones. Por eso le sale del alma invocarle como su Dios y su salvador -algo muy normal en un ambiente politeísta- y manifestarle su impaciencia de que se haga presente en su vida: “Todo el día te estoy esperando”.
Recuerda, Señor, que tu ternura y tu misericordia son eternas; no te acuerdes de los pecados ni de las maldades de mi juventud; acuérdate de mí con misericordia, por tu bondad, Señor.
La experiencia de los favores recibidos del Señor a lo largo de su vida lleva a David a recordar con Él que su amor entrañable es de siempre. Ello justifica su petición de que borre de su mente los pecados que cometió en su juventud. Está pensando seguramente en el asesinato de Urías para casarse con la mujer de éste, Betsabé, pecado que, como como una sombra, siempre le persiguió. Su sentimiento de pecador solo encuentra una salida: acogerse a la bondad del Señor, que siempre perdona: “Acuérdate de mí con misericordia, por tu bondad, Señor”
El Señor es bueno y es recto, y enseña el camino a los pecadores; hace caminar a los humildes con rectitud, enseña su camino a los humildes.
David se tranquiliza al reconocer la bondad y la rectitud del Señor, cualidades que se manifiestan en su amor a los hombres, un amor que no descansa hasta poner al pecador en el camino correcto y que se derrama con abundancia en los humildes, como en María: “Ha puesto los ojos en la humildad de su esclava. Por eso desde ahora todas las generaciones me llamarán bienaventurada” (Lc 1,48).
Esta bondad y rectitud de Dios se han revelado en la manifestación completa de su amor incondicional: “La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros" (Rm 5,8).
Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Filipenses 2,1-11
[Hermanos: Si queréis darme el consuelo de Cristo y aliviarme con vuestro amor, si nos une el mismo Espíritu y tenéis entrañas compasivas, dadme esta gran alegría: manteneos unánimes y concordes con un mismo amor y un mismo sentir. No obréis por rivalidad ni por ostentación, considerando por la humildad a los demás superiores a vosotros. No os encerréis en vuestros intereses, sino buscad todos el interés de los demás. Tened entre vosotros los sentimientos propios de Cristo Jesús.] El cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios; al contrario, se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo, hecho semejante a los hombres. Y así, reconocido como hombre por su presencia, se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz. Por eso Dios lo exaltó sobre todo y le concedió el Nombre-sobre-todo-nombre; de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra, en el abismo, y toda lengua proclame: Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre.
San Pablo tiene sobrados motivos para pedir a los Filipenses, con quienes tiene relaciones especialmente cordiales (Fl 1,3-8), un comportamiento coherente con su ser cristiano. Lo único con lo que le pueden hacer feliz, si de verdad desean consolarle y aliviarle, y si de verdad le profesan un amor entrañable, es que vivan unidos, amando todos lo mismo y sintiendo todos igual, es decir, amando y sintiendo todos como Cristo amó y sintió. Ello se hace realidad si nos comportamos como Él, que, no presumiendo de su dignidad divina, se humilló, haciéndose esclavo y obedeciendo al Padre hasta dar la vida por nosotros en la cruz. En el cristiano, al estar vitalmente unido a Cristo, no cabe ningún tipo de rivalidad ni de ostentación. Como Cristo, no debe pensar primero en sí mismo, sino en los demás, buscando sus intereses y considerándoles superiores, poniéndose, como Él, en el último lugar y haciéndose, como Él, esclavo y servidor de todos. Conseguir esta humildad no depende de nuestro esfuerzo, sino de la gracia de Dios que, a través del Espíritu Santo, va moldeando nuestro ser hasta hacernos semejantes a Cristo en todo.
“El que se humilla será enaltecido” (Lc 14,11).
Vienen a nuestra mente las palabras que María dirigió a su prima Isabel: “Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador; porque ha mirado la humillación de su esclava. Él (…) dispersa a los soberbios de corazón, derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes” (Lc 1,46-48.51-53). Dios creó todas las cosas de la ‘nada’ y de la nada de nuestro ser sigue haciendo de nosotros las nuevas criaturas. Esforcémonos por vivir en la realidad que somos, unos pobres seres que todo lo que somos y tenemos se lo debemos a Dios. Es lo que han hecho los santos de todos las épocas, los cuales, desde la percepción de la bajeza de sí mismos, fueron elevados a las cumbres de la perfección. La humildad -lo hemos oído muchas veces- es el suelo en que se cimientan todas las virtudes.
El mejor ejemplo de humildad lo tenemos en Cristo, el máximo humillado y, por ello, el máximo enaltecido: “Al que se humilló a sí mismo, haciéndose, obediente hasta la muerte, Dios lo exaltó sobre todo y le concedió el Nombre-sobre-todo-nombre; de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra, en el abismo, y toda lengua proclame: Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre”.
Aclamación al Evangelio
Aleluya, aleluya, aleluya. Mis ovejas escuchan mi voz – dice el Señor–, y yo las conozco, y ellas me siguen.
Jesús, el Buen Pastor, nos conoce personal e individualmente. Como Dios que es, nos llama por nuestro nombre, el nombre que nos puso el Padre al crearnos y que expresa nuestro ser y nuestra personalidad más auténticos. En respuesta, nosotros identificamos su voz inconfundible y le seguimos, confiados en que nos llevará a verdes praderas en las que encontraremos nuestro descanso, el descanso de sabernos conocidos y amados por Dios. “El Señor es mi pastor: nada me falta” (Salmo 22).
Lectura del santo evangelio según san Mateo 21,28-32
En aquel tiempo, dijo Jesús a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo: ¿Qué os parece? Un hombre tenía dos hijos. Se acercó al primero y le dijo: “Hijo, ve hoy a trabajar en la viña”. Él le contestó: “No quiero”. Pero después se arrepintió y fue. Se acercó al segundo y le dijo lo mismo. Él le contestó: “Voy, señor”. Pero no fue. ¿Quién de los dos cumplió la voluntad de su padre?» Contestaron: «El primero». Jesús les dijo: «En verdad os digo que los publicanos y las prostitutas van por delante de vosotros en el reino de Dios. Porque vino Juan a vosotros enseñándoos el camino de la justicia y no le creísteis; en cambio, los publicanos y prostitutas le creyeron. Y aún después de ver esto, vosotros no os arrepentisteis ni le creísteis.
La parábola de los dos hijos es la explicación en imágenes de la pregunta de Jesús a los representantes del Sanedrín sobre si creían o no en el bautismo de Juan. Se habían acercado a él para recriminarle el haber expulsado a los mercaderes del templo y para echarle en cara el atrevimiento de hablar públicamente en aquel lugar sagrado. Cualquier cosa que respondiesen les dejaba malparados, pues si decían que el bautismo de Juan procedía del cielo, se les podía acusar de incredulidad, ya que no creyeron en él; y, si afirmaban que era cosa de los hombres, se enfrentaban al pueblo, que veía con buenos ojos a Juan.
La aplicación de la parábola la da el mismo Cristo. El padre es Dios, que manifiesta su amor entrañable tanto a un hijo como al otro, al dirigirse a ambos de forma cariñosa: “Hijo, ve hoy a trabajar en la viña”. El primero, que responde alegremente que no irá, pero después se arrepiente y va, representa a los considerados oficialmente apartados de la ley y del culto, los cuales, al escuchar la predicación de Juan, iniciaron un camino de conversión. El segundo es el símbolo de los que se tenían por buenos y piadosos. Éstos ciertamente, oyeron a Juan, pero hicieron oídos sordos a sus enseñanzas. Ello nos evoca aquella otra parábola del fariseo y del publicano que fueron al templo a orar. El fariseo daba gracias a Dios por no ser como los demás hombres; en cambio, el publicano, avergonzado de sus pecados, ni siquiera se atrevía a levantar la cabeza,
En la parábola de hoy destacan dos enseñanzas fundamentales para crecer en la vida cristiana. Una es la necesidad de conversión, que afecta directamente a todos, conversión que, incluso aunque sea a última hora, supera absolutamente la actitud del que, por considerarse perfecto, cree erróneamente que no tiene necesidad de ella. ¡Cómo va a sanar el Señor a este último, que se cree sano, si él ha venido a curar a los enfermos! “No son las personas sanas las que necesitan de médico, sino las enfermas. No he venido a salvar a los justos, sino a los pecadores” (Lc 5,31-32).
La segunda enseñanza, aunque en la lectura de hoy se encuentre de forma implícita, se refiere a la distinción -de vez en cuando la utilizamos para criticar a los demás- entre el decir y el hacer, esto es, entre nuestros buenos deseos con los que nos engañamos a nosotros mismos (cuando no los llevamos a la práctica) y las obras efectivas que llevan a cabo, en ocasiones de forma anónima, determinadas personas. Es la actitud del primero de los hermanos. que, al proponerle el padre que fuese a trabajar a la viña, “contestó: “No quiero”. Pero después se arrepintió y fue”. Aplicado a la tarea del servicio cristiano a nuestro hermanos: ¿de qué sirve desear bien a un hermano y rezar por él, si, encontrándose en necesidad y estando en nuestras manos el sacarle de esa situación, no lo hacemos? “¿De qué aprovecha -nos dice el apóstol Santiago- si alguno dice que tiene fe, y no tiene obras? ... Muéstrame tu fe sin tus obras, y yo te mostraré mi fe por mis obras” (Sant, 2,14.16). “No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos” (Mt 7,21).
La lectura termina con un dictamen de Jesús que debería haber removido la conciencia de sus interlocutores, los representantes del Sanedrín: “En verdad os digo que los publicanos y las prostitutas van por delante de vosotros en el reino de Dios. Porque vino Juan a vosotros enseñándoos el camino de la justicia y no le creísteis; en cambio, los publicanos y prostitutas le creyeron”. Jesús ha sido totalmente directo en esta parábola. Los representantes de la ley y del culto no sólo no se convirtieron por las palabras de Juan, sino que persistieron en su actitud prepotente, a pesar de haber sido testigos de la conversión de otros: “Y aún después de ver esto, vosotros no os arrepentisteis ni le creísteis”.
La conversión del pecador, aunque sea en el último momento, conmueve las entrañas de Dios hasta el punto de borrar todos nuestros pecados y hacer que comencemos como si nada hubiera ocurrido. ¡Así de grande es el corazón de Dios! “Hay más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierte que por noventa y nueve justos que no tienen necesidad de conversión” (Lc 15,7).
Oración sobre las ofrendas
Concédenos, Dios de misericordia, aceptar esta ofrenda nuestra y que, por ella, se abra para nosotros la fuente de toda bendición. Por Jesucristo, nuestro Señor.
Al pedir a Dios que acepte el pan y el vino, que se convertirán en el cuerpo y en la sangre del Señor, manifestamos nuestro deseo de que el milagro eucarístico, fuente de la que brotan todas las bendiciones de Dios, nos convierta en una ofrenda de por vida al Señor, una ofrenda que se traduzca en la práctica real del amor a todos los hombres, empezando por los más cercanos y, dentro de ellos, por los más necesitados.
Antífona de comunión
En esto hemos conocido el amor de Dios: en que él dio su vida por nosotros. También nosotros debemos dar nuestra vida por los hermanos (cf. 1 Jn 3,16).
Jesús, “habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn 13,1), hasta el extremo de dar la vida por nosotros en la cruz. En el bautismo hemos sido injertados en la muerte de Cristo, hemos sido crucificados con él. Si nosotros no sacrificamos nuestra vida al servicio efectivo a nuestros hermanos, estamos falseando radicalmente nuestro ser cristiano o bien nuestra fe no es todavía suficientemente fuerte.
Oración después de la comunión
Señor, que el sacramento del cielo renueve nuestro cuerpo y espíritu, para que seamos coherederos en la gloria de aquel cuya muerte hemos anunciado y compartido. Él, que vive y reina por los siglos de los siglos.
Al comulgar hemos recibido a Jesucristo, el don celestial enviado por el Padre y hecho realidad en nuestros corazones por el Espíritu Santo. Deseamos intensamente que este don haga de nosotros hombres nuevos -“renovados en nuestro cuerpo y espíritu”-, dispuestos a anunciar al mundo el mensaje del amor que predicó, con su palabra, con su vida y con su muerte, Aquél con quien compartiremos la herencia que, como a hijos de Dios, nos corresponde.