Domingo 26 del tiempo ordinario Ciclo A

Domingo 26 del tiempo ordinario Ciclo A

Antífona de entrada

Cuanto has hecho con nosotros, Señor, es un castigo merecido, porque hemos pecado contra ti y no hemos obedecido tus mandamientos; pero da gloria a tu nombre y trátanos según tu gran misericordia (cf. Dan 3,31. 29. 30. 43. 42).

En la antífona de entrada, tomada del libro del profeta Daniel,  Azarías, uno de los cuatro jóvenes arrojados al horno por Nabucodonosor, se dirige al Señor para reconocer la culpa de su pueblo: las humillaciones que está recibiendo son totalmente justas, pues ha sido infiel a la Alianza y ha desobedecido sus mandatos. Este reconocimiento se convierte en oración de alabanza y petición de perdón, una oración fundada en el amor compasivo y eterno de Dios con nosotros: “Da gloria a tu nombre y trátanos según tu misericordia”: Santificado sea tu nombre y perdona nuestra ofensas -rezamos todos los días en la oración del Señor-.

Oración colecta

Oh, Dios, que manifiestas tu poder sobre todo con el perdón y la misericordia, aumenta en nosotros tu gracia, para que, aspirando a tus promesas, nos hagas participar de los bienes del cielo. Por nuestro Señor Jesucristo. 

El poder y el amor en Dios son una misma cosa. Por eso, al contrario de lo que ocurre entre nosotros, que luchamos por sobreponernos los unos a los otros y por dominar sobre los demás, Dios manifiesta su grandeza y su fuerza perdonando nuestras infidelidades y acogiéndonos en sus brazos de Padre. Ello nos asegura que nos dará siempre su gracia para que no nos falte el deseo de aspirar a los bienes del cielo, de los que participamos ya aquí y ahora en esperanza, una esperanza que no falla. Es la alegría que sentimos cuando nos decidimos a dejarlo todo por Cristo: “Todo aquel que haya dejado casas, hermanos, hermanas, padre, madre, hijos o hacienda por mi nombre, recibirá el ciento por uno y heredará la vida eterna” (Mt 19,29). 

Lectura de la profecía de Ezequiel 18,25-28

Esto dice el Señor: «Insistís: No es justo el proceder del Señor”. Escuchad, casa de Israel: ¿Es injusto mi proceder? ¿No es más bien vuestro proceder el que es injusto? Cuando el inocente se aparta de su inocencia, comete la maldad y muere, muere por la maldad que cometió. Y cuando el malvado se convierte de la maldad que hizo y practica el derecho y la justicia, él salva su propia vida. Si recapacita y se convierte de los delitos cometidos, ciertamente vivirá y no morirá».

 

Ezequiel, después de haber sido testigo de la destrucción de Jerusalén, es deportado a Babilonia junto con muchos judíos. Allí ejerce como profeta del Señor asignándosele la misión de mantener viva la fe del pueblo exiliado. Es a esta época a la que se refiere el fragmento bíblico que la Iglesia pone hoy a nuestra consideración. Todo él está centrado en la conversión, uno de los temas recurrentes de Ezequiel: “Volveos al Señor, Él os recibirá, Él os salvará y os devolverá a la Tierra”.

Las primeras palabras de esta lectura nos recuerdan las protestas al dueño de la viña por parte de los jornaleros de la primera ahora, que escuchábamos en la lectura evangélica del pasado domingo. Estas mismas acusaciones son las que el pueblo en el exilio arroja contra el mismo Dios En ellas subyace la idea de que Dios castiga a unos por el pecado que han cometido sus antecesores. 

El Señor niega en rotundo esta acusación. Cada uno es responsable de sus acciones: el inocente que peca será justamente castigado, si no se arrepiente; y el pecador que, arrepentido de sus pecados, vuelve al camino del derecho y de la justicia, será perdonado: “Yo no quiero la muerte de nadie -dice en Ezequiel en otra ocasión-. ¡Conviértanse, y vivirán! Lo afirma el Señor omnipotente” (Ez 18,33). 

El hombre puede alejarse de Dios y perderse en los dominios del pecado, dando a Dios un “no” claro y rotundo, un “no” que sólo es posible, si es consciente de la exigencia divina, es decir, si decide hacer lo que en conciencia sabe que no debe hacer. El pecador, por tanto, no puede sentirse muy cómodo en su actitud y, de un modo u otro, siempre le perseguirá la mala conciencia que, estropeándole el placer que le produce el pecado, le haga apartarse de su equivocado camino y comenzar una nueva vida al lado de Dios. Es lo que le pasó a la pecadora arrepentida, que regó con sus lágrimas los pies de Jesús y que, a partir de ese momento, ya no se apartó de él. Y es lo que, de una manera o de otra, debemos hacer cada uno de nosotros: reconocer nuestras infidelidades a Dios y a nuestros hermanos para iniciar un día y otro nuestro permanente camino de conversión. 

Salmo responsorial, 24

Recuerda, Señor, tu ternura. 

Señor, enséñame tus caminos, instrúyeme en tus sendas: haz que camine con lealtad; enséñame, porque tú eres mi Dios y Salvador, y todo el día te estoy esperando. 

David, al pedir a Dios que le muestre sus caminos y le instruya en sus sendas, manifiesta un deseo sincero de hacer su voluntad, deseo que se hace aún más patente al suplicarle que le mantenga en la lealtad a su Nombre, pues es consciente de su fragilidad e inconstancia.

David insiste en esta petición, apoyando su plegaria en su experiencia de haber sido liberado por Dios en muchas ocasiones. Por eso le sale del alma invocarle como su Dios y su salvador -algo muy normal en un ambiente politeísta- y manifestarle su impaciencia de que se haga  presente en su vida: “Todo el día te estoy esperando”. 

Recuerda, Señor, que tu ternura y tu misericordia son eternas; no te acuerdes de los pecados ni de las maldades de mi juventud; acuérdate de mí con misericordia, por tu bondad, Señor. 

La experiencia de los favores recibidos del Señor a lo largo de su vida lleva a David a recordar con Él que su amor entrañable es de siempre. Ello justifica su petición de que borre de su mente los pecados que cometió en su juventud. Está pensando seguramente en el asesinato de Urías para casarse con la mujer de éste, Betsabé, pecado que, como como una sombra, siempre le persiguió. Su sentimiento de pecador solo encuentra una salida: acogerse a la bondad del Señor, que siempre perdona: “Acuérdate de mí con misericordia, por tu bondad, Señor”

El Señor es bueno y es recto, y enseña el camino a los pecadores; hace caminar a los humildes con rectitud, enseña su camino a los humildes. 

David se tranquiliza al reconocer la bondad y la rectitud del Señor, cualidades que se manifiestan en su amor a los hombres, un amor que no descansa hasta poner al pecador en el camino correcto y que se derrama con abundancia en los humildes, como en María: “Ha puesto los ojos en la humildad de su esclava. Por eso desde ahora todas las generaciones me llamarán bienaventurada” (Lc 1,48).

 Esta bondad y rectitud de Dios se han revelado en la manifestación completa de su amor incondicional: “La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros" (Rm 5,8).

Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Filipenses 2,1-11

 [Hermanos: Si queréis darme el consuelo de Cristo y aliviarme con vuestro amor, si nos une el mismo Espíritu y tenéis entrañas compasivas, dadme esta gran alegría: manteneos unánimes y concordes con un mismo amor y un mismo sentir. No obréis por rivalidad ni por ostentación, considerando por la humildad a los demás superiores a vosotros. No os encerréis en vuestros intereses, sino buscad todos el interés de los demás. Tened entre vosotros los sentimientos propios de Cristo Jesús.] El cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios; al contrario, se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo, hecho semejante a los hombres. Y así, reconocido como hombre por su presencia, se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz. Por eso Dios lo exaltó sobre todo y le concedió el Nombre-sobre-todo-nombre; de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra, en el abismo, y toda lengua proclame: Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre. 

San Pablo tiene sobrados motivos para pedir a los Filipenses, con quienes tiene relaciones especialmente cordiales (Fl 1,3-8), un comportamiento coherente con su ser cristiano. Lo único con lo que le pueden hacer feliz, si de verdad desean consolarle y aliviarle, y si de verdad le profesan un amor entrañable, es que vivan unidos, amando todos lo mismo y sintiendo todos igual, es decir, amando y sintiendo todos como Cristo amó y sintió. Ello se hace realidad si nos comportamos como Él, que, no presumiendo de su dignidad divina, se humilló, haciéndose esclavo y obedeciendo al Padre hasta dar la vida por nosotros en la cruz. En el cristiano, al estar vitalmente unido a Cristo, no cabe ningún tipo de rivalidad ni de ostentación. Como Cristo, no debe pensar primero en sí mismo, sino en los demás, buscando sus intereses y considerándoles superiores, poniéndose, como Él, en el último lugar y haciéndose, como Él, esclavo y servidor de todos. Conseguir esta humildad no depende de nuestro esfuerzo, sino de la gracia de Dios que, a través del Espíritu Santo, va moldeando nuestro ser hasta hacernos semejantes a Cristo en todo.  

 “El que se humilla será enaltecido” (Lc 14,11).

Vienen a nuestra mente las palabras que María dirigió a su prima Isabel: “Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador; porque ha mirado la humillación de su esclava. Él (…) dispersa a los soberbios de corazón, derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes” (Lc 1,46-48.51-53). Dios creó todas las cosas de la ‘nada’ y de la nada de nuestro ser sigue haciendo de nosotros las nuevas criaturas. Esforcémonos por vivir en la realidad que somos, unos pobres seres que todo lo que somos y tenemos se lo debemos a Dios. Es lo que han hecho los santos de todos las épocas, los cuales, desde la percepción de la bajeza de sí mismos, fueron elevados a las cumbres de la perfección. La humildad -lo hemos oído muchas veces- es el suelo en que se cimientan todas las virtudes.

El mejor ejemplo de humildad lo tenemos en Cristo, el máximo humillado y, por ello, el máximo enaltecido: “Al que se humilló a sí mismo, haciéndose, obediente hasta la muerte, Dios lo exaltó sobre todo y le concedió el Nombre-sobre-todo-nombre; de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra, en el abismo, y toda lengua proclame: Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre”.

Aclamación al Evangelio

Aleluya, aleluya, aleluya. Mis ovejas escuchan mi voz – dice el Señor–, y yo las conozco, y ellas me siguen.

 

Jesús, el Buen Pastor, nos conoce personal e individualmente. Como Dios que es, nos llama por nuestro nombre, el nombre que nos puso el Padre al crearnos y que expresa nuestro ser y nuestra personalidad más auténticos. En respuesta, nosotros identificamos su voz inconfundible y le seguimos, confiados en que nos llevará a verdes praderas en las que encontraremos nuestro descanso, el descanso de sabernos conocidos y amados por Dios. “El Señor es mi pastor: nada me falta” (Salmo 22).

Lectura del santo evangelio según san Mateo 21,28-32

En aquel tiempo, dijo Jesús a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo: ¿Qué os parece? Un hombre tenía dos hijos. Se acercó al primero y le dijo: Hijo, ve hoy a trabajar en la viña”. Él le contestó: No quiero”. Pero después se arrepintió y fue. Se acercó al segundo y le dijo lo mismo. Él le contestó: Voy, señor”. Pero no fue. ¿Quién de los dos cumplió la voluntad de su padre?» Contestaron: «El primero». Jesús les dijo: «En verdad os digo que los publicanos y las prostitutas van por delante de vosotros en el reino de Dios. Porque vino Juan a vosotros enseñándoos el camino de la justicia y no le creísteis; en cambio, los publicanos y prostitutas le creyeron. Y aún después de ver esto, vosotros no os arrepentisteis ni le creísteis. 

La parábola de los dos hijos es la explicación en imágenes de la pregunta de Jesús a los representantes del Sanedrín sobre si creían o no en el bautismo de Juan. Se habían acercado a él para recriminarle el haber expulsado a los mercaderes del templo y para echarle en cara el atrevimiento de hablar públicamente en aquel lugar sagrado. Cualquier cosa que respondiesen les dejaba malparados, pues si decían que el bautismo de Juan procedía del cielo, se les podía acusar de incredulidad, ya que no creyeron en él; y, si afirmaban que era cosa de los hombres, se enfrentaban al pueblo, que veía con buenos ojos a Juan.

La aplicación de la parábola la da el mismo Cristo. El padre es Dios, que manifiesta su amor entrañable tanto a un hijo como al otro, al dirigirse a ambos de forma cariñosa: “Hijo, ve hoy a trabajar en la viña”. El primero, que responde alegremente que no irá, pero después se arrepiente y va, representa a los considerados oficialmente apartados de la ley y del culto, los cuales, al escuchar la predicación de Juan, iniciaron un camino de conversión. El segundo es el símbolo de los que se tenían por buenos y piadosos. Éstos ciertamente, oyeron a Juan, pero hicieron oídos sordos a sus enseñanzas. Ello nos evoca aquella otra parábola del fariseo y del publicano que fueron al templo a orar. El fariseo daba gracias a Dios por no ser como los demás hombres; en cambio, el publicano, avergonzado de sus pecados, ni siquiera se atrevía a levantar la cabeza, 

En la parábola de hoy destacan dos enseñanzas fundamentales para  crecer en la vida cristiana. Una es la necesidad de conversión, que afecta directamente a todos, conversión que, incluso aunque sea a última hora, supera absolutamente la actitud del que, por considerarse perfecto, cree erróneamente que no tiene necesidad de ella. ¡Cómo va a sanar el Señor a este último, que se cree sano, si él ha venido a curar a los enfermos! “No son las personas sanas las que necesitan de médico, sino las enfermas. No he venido a salvar a los justos, sino a los pecadores” (Lc 5,31-32). 

La segunda enseñanza, aunque en la lectura de hoy se encuentre de forma implícita, se refiere a la distinción -de vez en cuando la utilizamos para criticar a los demás- entre el decir y el hacer, esto es, entre nuestros buenos deseos con los que nos engañamos a nosotros mismos (cuando no los llevamos a la práctica) y las obras efectivas que llevan a cabo, en ocasiones de forma anónima, determinadas personas. Es la actitud del primero de los hermanos. que, al proponerle el padre que fuese a trabajar a la viña, contestó: No quiero”. Pero después se arrepintió y fue”. Aplicado a la tarea del servicio cristiano a nuestro hermanos: ¿de qué sirve desear bien a un hermano y rezar por él, si, encontrándose en necesidad y estando en nuestras manos el sacarle de esa situación, no lo hacemos? “¿De qué aprovecha -nos dice el apóstol Santiago- si alguno dice que tiene fe, y no tiene obras? ... Muéstrame tu fe sin tus obras, y yo te mostraré mi fe por mis obras” (Sant, 2,14.16). “No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos” (Mt 7,21). 

 La lectura termina con un dictamen de Jesús que debería haber removido la conciencia de sus interlocutores, los representantes del Sanedrín: En verdad os digo que los publicanos y las prostitutas van por delante de vosotros en el reino de Dios. Porque vino Juan a vosotros enseñándoos el camino de la justicia y no le creísteis; en cambio, los publicanos y prostitutas le creyeron”.  Jesús ha sido totalmente directo en esta parábola. Los representantes de la ley y del culto no sólo no se convirtieron por las palabras de Juan, sino que persistieron en su actitud prepotente, a pesar de haber sido testigos de la conversión de otros: “Y aún después de ver esto, vosotros no os arrepentisteis ni le creísteis”.  

La conversión del pecador, aunque sea en el último momento, conmueve las entrañas de Dios hasta el punto de borrar todos nuestros pecados y hacer que comencemos como si nada hubiera ocurrido. ¡Así de grande es el corazón de Dios! “Hay más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierte que por noventa y nueve justos que no tienen necesidad de conversión” (Lc 15,7). 

Oración sobre las ofrendas

Concédenos, Dios de misericordia, aceptar esta ofrenda nuestra y que, por ella, se abra para nosotros la fuente de toda bendición. Por Jesucristo, nuestro Señor.

Al pedir a Dios que acepte el pan y el vino, que se convertirán en el cuerpo y en la sangre del Señor, manifestamos nuestro deseo de que el milagro eucarístico, fuente de la que brotan todas las bendiciones de Dios, nos convierta en una ofrenda de por vida al Señor, una ofrenda que se traduzca en la práctica real del amor a todos los hombres, empezando por los más cercanos y, dentro de ellos, por los más necesitados.

Antífona de comunión

En esto hemos conocido el amor de Dios: en que él dio su vida por nosotros. También nosotros debemos dar nuestra vida por los hermanos (cf. 1 Jn 3,16). 

Jesús, “habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn 13,1), hasta el extremo de dar la vida por nosotros en la cruz. En el bautismo hemos sido injertados en la muerte de Cristo, hemos sido crucificados con él. Si nosotros no sacrificamos nuestra vida al servicio efectivo a nuestros hermanos, estamos falseando radicalmente nuestro ser cristiano o bien nuestra fe no es todavía suficientemente fuerte. 

Oración después de la comunión

Señor, que el sacramento del cielo renueve nuestro cuerpo y espíritu, para que seamos coherederos en la gloria de aquel cuya muerte hemos anunciado y compartido. Él, que vive y reina por los siglos de los siglos. 

Al comulgar hemos recibido a Jesucristo, el don celestial enviado por el Padre y hecho realidad en nuestros corazones por el Espíritu Santo. Deseamos intensamente que este don haga de nosotros hombres nuevos -“renovados en nuestro cuerpo y espíritu”-, dispuestos a anunciar al mundo el mensaje del amor que predicó, con su palabra, con su vida y con su muerte, Aquél con quien compartiremos la herencia que, como a hijos de Dios, nos corresponde.

 

Domingo 25 del tiempo ordinario Ciclo A

Domingo 25 del tiempo ordinario  Ciclo A

 

Antífona de entrada

          Yo soy la salvación del pueblo, dice el Señor. Cuando me invoquen en la tribulación, los escucharé y seré para siempre su Señor.

          Ante los múltiples ofrecimientos que el mundo nos propone para remediar nuestros problemas y alcanzar el bienestar -un bienestar que resulta ser una falsa-, Dios se ofrece a sí mismo como la verdadera felicidad del ser humano. Esta felicidad la experimentamos realmente ya en nuestra vida actual: Él reivindica su señorío de amor sobre nosotros, siendo el gran amigo que, en nuestros momentos bajos está a nuestro lado, dispuesto a escuchar nuestras súplicas.

 Oración colecta

          Oh, Dios, que has puesto la plenitud de la ley divina en el amor a ti y al prójimo, concédenos cumplir tus mandamientos, para que merezcamos llegar a la vida eterna. Por nuestro Señor Jesucristo.

                              El amor con el que amamos a Dios y al prójimo “ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado” (Rm 5,5). Al pedir al Padre que nos conceda cumplir sus mandamientos, avivamos la conciencia de la presencia del Espíritu Santo en nuestro interior. Es entonces cuando brota espontáneamente el amor de nuestros corazones y, con el amor, la capacidad de cumplir con facilidad todas nuestras obligaciones con Dios y con los demás. “Ama y haz lo que quieras”, nos dice San Agustín. Es éste el camino para llegar al perfecto conocimiento de Jesucristo y del Padre, es decir, a la vida verdadera: “En esto consiste la vida eterna, en que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado Jesucristo” (Jn 17,3).

Lectura del libro de Isaías 55,6-9

Buscad al Señor mientras se deja encontrar, invocadlo mientras está cerca. Que el malvado abandone su camino, y el malhechor sus planes; que se convierta al Señor, y él tendrá piedad, a nuestro Dios, que es rico en perdón. Porque mis planes no son vuestros planes, vuestros caminos no son mis caminos –oráculo del Señor–. Cuanto dista el cielo de la tierra, así distan mis caminos de los vuestros, y mis planes de vuestros planes.

                              Desde el exilio.babilónico, Isaías recuerda a un Israel, un tanto desviado del camino de la Alianza, la urgente necesidad de buscar y acudir a Dios: “Buscad al Señor mientras se deja encontrar, invocadlo mientras está cerca”. No se trata de que el Señor aparezca y desaparezca, esté a nuestro alcance o se haya alejado por un tiempo, y nosotros tengamos que indagar el momento propicio para encontrarlo: se trata, más bien, de tener abiertos los ojos del corazón y los oídos del alma para verle y oírle en todo momento, pues Él está siempre a nuestro lado. Su “dejarse encontrar” y su “estar cerca” hay que referirlo a nosotros que, cuando nos alejamos de Él, perdemos el interés y hasta el gusto por buscarlo. Lo cantaremos hoy mismo en el salmo responsorial: Cerca está el Señor de los que lo invocan, de los que lo invocan sinceramente”.

El profeta continúa con sus exhortaciones: Que el malvado abandone su camino, y el malhechor sus planes; que se conviertan al Señor, y Él tendrá piedad”.

La voluntad de Dios con nosotros es que abandonemos los caminos torcidos -aquellos que nos alejan de él y de nosotros mismos- y que nos arrojemos en sus brazos de Padre: Él nos ofrece el perdón sin medida y nos devuelve abundantemente todo lo que habíamos perdido. Él borra de un plumazo todas nuestras faltas y todas nuestras infidelidades: “Aunque vuestros pecados sean negros como la grana, como la nieve blanquearán; aunque seas rojos como el carmesí, como la blanca lana quedarán” (Is 1,18). Él, como el padre de la ‘parábola del hijo pródigo’, sale a diario a nuestro encuentro para acogernos como a sus hijos, hijos que para Él nunca hemos dejado de serlo (Lc 15:20). Él se pierde en los cerros en busca de la oveja perdida y, cuando la encuentra, la sube gozoso sobre sus hombros y la lleva al redil con sus compañeras (Lc 15:4-5).

“Porque mis planes no son vuestros planes, vuestros caminos no son mis caminos”.

Pensamos, muchas veces, guiados por nuestro sentido común, que somos nosotros los que debemos planificar nuestra vida, que toda ella depende de nuestra dedicación y de nuestro esfuerzo. Estamos totalmente equivocados. Es verdad que Dios quiere que empleemos las capacidades naturales con las que hemos sido agraciados para solucionar nuestros problemas, pero no debemos olvidar nunca que Él es el dueño de nuestra vida; que en todas nuestras actuaciones interviene misteriosamente para que éstas lleguen a buen puerto; que, como Padre amoroso, cuida de nosotros, como a sus hijos pequeños, y nos lleva, a través de los vericuetos de nuestra historia, a nuestro verdadero hogar: “En verdad os digo que si no os convertís y hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos” (Mt 18:3). Todo depende de Dios, cuyo poder sobre nosotros y para nuestro bien es tan grande como la distancia que existe entre el cielo y la tierra, algo que debe mantenernos tranquilos y confiados. El progreso espiritual no se mide por nuestros logros apostólicos ni por nuestras actuaciones caritativas, sino por el grado de confianza que tengamos con Dios, nuestro Padre. Nuestra espiritualidad debe centrarse en mantener y hacer crecer esta confianza, sobretodo en los momentos de oscuridad y desánimo. Como acertadamente dijo Teresa de Ávila, “Dios escribe derecho con renglones torcidos".

Salmo reponsorial 144

Cerca está el Señor de los que lo invocan.

 Día tras día, te bendeciré y alabaré tu nombre por siempre jamás. Grande es el Señor, merece toda alabanza, es incalculable su grandeza.

La acción de bendecir compete, en principio, sólo a Dios. Solo Dios, de quien procede todo bien, puede decir con propiedad ‘bien’, conceder el bien a sus criaturas, las cuales, empezando por su existencia, lo reciben todo de Él. Cuando somos nosotros los que bendecimos a Dios estamos reconociéndole y agradeciéndole los dones que nos ha dado y nos sigue dando. Bendecir a Dios o ‘bendecir el nombre de Dios’ es alabarlo, evocando su gloria, su fuerza, su bondad y su grandeza inabarcable.

El Señor es clemente y misericordioso, lento a la cólera y rico en piedad; el Señor es bueno con todos, es cariñoso con todas sus criaturas.

                              El reconocimiento de que Dios ha sido bueno con él, perdonándole sus muchos pecados lo expresa David con este texto del Éxodo: “Yahveh, Yahveh, Dios misericordioso y clemente, tardo a la cólera y rico en amor y fidelidad” (Éx. 34,6). La bondad de Dios es universal: se preocupa y se ocupa con un amor entrañable de todas sus criaturas y, cuando no tiene más remedio que hacer justicia, no se comporta como nosotros, que apenas aguantamos la más mínima ofensa, sino que espera pacientemente y retarda todo lo que puede su aplicación..

El Señor es justo en todos sus caminos, es bondadoso en todas sus acciones. Cerca está el Señor de los que lo invocan, de los que lo invocan sinceramente.

                              El salmista exime una razón más para bendecir y alabar al Señor: la admirable combinación en Él de justicia y bondad. Dios es amor y, porque es amor, es también justo, una justicia que supera absolutamente, como en el dueño de la viña del Evangelio de hoy, todos nuestros cánones de justicia, una justicia que procede del amor y desemboca en el amor.

            El amor acerca a los amantes y Dios está cerca de los que le aman. La cercanía o lejanía de Dios no es algo espacial ni temporal. Se trata de una cercanía y lejanía del corazón: cuanto más dirijamos nuestra mirada interior hacia Dios, más cerca estaremos de Él y, al contrario, nos alejamos de Él, cuando nuestro corazón se hace cómplice de los ídolos de este mundo: Cerca está el Señor de los que lo invocan de los que lo invocan sinceramente”,

Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Filipenses 1,20c-24. 27a

Hermanos: Cristo será glorificado en mi cuerpo, por mi vida o por mi muerte. Para mí la vida es Cristo y el morir una ganancia. Pero, si el vivir esta vida mortal me supone trabajo fructífero, no sé qué escoger. Me encuentro en esta alternativa: por un lado, deseo partir para estar con Cristo, que es con mucho lo mejor; pero, por otro, quedarme en esta vida veo que es más necesario para vosotros. Lo importante es que vosotros llevéis una vida digna del evangelio de Cristo.

                              Esta carta a la comunidad de Filipo la escribe San Pablo, muy probablemente, desde la cárcel de Roma. Para una correcta comprensión de este texto hay que retrotraerse a unos versículos anteriores, en los que San Pablo manifiesta su alegría de que Cristo es cada vez más conocido y, por ello. más glorificado. Este conocimiento de Cristo en la sociedad se debe, por una parte, a que se ha corrido la voz de su encarcelamiento por su causa y, por otra, a que “la mayoría de los hermanos, animados en el Señor por sus cadenas, han cobrado más audacia para predicar sin temor la palabra de Dios”.

          Esta glorificación de Cristo va a continuar en la persona de San Pablo a través de sus padecimientos y de su muerte, que presiente cercana: Cristo será glorificado en mi cuerpo, por mi vida o por mi muerte”. Notemos que no dice ‘yo glorificaré a Cristo’, sino que, quitándose personalmente de en medio -una actitud de modestia por parte de San Pablo- afirma que es Cristo quien será glorificado en su cuerpo, es decir, en su persona. Si dice ‘en mi cuerpo’ es porque en aquella situación era el cuerpo ‘el que estaba encadenado’ y casi todas sus aflicciones eran en ese momento directamente corporales.

         “Para mí la vida es Cristo y el morir una ganancia”.

Pablo, debido a su debilidad por tantos padecimientos, tenía sobrados motivos para pensar en una muerte cercana, una muerte que, en lugar de angustiarle, era el último paso para estar definitivamente con Cristo y, por tanto, una ganancia.

El apego excesivo a esta vida mortal es, casi siempre, signo de una fe pobre y débil, y hasta de una contradicción, ya que hemos proclamado muchas veces que el único sentido de nuestro vivir como cristianos es la unión con Cristo, unión que llega a establecerse definitivamente en el tránsito de la muerte. Es esta unión la que ilumina nuestros pasos a lo largo de esta vida y por la debemos luchar con todas nuestras fuerzas. “Buscad los bienes de arriba, donde está Cristo sentado a la derecha De Dios, no los de la tierra”, nos dice San Pablo en Colosenses 3,1-2. Si es verdad que suspiramos por los bienes definitivos, ¿no es lógico que  esperemos con agrado, y hasta con ilusión, a “la hermana muerte”, la cual nos permitirá gozar para siempre de esos bienes?

                              Es bastante común desear una vida larga. San Pablo, por el contrario, prefiere partir cuanto antes para estar con Cristo, "que es con mucho lo mejor”, aunque piense, por otro lado, que permanecer en esta vida puede ser más necesario para sus hijos y hermanos en la fe.

                              Este es el motivo que le lleva al apóstol a decir que, por un lado, desea partir para estar con Cristo, "que es con mucho lo mejor, pero, por otro, quedarme en esta vida veo que es más necesario para vosotros". Pablo lo tenía muy claro. Su única razón para seguir viviendo no podía ser otra que el ayudar a los hermanos en el camino de la fe.

          Pero, por encima de todo está la voluntad de Dios. “Sea lo que Dios quiera”, decimos muchas veces para resignarnos ante una adversidad.  “Sea lo que Dios quiera”, deberíamos repetir en todo momento como signo de aceptación gozosa de la voluntad de Dios, que hace que todo suceda para nuestro bien, para lo que, en sus designios misteriosos, es lo mejor. Lo mejor para nosotros no está principalmente, como se piensa en muchas ocasiones, en el aumento constante de las buenas obras o en el éxito del compromiso apostólico, sino en la realización de la voluntad de Dios, cuyos planes -ya lo hemos leído en la primera lectura-, aunque estén tan por encima de los deseos y aspiraciones humanas como lo está el cielo de la tierra, son los que realmente nos convienen para nuestra realización humana y cristiana.

           Ocurra lo que ocurra -todo está en las manos de Dios-, San Pablo se centra en lo esencial y lo esencial es que vivamos según el modelo que tenemos en Jesús y en su mensaje. Esta es la recomendación que San Pablo hace a los filipenses y también a nosotros: Lo importante es que vosotros llevéis una vida digna del evangelio de Cristo”, una vida que, de acuerdo con la vocación a la que hemos sido llamados, nos lleva a comportarnos “con toda humildad y mansedumbre, soportándonos con paciencia los unos a los otros en amor, y diligentes en guardar la unidad del Espíritu en el vínculo de la Paz” (Ef 4:1-3).

Aclamación al Evangelio

Aleluya, aleluya, aleluya. Abre, Señor, nuestro corazón, para que aceptemos las palabras de tu Hijo.

Sólo podremos entender la palabra de Jesucristo si existe en nosotros el deseo de recibirla, deseo al que nos mueve el Espíritu Santo, el cual nos ayuda en nuestra debilidad, intercediendo por nosotros y pidiendo lo que más nos conviene. Pidamos al Señor con el máximo fervor que nos dejemos llevar por las sugerencias de este Espíritu.

 Lectura del santo evangelio según san Mateo 20,1-16

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos esta parábola: «El reino de los cielos se parece a un propietario que al amanecer salió a contratar jornaleros para su viña. Después de ajustarse con ellos en un denario por jornada, los mandó a la viña. Salió otra vez a media mañana, vio a otros que estaban en la plaza sin trabajo y les dijo: «Id también vosotros a mi viña y os pagaré lo debido». Ellos fueron. Salió de nuevo hacia mediodía y a media tarde, e hizo lo mismo. Salió al caer la tarde y encontró a otros, parados, y les dijo: «¿Cómo es que estáis aquí el día entero sin trabajar?» Le respondieron: «Nadie nos ha contratado». Él les dijo: «Id también vosotros a mi viña». Cuando oscureció, el dueño dijo al capataz: «Llama a los jornaleros y págales el jornal, empezando por los últimos y acabando por los primeros». Vinieron los del atardecer y recibieron un denario cada uno. Cuando llegaron los primeros, pensaban que recibirían más, pero ellos también recibieron un denario cada uno. Al recibirlo se pusieron a protestar contra el amo: «Estos últimos han trabajado sólo una hora y los has tratado igual que a nosotros, que hemos aguantado el peso del día y el bochorno». Él replicó a uno de ellos: «Amigo, no te hago ninguna injusticia. ¿No nos ajustamos en un denario? Toma lo tuyo y vete. Quiero darle a este último igual que a ti. ¿Es que no tengo libertad para hacer lo que quiera en mis asuntos? ¿O vas a tener tú envidia porque yo soy bueno?» Así, los últimos serán primeros y los primeros, últimos».

                              Esta parábola hay que entenderla en el contexto de la pregunta que San Pedro (unos versículos anteriores) dirige al Señor sobre el premio que recibirán él y sus compañeros, que lo han dejado todo para seguirle. La parábola está literalmente encerrada en la frase final del texto: “Los últimos serán los primeros y los primeros los últimos”, expresión que aparece también en Mt 19,30 y en Mt 20,16.

          La escena está tomada de las costumbres palestinenses de contratar jornaleros para las faenas del día en las plazas de las aldeas, costumbres que, hasta no hace mucho, se conservaban en algunas regiones de aquel entorno geográfico.

                              Llama, en primer lugar, la atención el que sea el dueño de la viña el que personalmente busque a sus trabajadores y que los busque a todas las horas del día. ¿Estaba en la mente de Jesús comparar al dueño de la viña con Dios, que nos invita en todo momento a colaborar en la difusión del reino de los cielos? Muy probablemente. Pero, aún en el caso de que no sea así, la escena retrata a la perfección el modo de actuar de Dios. La amonestación del profeta “Buscad al Señor mientras se deja encontrar”, que leíamos en la primera lectura, queda suficientemente clarificada en la parábola: al Señor lo encontramos en todo momento y en cualquier lugar, pues, igual que el dueño de la viña, nos está buscando permanentemente, de formas y maneras insospechadas, para que colaboremos con Él en el establecimiento de su reino: “¡Oh abismo de la riqueza, de la sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Cuán insondables son sus designios cuán e inescrutables sus caminos!” (Rm 11:33).

"Empezando por los últimos y acabando por los primeros". 

La parábola vuelve a sorprendernos ante esta salida de tono del dueño de la viña, que, en modo alguno, podrían esperar los oyentes de Jesús: ¿Qué interés podía tener aquel señor en empezar por los que menos han trabajado, dándoles, además, el jornal de todo un día? La respuesta es sencilla: mostrar que el comportamiento de Dios es siempre inesperado; que, como leíamos en la primera lectura, “sus caminos no son nuestros caminos y sus planes no son nuestros planes”.

La respuesta que da el dueño de la viña a los trabajadores que han soportado todo el peso y el calor del día es una manifestación de la libertad y de la bondad de Dios: “¿Es que no puedo hacer lo que quiera en mis asuntos? o “O vas a tener tú envidia porque yo soy bueno?”. Libertad y bondad juntas. La justicia de Dios supera con creces el plano, estrecho y calculador, de nuestra justicia distributiva. A realizar esta justicia en nuestra vida estamos llamados los discípulos de Cristo: “Si no sois mejores que los letrados y los fariseos, no entraréis en el reino de los cielos” (Mt 5,20).

          “Los últimos serán primeros y los primeros, últimos”.

           [La parábola de los jornaleros de la viña introduce una verdadera revolución en nuestra manera de concebir a Dios. Según Jesús, la bondad de Dios es desconcertante y no se ajusta para nada a los cálculos que nosotros podemos hacer.  Dios no hará injusticia a nadie. Pero de la misma manera que el Señor de la viña hace con su dinero lo que quiere y sin que nadie tenga derecho a protestar envidiosamente, así también Dios puede derramar su amor infinito e incondicional a manos llenas sobre todos los seres humanos, sin distinción alguna, incluso sobre aquellos que, según nuestros criterios,  no se lo merecen. Hemos de aprender a no confundir a Dios con nuestros esquemas religiosos y con nuestros prejuicios y juicios morales. Debemos dejar de lado nuestras fantasías y nuestra pretensión de estar en posesión de la verdad. Debemos permitir a Dios que sea más grande que nosotros. O dicho más sencilla y directamente, debemos dejar a Dios ser Dios. Corremos el riesgo de creer que somos cristianos, pero sin haber entendido ni asumido del todo el mensaje de Jesús que, por encima de todo, nos muestra a un Dios cuya bondad inconmensurable llega a todos los hombres. Dios regala su gracia por muchos y distintos canales -“El espíritu sopla donde quiere” (Jn 3,8)- y ofrece gratuitamente su vida abundante a todos, incluso a aquellos hombres y mujeres que nosotros, los supuestamente creyentes y virtuosos, consideramos perdidos.].

          Los publicanos y las prostitutas os adelantarán en el Reino De Dios” (Mt 21,31).

          Lo que está entre corchetes está tomado de la Sección de Pastoral de la Universidad Católica de Córdoba (Argentina),

 

Oración sobre las ofrendas

          Recibe, Señor, en tu bondad las ofrendas de tu pueblo, para que cuanto creemos por la fe lo alcancemos por el sacramento celestial. Por Jesucristo, nuestro Señor.

          Ofrecemos al Señor todo lo que Él nos ha dado: nuestras capacidades naturales, nuestras momentos de alegría, nuestros desvelos por los demás, lo que somos y tenemos; todo ello lo unimos al pan y al vino, que se convertirán en el cuerpo y en la sangre del Señor. Al hacer este ofrecimiento, pedimos al Señor que las verdades que creemos por la fe se hagan, por este sacramento, realidad en nuestra vida, haciendo que nos entreguemos con todas nuestras fuerzas al servicio de todas las personas, de modo especial y más intenso, de las más desprotegidas material y espiritualmente.

Antífona de comunión

Tú, Señor, promulgas tus decretos para que se observen exactamente; ojalá esté firme mi camino para cumplir tus consignas (Sal 118,4-5).

 Los preceptos del Señor no sólo son normas que mantienen nuestra conducta en el sendero correcto, sino principalmente apoyos procedentes de Dios que encauzan amorosamente nuestro caminar hacia Él.

El Señor no nos ha dado estas normas para ilustrar nuestro entendimiento, sino para que, con su ayuda continua, las llevemos a la práctica. Conscientes de nuestra debilidad, pedimos a Dios estar fuertes para poder cumplirlos. 

  Oración después de la comunión

Señor, apoya bondadoso con tu ayuda continua a los que alimentas con tus sacramentos, para que consigamos el fruto de la salvación en los sacramentos y en la vida. Por Jesucristo, nuestro Señor.

           Nos dirigimos a Dios, al finalizar esta Eucaristía, para pedirle que en los que hemos recibido al Señor en nuestras almas se hagan realidad sus beneficiosos efectos, tanto en nuestra relación con Dios -haciendo más intensa nuestra relación con Él en nuestra oración y en la participación en los sacramentos- como en nuestra relación diaria con los demás, volcando todas nuestras energías en la ayuda personal, afectiva y práctica, a las personas que se encuentran en una situación de desvalimiento, o colaborando con las organizaciones especializadas en la ayuda a quienes carecen de los medios necesarios para llevar una vida digna.