Domingo 24 del Tiempo Ordinario Ciclo A

Domingo 24 del Tiempo Ordinario Ciclo

Antífona de entrada

Señor, da la paz a los que esperan en ti, y saca veraces a tus profetas, escucha la súplica de tus siervos y de tu pueblo Israel (cf. Eclo 36,15).

Sólo en el Señor, “de quien procede todo don perfecto” (Sant 1,17), tendremos la paz que ansía nuestros corazones, paz que anunciaron y anuncian con su vida y sus palabras todos los hombres de Dios (los profetas). Nos ponemos en la presencia del Señor, conscientes de la seguridad de que atiende siempre a nuestros ruegos y gozosos por su cercanía a nuestra vida.

Oración colecta

Míranos, oh, Dios, creador y guía de todas las cosas, y concédenos servirte de todo corazón, para que percibamos el fruto de tu misericordia. Por nuestro Señor Jesucristo.

          Dios está siempre mirándonos y su interés por nosotros es mucho más que el que podamos tener nosotros por nosotros mismos. Este Dios tan cercano es el hacedor de todas las cosas y el que, de modo misterioso, las conduce a la meta para la que fueron creadas. Es a este Dios al que pedimos que nos ayude a ilusionarnos con nuestro servicio a los proyectos que tiene sobre los hombres. Esta actitud de colaboración con Él nos hará disfrutar intensamente de los gratos efectos de su amor compasivo: “Servir a Dios es reinar”  

Lectura del libro del Eclesiástico 27,30—28,7

Rencor e ira también son detestables, el pecador los posee. El vengativo sufrirá la venganza del Señor, que llevará cuenta exacta de sus pecados. Perdona la ofensa a tu prójimo y, cuando reces, tus pecados te serán perdonados. Si un ser humano alimenta la ira contra otro, ¿cómo puede esperar la curación del Señor? Si no se compadece de su semejante, ¿cómo pide perdón por sus propios pecados? Si él, simple mortal, guarda rencor, ¿quién perdonará sus pecados? Piensa en tu final y deja de odiar, acuérdate de la corrupción y de la muerte y sé fiel a los mandamientos. Acuérdate de los mandamientos y no guardes rencor a tu prójimo; acuérdate de la alianza del Altísimo y pasa por alto la ofensa.

          El autor del libro del Eclesiástico condena como algo abyecto la ruindad del que, creyéndose víctima de una injusticia, saca de su corazón todo su rencor y su ira para vengarse de la persona que le ha ofendido: debe pensar que es ésta la única forma de que se le haga justicia.

Esta actitud es cruel, deshace los cimientos de la convivencia y se apropia de un derecho que corresponde a Dios: sólo a él, que conoce de forma cabal y rigurosa el número y la gravedad de nuestras culpas, compete el establecimiento de la justicia, dando a cada uno lo que merecen sus obras. “No toméis la justicia por propia mano, queridos míos; dejen que sea Dios quien castigue, según dice la Escritura: ‘A mí me corresponde castigar; yo daré a cada cual su merecido’ ” (Rm 12, 19).  Es verdad que Dios es, ante todo, amor, pero precisamente porque es amor, es también justo: no puede ser que su amor le lleve a borrar de un plumazo la bondad o maldad de las acciones de los hombres, de modo que todo cuanto haya ocurrido en la historia acabe por tener el mismo valor: “Al final los malvados, en el banquete eterno, no se sentarán indistintamente a la mesa junto a las víctimas, como si no hubiera pasado nada”, escribe. Es ésta una reflexión de Benedicto XVI, citando a Dostoyevsky, en su encíclica Salvados por la esperanza, 44).

La justicia de Dios refuerza nuestra obligación de perdonar las ofensas que nos hagan nuestros hermanos. Sólo si cumplimos con este mandato del Señor, nuestro trato con él será una verdadera relación de amistad, en la que quedaremos justificados y nos sentiremos liberados de nuestras faltas. Sólo así podemos vivir de manera intensa y fecunda la oración del Señor, pidiéndole que perdone nuestras ofensas “como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”. Porque ¿Cómo nos va a perdonar Dios, nuestro Padre, si vivimos enfrentados con sus hijos, nuestros hermanos? Dios no sería bueno ni justo si, viendo que somos ingratos con nuestro prójimo, se compadeciese de nosotros.

Esta reflexión nos debe llevar a un sano temor del Señor y a pensar en nuestro destino final, recordando que el camino del rencor y del odio a nuestro prójimo nos conduce necesariamente a la propia perdición. El perdón a quienes nos han ofendido es una forma básica e imprescindible de llevar a la práctica el mandato del Señor “amaos los unos a los otros”.

Además del temor al castigo, a perdonar las ofensas de nuestro prójimo nos debe mover también, y de modo principal, el amor misericordioso del Señor: Él nos amó primero e hizo con nosotros un pacto de amistad. Así nos lo dice el autor de este libro sagrado al final de este fragmento bíblico: “Acuérdate de la alianza del Altísimo y pasa por alto la ofensa”.

Que estas consideraciones, escritas en el umbral del Nuevo Testamento (siglo II a.C.), nos dispongan a entender el mensaje de Jesús, el cual lleva a su perfección la sabiduría del amor y del perdón, presente ya en el Antiguo Testamento.

 

Salmo responsorial, 102

El Señor es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia.

 

         Éstas fueron las palabras que dirigió el Señor a Moisés cuando, por orden del propio Señor, se encontraba en el monte, después del desgraciado episodio del becerro de oro, unas palabras que manifestaban el perdón al pueblo por este acto de idolatría colectiva (Éx 34,6). Nosotros, haciéndolas nuestras, proclamemos una y otra vez el amor benevolente de Dios, su inmensa paciencia con nosotros y su inagotable capacidad de perdón.

 

Bendice, alma mía, al Señor, y todo mi ser a su santo nombre. Bendice, alma mía, al Señor, y no olvides sus beneficios.

          Quizá el salmista siente que su oración no es suficiente o carece de la intensidad debida. Quizá por ello se invita a sí mismo a bendecir y alabar a Dios con todas sus fuerzas y desde lo más profundo de su ser.

También nosotros debemos ‘recordarnos’ continuamente la necesidad de bendecir y alabar al Señor con todo lo que somos y tenemos: con nuestro pensamiento, con las capacidades que Dios nos ha dado, con nuestros sentimientos y con nuestros deseos.

En muchas ocasiones nuestra oración queda reducida a ritos externos o a la repetición mecánica y rutinaria de fórmulas largas o menos largas, sin enterarnos de lo que pronuncian nuestros labios. Ya nos advirtió de este peligro el profeta Isaías: “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí” (Is 29,13). Bendecir y alabar a Dios como es debido es, como todo, obra del Señor que, contando con nuestra libertad, mueve nuestras decisiones a través del Espíritu que mora en nuestro interior. Que este Espíritu no permita que pongamos trabas a su acción en nosotros; que aparte nuestros ojos y nuestros oídos -los del cuerpo y los del alma- de los ruidos exteriores; y que sea él el que ruegue, bendiga y alabe a Dios en nosotros.

 

Él perdona todas tus culpas y y cura todas tus enfermedades; él rescata tu vida de la fosa,   y te colma de gracia y de ternura.

          Bendecimos y alabamos a Dios porque nos ha perdonado y nos sigue perdonando incondicionalmente todos nuestros yerros e infidelidades;

          porque nos libera, del modo que él sabe y como más nos conviene, de todas nuestras dolencias, tanto las del alma como las del cuerpo;

          porque nos saca del abismo del pecado, en el que estábamos muertos, y nos dio vida juntamente con Cristo (Col 3, 13);

          porque nos ama sin medida y de forma entrañable, satisfaciendo todas nuestras necesidades y colmándonos de los bienes más deseados.

No está siempre acusando ni guarda rencor perpetuo; no nos trata como merecen nuestros pecados ni nos paga según nuestras culpas.

          El Señor no es como nosotros, que no nos cansamos de pleitear con los demás y mantenernos en nuestras antipatías y enojos. Al contrario. Él, llevado siempre por su amor, aunque nos reprocha nuestras culpas y permite que suframos las consecuencias negativas de nuestros pecados, cesa en su recriminación en el momento en que nos arrepentimos y aceptamos su perdón. Como en la parábola del Hijo Pródigo -debería llamarse mejor la parábola del padre perdonador-, el Señor sale diariamente al camino de nuestra vida, esperando nuestro regreso a sus brazos.

 

Como se levanta el cielo sobre la tierra, se levanta su bondad sobre los que lo temen; como dista el oriente del ocaso, así aleja de nosotros nuestros delitos.

          La inmensidad de la misericordia y bondad de Dios con nosotros la compara el salmista con la distancia inconmensurable entre el cielo y la tierra, y la que existe entre Oriente y Occidente, en ambos casos, una distancia infinita, independientemente del concepto que en ese momento se podía tener sobre la forma de la tierra y el cielo: ¡tan lejos de nosotros lanza Dios nuestros pecados!

Esta distancia se ha hecho aún más inconmensurable, y hasta inconcebible para nosotros, en la muerte de Cristo en la cruz, la prueba más contundente del amor de Dios: “Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”, así comienza la lectura del Evangelio de la misa vespertina del Jueves Santo (Jn 13, 1-15).

 

Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Romanos 14,7-9

Hermanos: Ninguno de nosotros vive para sí mismo y ninguno muere para sí mismo. Si vivimos, vivimos para el Señor; si morimos, morimos para el Señor; así que, ya vivamos ya muramos, somos del Señor. Pues para esto murió y resucitó Cristo: para ser Señor de muertos y vivos.

          Estos tres versículos del capítulo catorce de la carta a los Romanos se encuadran en una cuestión que dividía a los cristianos de la comunidad de Roma. Se trataba del desencuentro provocado por la realización de determinadas prácticas (comer o no comer determinados alimentos, considerar que hay días especiales o que todos los días son iguales…) que, sin afectar a la esencia de la fe -pues tanto su cumplimiento como su no cumplimiento tenían como finalidad honrar al Señor- podían generar un enfrentamiento entre hermanos, incompatible con el mandato del amor.

San Pablo, para quien solo el Señor, dueño de nuestra vida, puede valorar estas conductas y encauzarlas como y cuando él quiera, aprovecha este hecho para elevarse al fundamento que debe guiar todo nuestro comportamiento. Este fundamento lo recibimos en el bautismo, cuando fuimos injertados en la muerte y en la nueva vida de Cristo. Desde entonces ya no nos pertenecemos: somos, en vida y en muerte, propiedad del Señor, que nos compró con su sangre. “Para mí el vivir es Cristo, y el morir es ganancia”, dice San Pablo a los Filipenses (Fl 1,21), una ganancia porque la muerte es el abrazo definitivo con Cristo. Si nuestra vida es Cristo, ya no nos movemos por nuestros intereses egoístas, sino por el interés de aquél que murió por nosotros y que en su resurrección fue constituido Señor de vivos y muertos. El interés de Cristo no es otro que el cumplimiento del mandato del amor: hacer que nuestra vida sea, como fue la suya, una ofrenda permanente de acción de gracias al Padre, llevada a cabo en el servicio, afectivo y efectivo, a los más necesitados. Todo ello significa la renuncia a nosotros mismos y la afirmación del señorío del Señor en todo lo que hagamos.

Aclamación al Evangelio

Aleluya, aleluya, aleluya. Os doy un mandamiento nuevo –dice el Señor–: que os améis unos a otros, como yo os he amado.

          Éste es el mandato que nos dio el Señor la víspera de su muerte, mandato que, como exigencia de nuestra pertenencia a Cristo, llevamos a la práctica cuando hacemos nuestros los sufrimientos y las alegrías de nuestros hermanos.

 

Lectura del santo evangelio según san Mateo 18,21-35

En aquel tiempo, acercándose Pedro a Jesús le preguntó: «Señor, si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces tengo que perdonarlo? ¿Hasta siete veces?» Jesús le contesta: «No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete. Por esto, se parece el reino de los cielos a un rey que quiso ajustar las cuentas con sus criados. Al empezar a ajustarlas, le presentaron uno que debía diez mil talentos. Como no tenía con qué pagar, el señor mandó que lo vendieran a él con su mujer y sus hijos y todas sus posesiones, y que pagara así. El criado, arrojándose a sus pies, le suplicaba diciendo: «Ten paciencia conmigo y te lo pagaré todo». Se compadeció el señor de aquel criado y lo dejó marchar, perdonándole la deuda. Pero al salir, el criado aquel encontró a uno de sus compañeros que le debía cien denarios y, agarrándolo, lo estrangulaba diciendo: «Págame lo que me debes». El compañero, arrojándose a sus pies, le rogaba diciendo: «Ten paciencia conmigo y te lo pagaré». Pero él se negó y fue y lo metió en la cárcel hasta que pagara lo que debía. Sus compañeros, al ver lo ocurrido, quedaron consternados y fueron a contarle a su señor todo lo sucedido. Entonces el señor lo llamó y le dijo: «¡Siervo malvado! Toda aquella deuda te la perdoné porque me lo rogaste. ¿No debías tú también tener compasión de tu compañero, como yo tuve compasión de ti?» Y el señor, indignado, lo entregó a los verdugos hasta que pagara toda la deuda. Lo mismo hará con vosotros mi Padre celestial, si cada cual no perdona de corazón a su hermano».

San Pedro pregunta al Señor por el número de veces que debemos perdonar a un hermano que nos ha ofendido. Como el colmo de la generosidad, le pone un tope de siete veces, un tope que superaba con creces las tres que determinaba el Talmud.

Jesús responde que no sólo siete veces, sino hasta setenta veces siete, un número indefinido que significa tantas veces cuantas ofensas recibamos de nuestro hermano, es decir, siempre.

Jesús aprovecha la pregunta de Pedro para hablarnos del perdón, del perdón de Dios y del perdón entre nosotros. Lo hace mediante la esclarecedora parábola del “siervo despiadado, un criado que tenía contraída con su señor una deuda de cien mil talentos, unas 164 toneladas de oro.   Haciéndole venir a su presencia, le anuncia el terrible castigo que caerá sobre él hasta que no salde su deuda. Después de humillarse y pedirle clemencia, el señor, conmovido, le perdona totalmente la deuda. Pero, al salir de su presencia, el agraciado se encuentra con un compañero, que le debía la insignificante cantidad de 100 denarios (30 gramos de oro). Las súplicas y ruegos del compañero, demandándole tiempo y paciencia para pagarle, no le enternecieron lo más mínimo. Al contrario. Furioso contra él, le aplica todo el peso de la ley. Cuando se entera su señor del mal comportamiento con el compañero, le vuelve a  llamar y, recriminándole su perversa acción, le retira el perdón y le da el castigo merecido: “¿No debías tú también tener compasión de tu compañero, como yo tuve compasión de ti”.

En esta parábola se visualiza y contrasta la ruindad del corazón humano -el siervo es incapaz de perdonar una deuda insignificante- y la ternura y grandeza del corazón de Dios -que perdona una deuda prácticamente imposible de saldar-.

El fin principal de la   parábola es mostrar la necesidad de perdonar las injurias que recibimos de nuestros prójimos, como condición necesaria para que Dios perdone nuestros pecados y nos libre de las consecuencias negativas de los mismos. Es lo que pedimos en la oración del Señor: “Perdona nuestras ofensas como nosotros perdonamos a quienes nos ofenden”.

La reacción del señor con el siervo que no perdona a su compañero nos indica que lo que más ofende a Dios es nuestra falta de amor, falta de amor que casi siempre se muestra en el comportamiento injusto con sus hijos, nuestros hermanos. Y es que hemos sido creados por el amor y para el amor, para el amor a Dios y para el amor al prójimo.

El amor a Dios es, ciertamente, el primero y principal mandamiento, pero en la práctica (en el ejercicio) es el amor al prójimo el que tiene la primacía. En efecto, En el amor a Dios, al no tener en sí mismo una prueba que verifique lo contrario, podemos engañarnos. En cambio. Cuando se trata del amor al prójimo, podemos detestar que no amamos a Dios, si nos comportamos injustamente con el hermano. El amor al prójimo es, por ello (siempre que no se trate de mera filantropía), el modo más concreto y cierto de asegurarnos de que amamos a Dios.

 Así lo han vivido los santos y así nos lo enseñan, entre otros, san Agustín y santa Teresa de Jesús. Y así nos lo dice con meridiana claridad el discípulo amado: “El que no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve” (Jn 4, 20).

 Perdonar y amar al prójimo forma parte esencial, no sólo de nuestro ser cristianos, sino de nuestro ser criaturas, creadas por Dios a su imagen y semejanza: nuestro cometido en esta vida debe ser, por ello, intentar parecernos en todo al Dios perdonador, procurando por todos los medios ser, como Él, compasivos y misericordiosos con los demás, lentos a la ira y ricos en clemencia y piedad (Éx 34,6)

El final de la parábola parece contradecir la infinita compasión que atribuimos a Dios: el rey retira el perdón al siervo que no ha perdonado la pequeña deuda a su compañero. ¿Pero realmente le retira el perdón? En absoluto. Dios nos ama siempre y siempre nos perdona. Pero nosotros podemos hacernos impermeables a este amor y a este perdón. Así ocurre cuando no amamos al hermano: somos como la tierra seca sobre la que resbala el agua de la lluvia, en nuestro caso, el agua del amor y del perdón de Dios.

 

Oración sobre las ofrendas

Sé propicio a nuestras súplicas, Señor, y recibe complacido estas ofrendas de tus siervos, para que la oblación que ofrece cada uno en honor de tu nombre sirva para la salvación de todos. Por Jesucristo, nuestro Señor.

          Sabemos que el Señor atiende siempre a nuestras súplicas. Si le pedimos que esté cerca de nosotros -es lo que queremos decir con la petición “Sé propicio”- y  nos escuche es para que, diciéndolo, lo deseemos con todas nuestras fuerzas y, así, puesto que Dios concede sus dones en la medida de nuestros deseos, sintamos el efecto de esta cercanía. El sentido de esta oración podíamos expresarlo de esta forma: que los sacrificios y ofrendas personales que, en nuestras relaciones con los demás, presentamos al Señor a lo largo de nuestro vivir cotidiano se unan a la ofrenda (al pan y al vino) que presenta el sacerdote en nombre de la Iglesia y, de esta forma, contribuyan a nuestra salvación y a la salvación de todos los hombres.

 

Antífona de comunión

El cáliz de la bendición que bendecimos es comunión de la Sangre de Cristo; el pan que partimos es participación en el Cuerpo del Señor (cf. 1 Cor 10,16).

          Ya no tienen sentido las divisiones entre nosotros, los enfrentamientos, ni las rivalidades: al comer todos el cuerpo de Cristo y beber su sangre quedamos unidos a él y unidos unos con otros. Ya no cabe ningún tipo de desamor entre los creyentes, pues, cuando me enfrento con un hermano, me estoy enfrentando a mí mismo, pues yo soy parte de él y él es parte mía. Ya no puedo albergar odio contra nadie, pues todos los hombres, sean creyentes o no, han sido creados por Dios por amor e, igual que yo, están llamados a alimentarse del ser de Cristo. la Palabra viva de Dios.

 

Oración después de la comunión

Te pedimos, Señor, que el fruto del don del cielo penetre nuestros cuerpos y almas, para que sea su efecto, y no nuestro sentimiento, el que prevalezca siempre en nosotros. Por Jesucristo, nuestro Señor.

          El fruto del don del cielo que hemos recibido en la comunión es el Señor, que se une íntimamente con nosotros hasta asimilarnos a él y hacernos una sola cosa con él. Ya podemos decir con San Pablo con toda propiedad: “Mi vida es Cristo”. Pedimos al Padre que el fruto eucarístico, no sólo favorezca nuestra alma, sino que se extienda también al bien y salud de nuestro cuerpo. De esta forma podremos glorificarle con todo nuestro ser, interior y exterior, para que los demás, cuando vean nuestras buenas obras, puedan dar gracias al principal autor de las mismas. Que los dones que hemos recibido en este sacramento no queden reducidos a sentimientos fugaces, sino que permanezcan bien asentados en la fe a lo largo de nuestra vida.