Domingo 23 del Tiempo Ordinario. Ciclo A

Domingo 23 del Tiempo Ordinario. Ciclo A

Antífona de entrada

Señor, tú eres justo, tus mandamientos son rectos. Trata con misericordia a tu siervo (Sal 118, 137. 124).

                             Proclamamos la bondad y rectitud del Señor en todo lo que nos manda y le pedimos con humildad, conscientes de nuestra debilidad e inconstancia, que no deje de derramar su amor sobre nosotros o, para entendernos mejor, que deseemos con todas nuestras fuerzas acogernos al amor que necesariamente derrama sobre nosotros: Dios no sabe ni puede hacer otra cosa que amarnos.

Oración colecta

Señor, tú que te has dignado redimirnos y has querido hacernos hijos tuyos, míranos siempre con amor de padre y haz que cuantos creemos en Cristo, tu Hijo, alcancemos la libertad verdadera y la herencia eterna. Por nuestro Señor Jesucristo.

Al Señor, que nos ha liberado del pecado (“te has dignado redimirnos”), es decir, de creernos autosuficientes, y nos ha elevado a la dignidad de ser sus hijos, le pedimos que, como modelo y medida de toda paternidad, sintamos el efecto de su amor (“míranos siempre con amor de Padre”), nos ayude a desprendernos de todo lo que nos esclaviza y a desear los bienes imperecederos que, como a hijos, nos tiene reservados.

Lectura de la profecía de Ezequiel 33, 7-9

            Así dice el Señor: «A ti, hijo de Adán, te he puesto de atalaya en la casa de Israel; cuando escuches palabra de mi boca, les darás la alarma de mi parte. Si yo digo al malvado: “¡Malvado, eres reo de muerte!”, y tú no hablas, poniendo en guardia al malvado para que cambie de conducta, el malvado morirá por su culpa, pero a ti te pediré cuenta de su sangre; pero si tú pones en guardia al malvado para que cambie de conducta, si no cambia de conducta, él morirá por su culpa, pero tú has salvado la vida.»

La misión del centinela es crucial para la vida del pueblo. No puede alejarse de su puesto, ni dejar de mirar, ni perder su voz. Sería responsable de la catástrofe que pudiera sobrevenir a la ciudad, en el caso de que se presentase por sorpresa el enemigo.

Al profeta se le asigna esta misión en el pueblo de Dios: la de alertar a los fieles de los peligros que afectan a las relaciones con el Señor. La ciudad de Dios está, en cierto sentido, bajo su responsabilidad. Por eso tiene la obligación de advertir de la posibilidad de un peligro, advertencia que, si ello fuera necesario, puede tomar la forma de corrección e, incluso, de recriminación, pero siempre informada por el amor a Dios y al prójimo,

La advertencia puede ser a una persona particular, a un grupo o al pueblo entero, y ello conlleva la exigencia de dar cuentas de su comportamiento: la desgracia que sobrevenga sobre una persona o sobre la comunidad, si éstas no han sido previamente advertidas, pesará sobre su conciencia, aunque no será condenado por ello. Si cumple con su misión y la persona o grupo social afectados no hacen caso y caen en desgracia, él estará libre de responsabilidad en esta caída.

Todos los cristianos estamos invitados y obligados a ser centinelas los unos para los otros, pues todos somos miembros de un único cuerpo, el cuerpo de Dios, y no es indiferente para este cuerpo que uno o algunos de sus miembros se perjudiquen a sí mismos y dañen con ello a todos demás. La suerte de cada hermano en Cristo está inseparablemente unida a la mía, pues yo soy de él y él es mío.  

Salmo responsorial Sal 94, 1-2. 6-7. 8-9

Ojalá escuchéis hoy la voz del Señor: «No endurezcáis vuestro corazón.»

Venid, aclamemos al Señor, demos vítores a la Roca que nos salva;
entremos a su presencia dándole gracias, aclamándolo con cantos.

          El salmista invita a sus compatriotas a asociarse a las alabanzas al Señor, la roca firme a la que nos agarramos para no hundirnos en el abismo del sinsentido y el desamor, y a entrar en su presencia para darle gracias y reconocerle como el único Señor de la vida.

          Alabar (aclamar) al Señor significa poner en Él toda nuestra confianza, convencidos de que nuestra vida tiene su origen en Él y está sostenida por Él. Alabar a Dios es decir ‘no’ a nuestra autosuficiencia, declarándonos totalmente necesitados de Él. Alabar a Dios es hacer nuestras estas palabras del libro Los Proverbios: “Confía en el Señor con todo tu corazón, y no te apoyes en tu propio entendimiento. Reconócele en todos tus caminos, y Él enderezará todas tus sendas. No te consideres sabio a tus propios ojos” (Prov 3,5-7).

Entrad, postrémonos por tierra, bendiciendo al Señor, creador nuestro.
Porque él es nuestro Dios, y nosotros su pueblo, el rebaño que él guía.

          El salmista insiste a los compañeros a que entren y a que se pongan de rodillas como señal de reconocimiento, de adoración y de bendición al Creador de todas las cosas. Hay una razón poderosa para celebrar esta liturgia: el Señor es el autor de nuestra vida y se ocupa en todo momento de nosotros, como hace el pastor con sus ovejas, llevándola (nuestra vida) por el camino recto hacia los pastos verdes y abundantes.

          Estos gestos de adoración y bendición no deben quedarse sólo en las celebraciones litúrgicas. Han de extenderse al ámbito de nuestro vivir cotidiano, pues Dios no sólo se hace presente en el templo material, sino también en el templo espiritual de nuestro ser: “¿No sabéis que sois templo de Dios, y que el Espíritu de Dios mora en vosotros? Acostumbrémonos, por tanto, a entrar en nuestro templo interior para establecer un permanente diálogo con las Personas Divinas: “Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él, y haremos morada en él” (Jn 14,23). Esta unión íntima con Dios en la interioridad de nuestro ser no nos separa de los demás, pues las personas con las que desarrollamos nuestra vida son también templos en los que mora Dios, y ello conlleva actuar con ellas con la dignidad que, como morada de Dios, merecen. Este tratamiento debe concretarse en el servicio desinteresado a los demás, especialmente a los más necesitados, con los que de modo especial se identifica Cristo: “En verdad os digo que cuanto hicisteis a unos de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis” (Mt 25,40). Este servicio a nuestros hermanos es, por ello, una forma de hacer nuestras las palabras del salmo “Entremos y postrémonos por tierra, bendiciendo al Señor, creador nuestro”

Ojalá escuchéis hoy su voz: «No endurezcáis el corazón como en Meribá,
como el día de Masa en el desierto;

cuando vuestros padres me pusieron a prueba

y me tentaron, aunque habían visto mis obras»

          El salmista había oído que el pueblo, cuando atravesaba el desierto camino de la tierra prometida, dudó del Señor, a pesar de haber sido testigos de sus grandes hazañas, entre ellas la liberación de los egipcios. Se trataba esta vez del problema de la sed. En una de las acampadas por el desierto, a los israelitas les faltó agua para beber. Fue entonces cuando, torturados por la sed, murmuraron contra Moisés de esta forma: “¿Nos has hecho salir de Egipto para hacernos morir de sed, a nosotros, a nuestros hijos y a nuestros ganados? (Éx 17,3). Y fue en aquella ocasión cuando Moisés, bajo las órdenes del Señor, golpeó la roca con el bastón y de la misma brotó agua abundante (Éx 17,6).

          Ojalá escuchéis hoy su voz”. El Señor nos habla continuamente en la oración, en las exhortaciones de la Iglesia, en la lectura de su palabra, en los hermanos, en los acontecimientos: “Mañana tras mañana el Señor despierta mi oído para escuchar como los discípulos” (Is 50,4). A través del salmista, el Señor nos exhorta a que abramos nuestros oídos, a que, escuchándolo, renunciemos a las ocurrencias que salen de nuestro hombre pecador y a que nos dejemos transformar por su Palabra, pensando como Él y juzgando las cosas como Él, con la certeza de que este acomodarse a la Palabra del Señor nos llevará a la verdadera felicidad y a la verdad sobre lo que realmente somos, es decir, a la realización del plan que Dios proyectó sobre cada uno de nosotros al crearnos.

Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Romanos 13, 8-10

Hermanos: A nadie le debáis nada, más que amor; porque el que ama a su prójimo tiene cumplido el resto de la ley. De hecho, el «no cometerás adulterio, no matarás, no robarás, no envidiarás» y los demás mandamientos que haya, se resumen en esta frase: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo.» Uno que ama a su prójimo no le hace daño; por eso amar es cumplir la ley entera.

En el versículo anterior a este fragmento de la carta a los Romanos, San Pablo nos manda que cumplamos nuestras obligaciones con la sociedad, no teniendo deuda con nadie: “Dad a cada cual lo que se debe: a quien impuestos, impuestos; a quien tributo, tributo; a quien respeto, respeto; a quien honor, honor”, pero haciéndolo siempre movidos por el amor, como también recomienda San Pablo en la primera carta a los Corintios “Todo lo que hagáis, hacedlo con amor” (1 Cor 16, 14). Y es que en el amor se condensan todos los preceptos de la ley: si amo al prójimo de verdad, no le robaré, ni le mentiré ni le tendré envidia, sino, como a un hermano que es, le desearé siempre lo mejor. Y así sucede con todo el resto de las obligaciones y normas morales.

 “A nadie le debáis nada más que amor”.

Somos cristianos, discípulos de Cristo, porque “hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él” (1 Jn 4,16). A este amor estábamos destinados por decisión de Dios, el Padre de nuestro Señor Jesucristo, el cual “nos eligió en Cristo, antes de la fundación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia en el amor” ( Ef. 1,4). Estamos hechos, por tanto, para el amor; amar es nuestra única “tarea” y nuestra única deuda con Dios y con los hombres. El amor a Dios sobre todas las cosas y el amor al prójimo como a nosotros mismos son amores inseparables, pues quien dice “yo amo a Dios y odia a su hermano es un mentiroso”, ya que “quien no ama al prójimo a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve” (1 Jn 4,20).

El cristiano debe siempre amando, es decir, irradiando en todo momento sobre los demás la bondad de Dios que ha sido sembrada en su corazón. El amor es como la luz, que ilumina todo lo que está a su alcance. Cuando amo, estoy siendo yo mismo, pues realizo lo que por naturaleza conviene a un ser creado a imagen y semejanza de Dios, que es amor sin medida. Y, al contrario. Cuando no hago del amor la ley de mi vida, estoy violentándome como ser humano, una violencia que, necesariamente, me genera infelicidad.

El amor, antes de expresarse en acciones externas, es una disposición interior que preside todos nuestros actos. Esta actitud interior la debemos actualizar en todo momento a través de nuestra relación con Dios en la oración de la Iglesia y en nuestra oración privada. En nuestro trato con Dios aprendemos a mirar a los demás desde la perspectiva de Jesucristo: su amigo, independientemente de que me caiga bien o me desagrade, es mi amigo; incluso aprendo a amar al que me quiere mal o me persigue, pues, al rezar, mi entendimiento y mi voluntad se identifican con el entendimiento y la voluntad de Dios, haciendo mío el deseo de Cristo de amar hasta los enemigos:  “Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen, y orad por los que os ultrajan y os persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y hace llover sobre justos e injustos” (Mt 5, 44-45).

Aclamación al Evangelio 2 Cor   5, 19

Dios estaba en Cristo, reconciliando al mundo consigo, y a nosotros nos ha confiado la palabra de la reconciliación.

Cuando la Iglesia nos transmite el perdón, ya sea en el acto penitencial de la celebración eucarística o en el sacramento de la confesión, está actualizando el acto eterno del Padre que, en Cristo en la Cruz, reconcilia consigo al mundo.

Lectura del santo evangelio según san Mateo 18, 15-20

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: -«Si tu hermano peca, repréndelo a solas entre los dos. Si te hace caso, has salvado a tu hermano. Si no te hace caso, llama a otro o a otros dos, para que todo el asunto quede confirmado por boca de dos o tres testigos. Si no les hace caso, díselo a la comunidad, y si no hace caso ni siquiera a la comunidad, considéralo como un gentil o un publicano. Os aseguro que todo lo que atéis en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en el cielo. Os aseguro, además, que si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, se lo dará mi Padre del cielo. Porque donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos. »

En cierto modo la primera parte de este Evangelio es una continuación de la primera lectura de este domingo. Aquí aclara y concreta Jesús la manera de llevar a cabo el ejercicio de la corrección fraterna, otra forma necesaria de saldar la deuda de amor que tenemos con nuestros hermanos.

El móvil de la corrección fraterna cristiana no es el principio de acción-reacción, sino la caridad, virtud por la que amamos a Dios sobre todas las cosas y a nuestro prójimo como a nosotros mismos. La corrección fraterna aprovecha a quien la hace y a quien la recibe. Al primero le ofrece la oportunidad de ejercitar el mandamiento del amor que el Señor nos transmitió en la última cena: “Amaos los unos a los otros”; al que la recibe le proporciona las luces necesarias para recuperar e, incluso, acrecentar su unión con Cristo al enderezar el aspecto en que ha sido corregido,

El que un hermano, miembro de la comunidad, haya tenido la desgracia de cometer un pecado no sólo se hace daño a él: su pecado afecta seriamente a la vida de la comunidad de la que forma parte. En bien de la misma, y en el propio bien, se impone recuperar la oveja descarriada, que está en grave riesgo de romper los lazos que la unían al grupo. Pero para que este deber sea un acto de amor habrá que realizarlo con la máxima precaución y siguiendo los pasos que el Señor nos propone:

 “Repréndelo a solas”.

De esta forma intentamos evitar que se sienta avergonzado ante la comunidad y estaremos cumpliendo la exhortación de San Pablo de ejercitar al mismo tiempo la verdad y el amor. Así se lo recomienda a los cristianos de Éfeso: “Seamos sinceros en el amor para que crezcamos en todo hasta Aquél que es la Cabeza, Cristo” (Ef 4, 15).

 “Llama a otro o a otros dos”.

En el caso de que no haga caso de esta primera advertencia, habrá que buscar la ayuda de otros hermanos con el fin de conseguir, con la fuerza y testimonio de éstos, convencer al todavía hermano de la necesidad de dar un paso atrás. Es decir: hay que apurar todos los medios para que, si todavía estima en algo su pertenencia a la comunidad, reflexione y vuelva al sendero correcto. 

 “Díselo a la comunidad”.

Si insiste en desoír estas recomendaciones, habrá que acudir necesariamente a la propia comunidad, ya sea en sí misma, ya sea en sus representantes. Y si todavía persiste en su cerrazón, es él el que se desvincula y deja de ser miembro de la comunidad y, como tal, habrá que considerarlo ajeno a la misma, como son los gentiles. De esta manera imitamos el proceder del mismo Dios, que, poniendo todos los medios posibles para que el pecador vuelva al camino recto, respeta siempre su libertad. 

El poder de atar y desatar.

Jesús se está refiriendo a la Comunidad, es decir, a la Iglesia, a la que concede el poder de declarar si alguien debe ser considerado miembro de la misma o apartado de ella. Este poder "de atar y desatar" es concedido por Cristo a la Iglesia: en la persona de Pedro (Mt 16,19), en la de los apóstoles reunidos en el cenáculo (Jn 20,23) y en la misma comunidad reunida en su nombre (Mt 18,18).

La oración comunitaria.

Sin quitar valor alguno a la oración personal, el Señor destaca la eficacia de la oración hecha en común, lo“Si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, se lo dará mi Padre del cielo”, y   accederá a sus ruegos, no por el hecho sociológico de reunirse, sino porque Cristo se compromete a estar entre ellos como el que con su presencia dirige y guía a la comunidad, reunida en su nombre: “Porque donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos”.

Oración sobre las ofrendas

Oh, Dios, autor de la piedad sincera y de la paz, te pedimos que con esta ofrenda veneremos dignamente tu grandeza y nuestra unión se haga más fuerte por la participación en este sagrado misterio. Por Jesucristo, nuestro Señor.

Dios es el que crea en nosotros la verdadera religiosidad (‘la piedad sincera’) y la armonía con nosotros mismos y con los demás (la paz). La Iglesia nos invita a que, al ofrecer el sacerdote el pan y el vino, meditemos con verdadera veneración en la inmensa generosidad de su amor, y deseemos que, al participar en la comunión de este sacramento, se reafirme nuestra amistad con Él y nuestra concordia con nuestros hermanos. 

Antífona de comunión

Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no camina en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida, dice el Señor (Jn 8,12),

El mundo nos ofrece muchas luces con las que pretende iluminar nuestra vida y darle sentido, pero son luces que tarde o temprano -más bien temprano- se apagan: la luz del dinero, del placer, del bienestar material, de la fama... Solo la fe en Jesús, Camino, Verdad y Vida, puede, deshaciendo nuestras esclavitudes y oscuridades, esclarecer el trayecto de nuestra existencia. “Quien cree ve; ve con una luz que ilumina todo el trayecto del camino, porque llega a nosotros desde Cristo resucitado, estrella de la mañana que no conoce ocaso” (Papa Francisco, a Lumen fidei 1)

Oración después de la Comunión

Concede, Señor, a tus fieles, alimentados con tu palabra y vivificados con el sacramento del cielo, beneficiarse de los dones de tu Hijo amado, de tal manera que merezcamos participar siempre de su vida. Él, que vive y reina por los siglos de los siglos.

En la celebración litúrgica sustentamos nuestra vida espiritual con el alimento de la Palabra de Dios y con el manjar eucarístico, que nos asimila a la persona de Cristo, fundiendo nuestra vida con la suya. Pedimos al Padre que se acreciente nuestra conciencia de estas realidades para que, apropiándonos de los beneficios que nos trajo Jesucristo, participemos intensamente de su vida, pensando como Cristo y amando a los hombres como Cristo los ama.