Domingo 22 del Tiempo Ordinario Ciclo A
Antífona de entrada
Piedad de mí, Señor, que a ti te estoy llamando todo el día, porque tú, Señor, eres bueno y clemente, rico en misericordia con los que te invocan (Sal 85,3. 5)
Como el amigo inoportuno de la parábola, que no paró de llamar hasta que le abrieron la puerta (Lc 11 5-10), el salmista insiste una y otra vez al Señor para que se compadezca de él -“Te estoy llamando todo el día”-. Tiene buenas razones para justificar su insistencia: el Señor le ha colmado siempre de su bondad y de su amor y ha olvidado, no sólo sus infidelidades, sino las de todos aquéllos que acuden a Él. La Biblia entera está salpicada de esta gran verdad: “Justo es el Señor en todos sus caminos, Y misericordioso en todas sus obras. Cercano está el Señor de todos los que lo invocan, de todos los que lo invocan sinceramente” (Sal 145,17-18).
Dios todopoderoso, que posees toda perfección, infunde en nuestros corazones el amor de tu nombre y concédenos que, al crecer nuestra piedad, alimentes todo bien en nosotros y con solicitud amorosa lo conserves. Por nuestro Señor Jesucristo.
Con la certeza y confianza de que “el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado” (Rm 5,5), evocamos su inmenso poder, su excelencia y superioridad en todo para pedir al Señor que cambie nuestro corazón de piedra en un corazón capaz de amarlo sobre todas las cosas y con todas nuestras fuerzas; que nos haga crecer en las virtudes cristianas y en las buenas obras; y que nos mantenga firmes en el crecimiento espiritual que, con su necesaria e inestimable ayuda, vayamos alcanzando.
Lectura del libro de Jeremías 20,7-9
Me sedujiste, Señor, y me dejé seducir; has sido más fuerte que yo y me has podido. He sido a diario el hazmerreír, todo el mundo se burlaba de mí. Cuando hablo, tengo que gritar, proclamar violencia y destrucción. La palabra del Señor me ha servido de oprobio y desprecio a diario. Pensé en olvidarme del asunto y dije: «No lo recordaré; no volveré a hablar en su nombre»; pero había en mis entrañas como fuego, algo ardiente encerrado en mis huesos. Yo intentaba sofocarlo, y no podía.
El anuncio de la Palabra de Dios, sin rebajas ni paños calientes, se hace para Jeremías insoportable. La tarea que le ha sido encomendada le obliga a denunciar las injusticias cometidas por el pueblo y a tener que predecir violencias, fracasos y ruina. ¿Qué consigue con ello? El oprobio y el desprecio de todos: una tarea, además de inútil, desagradable y enojosa. Jeremías llega a sentirse engañado por el mismo Dios. Por eso decide abandonar y no proclamar más su Palabra. Pero es entonces cuando su situación se hace todavía más insoportable, pues la palabra ‘no dicha’ es como fuego que le quema las entrañas.
También el cristiano debe hablar y arriesgarse a ser el hazmerreír del pueblo, si quiere comprometerse en la tarea evangelizadora que a todos compete como discípulos de Cristo. El cristiano debe exponerse al desprecio y a las burlas de los que le rodean, al qué dirán, a la opinión pública y, según su responsabilidad eclesial, a los medios de comunicación y a los ataques ideológicos. La tentación de callar y dejar que el mundo siga sus derroteros resonará continuamente en los oídos del alma: ¿de qué me sirve comprometerme en la difusión del Evangelio, si nadie me escucha y las cosas siguen igual? Este silencio, sin embargo, debería quemar también mis entrañas, como quemaba las del profeta, e impulsarme a continuar en la lucha y a esperar, como Abraham -contra toda esperanza- la realización de las promesas de Dios. Resistir en medio del desprecio, de las injurias y de las burlas de los hombres: esto es seguir a Cristo, quien, despreciado e injuriado como nadie había sido despreciado e injuriado antes, tomó sobre sí el rechazo del mundo y lo venció y superó desde su entrega total a la voluntad del Padre. (Ideas extraídas del libro Luz de la Palabra de Hans Urs von Balthasar. Ed. Encuentro. pp. 100-101).
Salmo Responsorial Salmo 62 (63)
Mi alma está sedienta de ti, Señor, Dios mío.
Oh, Dios, tú eres mi Dios, por ti madrugo, mi alma está sedienta de ti; mi carne tiene ansia de ti, como tierra reseca, agostada, sin agua.
En un ambiente idolátrico y en un momento de persecución, el salmista proclama su lealtad al Dios de Israel, el Creador de todas las cosas, el único Dios que puede salvarlo de las trampas que le ponen sus enemigos. Alejado a la fuerza de la casa de su Dios, se despierta sobresaltado por la noche, suspirando por la presencia de Aquél que tiene en sus manos su felicidad -“Por ti madrugo”-. La ausencia del Señor le provoca la falta de algo esencial sin lo que no puede vivir: se siente como un árbol plantado en una tierra seca que espera impaciente la lluvia. En un mundo como el nuestro, plagado también de falsos dioses (poder, consumo, bienestar, prestigio…) que reclaman nuestra adoración, reconocemos, con el salmista, al Único Dios, al Dios que anunciaron los profetas y que se ha hecho visible en Jesucristo, el buen pastor, que nos lleva de la mano a las verdes praderas repletas de pastos abundantes y de fuentes de agua viva, en las que encontramos el verdadero reposo de nuestras almas. Es por este Dios, por el Dios de Jesucristo, por el que suspiraba San Pablo de esta manera: “Estimo como pérdida todas las cosas en vista del incomparable valor de conocer a Cristo Jesús, mi Señor, por quien lo he perdido todo, y lo considero como basura a fin de ganar a Cristo” (Fil 3,8)
¡Cómo te contemplaba en el santuario viendo tu fuerza y tu gloria! Tu gracia vale más que la vida, te alabarán mis labios.
El salmista, que pasa por un mal momento, recuerda con nostalgia los buenos ratos pasados en la casa de Dios, contemplando “su poder y su gloria”, un poder y una gloria que le llenaban de coraje y valentía para desarrollar las tareas que el Señor le encomendaba y para salir triunfante de sus enemigos. El estar junto al Señor es para él más valioso que la propia vida y este convencimiento lo celebra con cantos de alabanza que brotan espontáneamente de sus labios, pero que han sido gestados antes en su corazón. En estos tiempos, en que tanto se insiste en la actividad y en el compromiso, nos hace falta una fuerte dosis de espiritualidad en la que pongamos en el lugar que se merece la amistad con el Señor. De este modo haremos realidad aquellas palabras de Jesús durante la última cena en las que consideraba amigos a sus discípulos y, en ellos a todos nosotros: “A vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer” (Jn 15,15). La amistad con el Señor, llevada a cabo en el trato íntimo con Él, no me quita tiempo ni intensidad para preocuparme y ocuparme del prójimo. Todo lo contrario. En ella encuentro la fuerza para para entregarme sin reservas a los demás. Como escribía Benedicto XVI, “En el encuentro íntimo con el Señor aprendo a mirar a (los demás) no ya sólo con mis ojos y sentimientos, sino desde la perspectiva de Jesucristo. Su amigo es mi amigo.” “Al verlo con los ojos de Cristo, puedo dar al otro mucho más que cosas externas necesarias: puedo ofrecerle la mirada de amor que él necesita” (Deus caritas est, 18).
Toda mi vida te bendeciré y alzaré las manos invocándote. Me saciaré como de enjundia y de manteca, y mis labios te alabarán jubilosos.
Cantos de alabanza, de bendición y de invocación que promete prolongar durante toda su vida y que serán el suculento alimento de su alma. De cuando en cuando revive la experiencia de la protección divina y la sensación de bienestar que genera el estar al lado de su Dios. Sabe que su vida pende completamente del Él y está sostenida por Él.
El recuerdo del Señor, que debe estar presente en todos los momentos de nuestra vida, lo actualizamos cuando hacemos nuestra la recomendación de San Pablo: “Orad sin cesar y dad gracias en todo, porque ésta es la voluntad de Dios para con vosotros en Cristo Jesús” (Tes 5, 17-18).
“Me saciaré como de enjundia y de manteca”. El salmista habla figuradamente, pues, en su caso, afirma que los que para él es un rico alimento para su alma es el estar en la presencia de Dios. Nosotros, en cambio, cuando recibimos la santa comunión, no sólo nos saciamos de su presencia, sino del mismo cuerpo del Señor, que se nos da como alimento de nuestras almas. Esto es lo que sobre la Eucaristía dijo el Papa Urbano IV en 1264, al instituir la fiesta del Corpus Christi: “La Eucaristía es un alimento que restaura y nutre verdaderamente, sacia en sumo grado no el cuerpo, sino el corazón; no la carne, sino el espíritu; no las vísceras, sino el alma. El hombre tenía necesidad de un alimento espiritual, y el Salvador misericordioso proveyó, con piadosa atención al alimento del alma con el manjar mejor y más noble”.
Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Romanos 12,1-2
Os exhorto, hermanos, por la misericordia de Dios, a que presentéis vuestros cuerpos como sacrificio vivo, santo, agradable a Dios; este es vuestro culto espiritual. Y no os amoldéis a este mundo, sino transformaos por la renovación de la mente, para que sepáis discernir cuál es la voluntad de Dios, qué es lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto.
Este capítulo 12 de la carta a los Romanos comienza con la conjunción consecutiva ‘por lo tanto’, que enlaza este texto con la primera parte de la carta, en la que se describe la salvación traída por Cristo. Ahora toca exponer las consecuencias prácticas que se derivan de esta salvación. Después de haber conocido lo que Dios ha hecho por nosotros, hay que vivir de otra manera.
San Pablo exhorta a los romanos, “por la misericordia de Dios”, es decir, por el amor que Dios ha derramado sobre nosotros, a que ofrezcamos nuestros cuerpos (=nuestras personas) como un sacrificio “vivo, santo y agradable a Dios”.
Un sacrificio vivo, ya que, habiendo muerto con Cristo, participamos ya de la nueva vida que Cristo adquirió para nosotros por su muerte y resurrección; un sacrificio santo, pues nuestra identificación con Cristo hace de nuestra existencia una vida sin mancha y, por ello, nuestro sacrificio es agradable a los ojos de Dios. Con el ofrecimiento de nuestras personas, los cristianos damos a Dios el culto razonable que se le debe, razonable por ser un culto conforme a las exigencias de la razón natural y por responder a las exigencias de esta razón iluminada por el espíritu de Cristo.
Nuestro ofrecimiento a Dios debe traducirse en un servicio continuado a los demás. Si por el bautismo nos hemos incorporado a Cristo y a su misión, debemos acomodar nuestra vida a la vida de Cristo “que no vino a ser servido, sino a servir y a dar la vida en rescate por muchos” (Mc 10,40). Nuestra existencia debe convertirse, como la de Cristo, en una pro-existencia, es decir, en una existencia comprometida en la ayuda a todos los hombres y, de modo especial y más urgente, a los más necesitados.
“No os amoldéis a este mundo”, es decir, no adoptéis las maneras de pensar, los gustos y las costumbres de este mundo, efímero y cambiante, que sacrifica todo a las apariencias, y en el que Dios no cuenta para nada. Ello no significa que vivamos separados de las personas que viven al margen de Dios. Al contrario. Los cristianos viven en el mundo como luz para que los hombres, “viendo nuestras buenas obras, glorifiquen a nuestro Padre que está en los cielos” (Mt 5, 16).
“Transformaos por la renovación de la mente”. La única forma de eliminar el error de pensar al modo de este mundo es reemplazarlo con la verdad de Dios, cuya fuente infalible es la palabra revelada, recibida e interpretada en la Iglesia. Por esta transformación de nuestra mente y de nuestro corazón oró Cristo al Padre en su oración sacerdotal de la última cena: “Santifícalos en la verdad; tu palabra es la verdad” (Jn 17, 17). Al transformar nuestra mente según el pensamiento de Cristo, conocemos lo que Dios quiere de nosotros y estaremos preparados para cumplir su voluntad, realizando las obras buenas y perfectas que son agradables a sus ojos.
Aclamación al Evangelio
Aleluya, aleluya, aleluya. El Padre de nuestro Señor Jesucristo ilumine los ojos de nuestro corazón, para que comprendamos cuál es la esperanza a la que nos llama.
Lo que realmente nos gratifica como seres humanos no son las efímeras esperanzas que nos promete este mundo, regido en gran medida por relaciones egoístas e insolidarias, sino la gran esperanza de la vida eterna, la vida que satisface, ya desde ahora, nuestros deseos más profundos de felicidad. Que el Padre del cielo ilumine los ojos del corazón para poder calibrar el alcance de esta vida que se nos regala.
Lectura del santo evangelio según san Mateo 16,21-27
En aquel tiempo, comenzó Jesús a manifestar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén y padecer allí mucho por parte de los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, y que tenía que ser ejecutado y resucitar al tercer día. Pedro se lo llevó aparte y se puso a increparlo: «¡Lejos de ti tal cosa, Señor! Eso no puede pasarte». Jesús se volvió y dijo a Pedro: «¡Ponte detrás de mí, Satanás! Eres para mí piedra de tropiezo, porque tú piensas como los hombres, no como Dios». Entonces dijo a los discípulos: «Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá; pero el que la pierda por mí, la encontrará. ¿Pues de qué le servirá a un hombre ganar el mundo entero, si pierde su alma? ¿O qué podrá dar para recobrarla? Porque el Hijo del hombre vendrá, con la gloria de su Padre, entre sus ángeles, y entonces pagará a cada uno según su conducta.
En el Evangelio de hoy asistimos al momento en que Jesús intenta desmontar de la mente de los discípulos las ideas de un mesías terreno, político y glorioso, instruyéndoles sobre la verdadera naturaleza de su misión, al presentarse como un Mesías que, como el “siervo de Yahvé” de Isaías, tiene que padecer mucho por parte de los ancianos, príncipes de los sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar al tercer día. Ante el desconcierto de los discípulos, Pedro, influido sin duda por los prejuicios mesiánicos que circulaban entre la gente, y movido también por el amor que le profesaba, manifiesta, con la vehemencia que le caracteriza, su oposición y disgusto a lo anunciado por Cristo. Visiblemente contrariado por esta intervención del apóstol, Jesús se vuelve hacia Pedro y, llamándole Satanás, le acusa de ser una piedra de tropiezo que se interpone en el camino que Dios le ha señalado. En este pasaje evangélico apreciamos con total claridad lo sorprendente e inescrutable que nos resultan los planes de Dios, aquello de que “los pensamientos de Dios no son nuestros pensamientos ni sus caminos no son los nuestros” (Is 55,8).
Después de este episodio, Jesús, aprovechando las palabras dichas a Pedro, aclara a los discípulos las exigencias que conlleva su seguimiento: “Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga”.
Seguir a Cristo no es ninguna imposición, sino una opción voluntaria de quien, habiendo conocido las ventajas que este seguimiento supone, decide secundar sus pasos.
La negación de sí mismo no significa odiarse ni renunciar a la propia personalidad. Negarse a sí mismo es renunciar a dirigir de forma autónoma nuestra vida y nuestras decisiones, reconociendo que no nos pertenecemos, que estamos bajo el señorío de Jesucristo: “No sois vuestros, pues habéis sido comprados a buen precio” (1 Cor 6, 19-20).
La cruz que hay que tomar no se refiere sólo a los sufrimientos y frustraciones de cada día, sino sobre todo al seguimiento y compromiso con Cristo hasta estar dispuesto a morir con él: “Con Cristo estoy crucificado y no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí” (Gal 2, 20). Al decidir seguir a Cristo renunciamos a nuestros propios criterios y gustos y a planificar nuestro futuro desde nosotros mismos. En su lugar, encontramos la vida verdadera, la que de verdad importa: “Quien quiera salvar su vida, la perderá; pero el que la pierda por mí, la encontrará”. Una vida que se quede en el acaparamiento de riquezas materiales o en el éxito social o político deja al hombre en el sinsentido y vacío más absolutos. Si no la cambiamos por la vida que nos ofrece Cristo, una vida entregada plenamente a la voluntad de Dios y al servicio de nuestros hermanos, fracasaremos totalmente en el proyecto que Dios ha decidido para cada uno de nosotros: ¿De qué le servirá a un hombre ganar el mundo entero, si pierde su alma?
A lo largo de nuestra existencia terrena Dios nos ofrece muchas oportunidades para intercambiar la propia vida por la vida de Cristo. Al final de los tiempos, cuando venga Cristo, rodeado de sus ángeles, se pondrá a la luz lo que cada hombre ha decidido hacer con su vida: “El Hijo del hombre vendrá, con la gloria de su Padre, entre sus ángeles, y entonces pagará a cada uno según su conducta”.
Oración sobre las ofrendas
Señor, que esta ofrenda santa nos alcance siempre tu bendición salvadora, para que perfeccione con tu poder lo que realiza en el sacramento. Por Jesucristo, nuestro Señor.
Las ofrendas del pan y el vino se convertirán en el cuerpo y en la sangre de Cristo, es decir, en su persona. Le pedimos al Padre que este milagro que se va a realizar en el momento de la Consagración sirva realmente para nuestra salvación, para llevar a su perfección lo que ya desde ahora vivimos por la fe: asimilarnos a Cristo para ser una sola cosa con Él. Para ello activamos la conciencia de que somos habitados por el Espíritu Santo: es Él el que robustecerá nuestro deseo de que así sea.
Antífona de comunión
Qué bondad tan grande, Señor, reservas para los que te temen (Sal 30,20).
Nos disponemos a recibir la comunión, disfrutando en esperanza de las bondades y riquezas abundantes de las que el Señor nos va a colmar. Al recibir a Cristo sabemos que con él recibimos estas riquezas y la fuerza para llenar nuestra vida de obras de amor con nuestros hermanos.
Oración después de la comunión
Saciados con el pan de la mesa del cielo, te pedimos, Señor, que este alimento de la caridad fortalezca nuestros corazones y nos mueva a servirte en nuestros hermanos. Por Jesucristo, nuestro Señor.
Si al ingerir un alimento lo asimilamos a nuestro cuerpo, en la comunión ocurre al revés: en lugar de asimilar a Cristo a nuestro ser, somos nosotros quienes somos asimilados a su persona. Después de comulgar podemos afirmar con propiedad que “ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí”. Desde esta unión tan íntima con el Señor, pedimos al Padre que nos haga fuertes en el amor para que nuestra vida sea una ofrenda continua a nuestros hermanos, principalmente a los más necesitados, a aquellos en los que el Señor se hace presente de manera especial. “Cuanto hicisteis a unos de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis” (Mt 25, 40).