Domingo 22 Tiempo Ordinario B

Vigesimosegundo domingo del tiempo ordinario B

Antífona de entrada

           Piedad de mí, Señor, que a ti te estoy llamando todo el día, porque tú, Señor, eres bueno y clemente, rico en misericordia con los que te invocan (Sal 85,3. 5).

Sólo unidos al Señor, que colma con su bondad y con su amor a quienes le invocan y que perdona siempre nuestras infidelidades, encontramos la vida verdadera, aquella que satisface plenamente nuestras verdaderas necesidades y nuestros deseos más hondos.

 Oración colecta

           Dios todopoderoso, que posees toda perfección, infunde en nuestros corazones el amor de tu nombre y concédenos que, al crecer nuestra piedad, alimentes todo bien en nosotros y con solicitud amorosa lo conserves. Por nuestro Señor Jesucristo.

Evocando su inmenso poder y su excelencia y superioridad en todo, pedimos al Señor que nos conceda el poder amarlo sobre todas las cosas y con todas nuestras fuerzas, que nos haga crecer en las virtudes cristianas y en las buenas obras y que nos mantenga firmes en este crecimiento que, con su necesaria e inestimable ayuda, vamos alcanzando.

 Lectura del libro del Deuteronomio - 4,1-2. 6-8

      Moisés habló al pueblo, diciendo: «Ahora, Israel, escucha los mandatos y decretos que yo os enseño para que, cumpliéndolos, viváis y entréis a tomar posesión de la tierra que el Señor, Dios de vuestros padres, os va a dar. No añadáis nada a lo que yo os mando ni suprimáis nada; observaréis los preceptos del Señor, vuestro Dios, que yo os mando hoy. Observadlos y cumplidlos, pues esa es vuestra sabiduría y vuestra inteligencia a los ojos de los pueblos, los cuales, cuando tengan noticia de todos estos mandatos, dirán: Ciertamente es un pueblo sabio e inteligente esta gran nación”. Porque ¿dónde hay una nación tan grande que tenga unos dioses tan cercanos como el Señor, nuestro Dios, siempre  que lo invocamos? Y ¿dónde hay otra nación tan grande que tenga unos mandatos y decretos tan justos como toda esta ley que yo os propongo hoy?»

           Moisés, en nombre de Dios, se dirige al pueblo para darle a conocer sus mandatos y decretos. El fiel cumplimiento de los mismos será premiado con una vida feliz en la tierra que Dios promete darles. A estos mandatos -continúa Moisés- no se les debe añadir ni quitar nada. 

           El autor de este texto, escrito varios siglos después de la muerte de Moisés, sabía lo que decía. Los escribas habían añadido un sin fin de normas, prohibiciones, regulaciones y costumbres a la Ley mosaica. Pretendían con ello facilitar su cumplimiento, aunque lo que consiguieron fue complicarla y -lo que es peor- hacer que el pueblo se quedase en lo exterior, olvidando lo verdaderamente importante. Es verdad que no fue Moisés el que dijo las palabras de la lectura, pero retratan perfectamente su pensamiento y su probada entrega a la dirección del pueblo elegido.

           En el momento en que se escribe el texto el pueblo ha demostrado sobradamente su infidelidad a Dios, incumpliendo los mandamientos a los que se comprometió en el momento de la formalización de la Alianza en el Sinaí. Sus repetidas caídas, a pesar de las continuas advertencias de los profetas les acarreó, entre otros, el castigo del abandono forzoso de la tierra de muchos judíos en el exilio en Babilonia. De esta desobediencia general del pueblo se libra un pequeño resto de verdaderos creyentes, que nunca abandonó los caminos del Señor.

           El Señor les da otra oportunidad en los mismos términos que la primera vez, insistiendo una vez más en el respeto íntegro de la ley, “no (añadiendo) nada a lo que yo os mando ni (suprimiendo) nada”. Sólo siendo fieles al Señor, observando sus mandamientos, podrán conservar para siempre la tierra de sus padres y ser felices en ella.

         El Señor les anima a esta observancia de la Ley asegurándoles que serán reconocidos en todas las naciones de la tierra como un pueblo realmente sabio e inteligente, pues tienen las leyes que con más seguridad conducen a la felicidad, a la realización de la justicia y a la concordia. Y todavía más. Podrán presumir de un  Dios cercano a sus vidas, un Dios que realmente se preocupa de sus problemas: “¿dónde hay una nación tan grande que tenga dioses tan cercanos como el Señor, nuestro Dios, siempre que lo invocamos?”.

            “No penséis que he venido a abolir la Ley y los Profetas. No he venido a abolir, sino a dar cumplimiento” (Mt 5,17). Con estas palabras, Cristo, como nuevo Moisés, proclama su Nueva Ley, que completa y da cumplimiento a la Antigua. La completa, no en el sentido de añadir más preceptos, sino de englobarlos todos en la Ley del Amor. “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente; y a tu prójimo como a ti mismo” (Lc 10,27)

           No hay que añadir ni quitar nada a éste Ley, pues el amor es suficiente: “No debáis nada a nadie -exhorta San Pablo a los Romanos-, sino el amaros unos a otros, porque el que ama a su prójimo ha cumplido la ley” (Rm 13,8).

          “Ciertamente es un pueblo sabio e inteligente esta gran nación. ... con un Dios tan cercano como el Señor, nuestro Dios, siempre que lo invocamos ... y con unos mandatos y decretos tan justos como toda esta ley que yo os propongo hoy”.

           Teniendo como centro de nuestra vida al Dios del amor, y cumpliendo el mandato de amar a nuestros semejantes, la gran familia de los discípulos de Cristo -el Nuevo Israel (la Iglesia)- será realmente una antorcha que ilumine la oscuridad y el vacío de nuestro mundo haremos presente en el mundo a Cristo, el Dios con nosotros, que se rebaja hasta lavar los pies a sus discípulos y entrega voluntariamente su vida por nuestra liberación. Efectivamente. Todos los pueblos reconocerán que en la Ley de Cristo se encuentra el camino hacia una auténtica humanización. 

           Teniendo como centro de nuestra vida al Dios del amor y cumpliendo el mandato de amar a nuestros semejantes, seremos de verdad -es lo que Cristo espera de nosotros- Luz del mundo Sal de la tierra. “Sólo el amor es digno de fe”, reza el título de un libro de un prestigioso teólogo.

Salmo responsorial -  14 (15)

Señor, ¿quién puede hospedarse en tu tienda?

El que procede honradamente y practica la justicia, el que tiene intenciones leales y no calumnia con su lengua. (1)

 El que no hace mal a su prójimo ni difama al vecino. El que considera despreciable al impío y honra a los que temen al Señor. (2)

El que no presta dinero a usura ni acepta soborno contra el inocente. El que así obra nunca fallará. (3)

           El salmo 14, como otros muchos, parece ser una liturgia de entrada en el templo. Los fieles se acercarían en procesión, respondiendo al salmista que canta esta plegaria en forma de pregunta:“Señor, ¿quién puede hospedarse en tu tienda?”. Una oración similar a la del salmo 24, de similares características -“¿Quién subirá al monte del Señor?, ¿quién podrá estar en su recinto santo?- y unas respuestas parecidas -“el hombre de manos inocentes y puro corazón”. Se trata, en uno y otro caso, de entrar en la presencia de Dios, de vivir con Él, participando de su intimidad, y para ello es necesario un ejercicio de pureza interior.

           En las puertas o fachadas de los templos egipcios y babilónicos se podían leer las condiciones que debían cumplir los fieles antes de entrar en el recinto sagrado, condiciones casi siempre referidas a la pureza exterior (abluciones, determinados gestos o movimiento del cuerpo, utilización de una vestimenta especial...). En el salmo 14, en cambio, se exige la purificación interior de la conciencia. Sus versículos recuerdan el espíritu de denuncia de los grandes profetas sobre de la separación que se daba entre el culto y la vida, entre la oración litúrgica y el compromiso social: “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí”. Así -en el evangelio de hoy- contesta Jesús a unos escribas, que le pedían cuentas del mal comportamiento de sus discípulos, pues no seguían las costumbres de los mayores. La verdadera adoración a Dios está necesariamente unida a la integridad moral, a la práctica de la justicia y a la sinceridad del corazón: sólo le está permitido vivir junto al Señor a quien “procede honradamente, práctica la justicia y tiene intenciones leales”.

Esta integridad moral debe traducirse en actitudes concretas de cercanía a los demás, huyendo de todo lo que les puede hacer daño, “no calumniando, ni difamando, ni sobornando al vecino”. Nos vienen a la mente aquellas palabras de San Juan: “Si alguno dice: «Amo a Dios», y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve” (1Jn 4,20).

“La condición para llegar a Dios -afirma Benedicto XVI sobre el salmo 14- es simplemente el contenido esencial del Decálogo, poniendo el acento en la búsqueda interior de Dios, en el caminar hacia Él (primera tabla) y en el amor al prójimo, en la justicia para con el individuo y para con la comunidad (segunda tabla)” (Jesús de Nazaret, Las bienaventuranzas).

 Lectura de la carta del apóstol Santiago - 1,16b-18. 21b-22. 2

           Mis queridos hermanos: Todo buen regalo y todo don perfecto viene de arriba, procede del Padre de las luces, en el cual no hay ni alteración ni sombra de mutación. Por propia iniciativa nos engendró con la palabra de la verdad, para que seamos como una primicia de sus criaturas. Acoged con docilidad esa palabra, que ha sido injertada en vosotros y es capaz de salvar vuestras vidas. Poned en práctica la palabra y no os contentéis con oírla, engañándoos a vosotros mismos. La religiosidad auténtica e intachable a los ojos de Dios Padre es esta: atender a huérfanos y viudas en su aflicción y mantenerse incontaminado del mundo.

           “Mis queridos hermanos”. El apóstol se dirige con cariño a sus hermanos judíos que, dispersos por todo el mundo conocido, han aceptado a Jesús como el Mesías esperado. En estas primeras líneas de la lectura contemplamos a Dios como Padre y Creador de todo bien: “Todo buen regalo y todo don perfecto viene de arriba, del Padre de las luces, en el cual no hay alteración ni sombra de mutación”De Él procede la luz que ilumina el corazón, la conciencia y la inteligencia del hombre que teme al Señor ( = que se toma en serio a Dios en su vida). Las luces con las que el mundo pretende orientar nuestro caminar son sólo luces aparentes, incapaces de iluminar el trayecto completo de la vida. Sólo Cristo, la Luz verdadera, puede esclarecer todos los recovecos de nuestra existencia terrena, incluyendo el último tramo, el de la soledad de la muerte.

           Es del Padre también de quien procede nuestra existencia, nuestra existencia natural, al crearnos de la nada, y nuestra existencia cristiana, al engendrarnos a la vida de hijos de Dios a través de su Palabra. De esta forma, nos ha hecho primicias de esta nueva creación -se refiere a los hermanos a los que va dirigida la carta por haber sido los primeros en recibir la palabra de Cristo-.

           Esta Palabra ha sido tan profundamente injertada en nuestro ser como para “ser capaz de salvar nuestras vidas. Pero para que realmente pueda liberarnos de una vida insulsa -que va de acá para acá, sin ningún tipo de metas- y llevarnos a la vida de la plena felicidad, debemos acogerla con la máxima docilidad, valorándola como nuestro tesoro más preciado y como el don más perfecto que nos ha regalado el Padre. Acogerla de verdad conlleva llevarla a la práctica. El limitarse a oírla, a meditar en ella e, incluso, a defenderla ante los hombres, no es, en modo alguno, suficiente. De esta forma nos quedamos en el plano teórico y nuestra fe es una fe vacía o, como dirá Santiago en esta misma carta, una fe muerta: “¿De qué aprovechará si alguno dice que tiene fe, y no tiene obras? La fe, si no tiene obras, es muerta en sí misma” (Sant 2,14.17).

           Con un sencillo ejemplo nos explica el apóstol en que consiste una fe muerta: “Si un hermano o una hermana están desnudos, y tienen necesidad del mantenimiento de cada día, y alguno de vosotros les dice: Id en paz, calentaos y saciaos, pero no les dais las cosas que son necesarias para el cuerpo, ¿de qué aprovecha?”. Y es así como concluye nuestra lectura. “La religiosidad auténtica e intachable a los ojos de Dios Padre es esta: atender a huérfanos y viudas en su aflicción y mantenerse incontaminado del mundo”.

           Esta atención continua a las personas necesitadas y desfavorecidas requiere de la gracia de Dios, “que obra en  nosotros el querer y el hacer, según  su  beneplácito” (Fil 2,13). Es el Padre el que nos lo concede también como un don de lo alto, siempre que “nos mantengamos incontaminados del mundo, es decir, libres de los muchos ídolos que reclaman nuestro servicio y adoración. Y ello sólo es posible si estamos unidos a Cristo mediante el trato asiduo con Él en la oración y en la conciencia de que camina siempre a nuestro lado: “El que permanece en mí y yo en él, ese da mucho fruto, porque separados de mí, no podéis hacer nada” (Jn 15,5)

 Aclamación al Evangelio

           Aleluya, aleluya, aleluya. Por propia iniciativa el Padre nos engendró con la palabra de la verdad, para que seamos como una primicia de sus criaturas.

 Lectura del santo evangelio según san Marcos - 7,1-8. 14-15. 21-23

           En aquel tiempo, se reunieron junto a Jesús los fariseos y algunos escribas venidos de Jerusalén; y vieron que algunos discípulos comían con manos impuras, es decir, sin lavarse las manos. (Pues los fariseos, como los demás judíos, no comen sin lavarse antes las manos, restregando bien, aferrándose a la tradición de sus mayores, y al volver de la plaza no comen sin lavarse antes, y se aferran a otras muchas tradiciones, de lavar vasos, jarras y ollas). Y los fariseos y los escribas le preguntaron: «¿Por qué no caminan tus discípulos según las tradiciones de los mayores y comen el pan con manos impuras?» Él les contestó: «Bien profetizó Isaías de vosotros, hipócritas, como está escrito: Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. El culto que me dan está vacío, porque la doctrina que enseñan son preceptos humanos”. Dejáis a un lado el mandamiento de Dios para aferraros a la tradición de los hombres». Llamó Jesús de nuevo a la gente y les dijo: «Escuchad y entended todos: nada que entre de fuera puede hacer al hombre impuro; lo que sale de dentro es lo que hace impuro al hombre. Porque de dentro, del corazón del hombre, salen los pensamientos perversos, las fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, codicias, malicias, fraudes, desenfreno, envidia, difamación, orgullo, frivolidad. Todas esas maldades salen de dentro y hacen al hombre impuro».

           La escena se desarrolla con mucha probabilidad en Galilea. Se acercan a Jesucristo un grupo de fariseos del lugar, al que se añaden algunos escribas, procedentes de Jerusalén. El objetivo de la presencia de los unos y los otros era probablemente apartar a las personas del lugar de la influencia de Jesús en lo referente a las tradiciones de los antiguos, que, en el correr de los años, se habían ido adhiriendo a los mandamientos dictados por Moisés. El evangelista aprovecha para informar al lector gentil de las muchas tradiciones de los judíos, referentes a lavarse y restregarse las manos antes de comer, a bañarse a la vuelta del mercado, a fregar vasos, jarras y ollas, y otros ritos semejantes, con el fin de evitar todo tipo de contaminación.

           Al observar que los discípulos estaban comiendo sin haberse lavado las manos, acudieron a Jesús. La pregunta no puede ser más directa: “¿Por qué no caminan tus discípulos según las tradiciones de los mayores y comen el pan con manos impuras?”. Jesús, conocedor de las Escrituras, responde con una cita del Antiguo Testamento, concretamente del profeta Isaías: “Este pueblo me honra con los labios, pero mi corazón está lejos de mí ...”, y sobre ella hace el siguiente comentario:“Dejáis a un lado el mandamiento de Dios para aferraros a la tradición de los hombres”

           Ciertamente, el mandamiento al que Jesús se refiere es el mandamiento del amor a Dios y del amor al prójimo, como se muestra en los versículos siguientes, que no aparecen en la lectura. En ellos echa en cara a los guardianes de la Ley el permitir saltarse a la torera el mandato de Dios de honrar a los padres, sirviéndose de una tradición -ofrecer al templo los bienes con los que se debe ayudar a los progenitores- que en la práctica no les compromete a nada (Mc 7, 10-13).

           “No todo el que me diga: "Señor, Señor, entrará en el Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial”. Esta denuncia de Jesús tiene para nosotros plena actualidad, pues hoy como ayer sigue existiendo en nuestras parroquias una falsa religiosidad, que reduce la relación con Dios a unos ritos y rezos que nada tienen que ver con la vida concreta, una religiosidad intimista que no nos compromete realmente con el mandato del amor. Viene muy bien aquí repetir literalmente el último párrafo de la segunda lectura de hoy: “La religiosidad auténtica e intachable a los ojos de Dios Padre es esta: atender a huérfanos y viudas en su aflicción y mantenerse incontaminado del mundo”.

           Dirigiéndose después a la gente que estaba alrededor, les alecciona de este modo: “Nada que entre de fuera puede hacer al hombre impuro; lo que sale de dentro es lo que hace impuro al hombre”.

           Las cosas que entran en nosotros desde fuera (alimentos, imágenes …) no manchan el interior del hombre, pues todo ha sido creado por Dios y, por tanto, todo es bueno: “Y vio Dios que todo lo que había creado era bueno” (Gén 1,31). En gran medida debido a una filosofía que sólo aprecia lo espiritual y rechaza como algo malo y despreciable la materia, hemos desenfocado el concepto de pecado, situándolo casi siempre en el cuerpo -y en todo lo relacionado con el cuerpo- y olvidando los verdaderos pecados; aquéllos que salen del interior del hombre.

           Jesús, en el relato evangélico de hoy, se hace eco de estas palabras que pronunció setecientos años antes el profeta Jeremías: “Nada hay tan engañoso y perverso como el corazón humano. ¿Quién es capaz de comprenderlo? Yo, el Señor, que investigo el corazón y conozco a fondo los sentimientos, que doy a cada cual lo que se merece, de acuerdo a sus acciones” (Jeremías, 17:9-10). En la misma línea, el rey David nos dejó esta hermosa y consoladora oración del salmo 50 (51), que debemos hacer nuestra: “¡Oh, Dios, pon  en mí un corazón limpio! “¡Dame un espíritu nuevo y fiel! No me apartes de tu presencia ni me quites tu Santo Espíritu!.

Oración sobre las ofrendas

Señor, que esta ofrenda santa nos alcance siempre tu bendición salvadora, para que perfeccione con tu poder lo que realiza en el sacramento. Por Jesucristo, nuestro Señor.

Las ofrendas del pan y el vino se convertirán en el cuerpo y en la sangre de Cristo, es decir, en su persona. Le pedimos al Padre que este milagro que se va a realizar en el momento de la Consagración sirva realmente para nuestra salvación, es decir, para nuestra transformación en Cristo, en lo cual consiste nuestra perfección humana y cristiana.

Antífona de comunión

Qué bondad tan grande, Señor, reservas para los que te temen (Sal 30,20).

Nos disponemos a recibir la comunión, disfrutando en esperanza de las bondades y riquezas abundantes de las que el Señor nos colma. Al recibir a Cristo, sabemos que con él recibimos estas riquezas y la fuerza para llenar nuestra vida de obras de amor con nuestros hermanos.

Oración después de la comunión

Saciados con el pan de la mesa del cielo, te pedimos, Señor, que este alimento de la caridad fortalezca nuestros corazones y nos mueva a servirte en nuestros hermanos. Por Jesucristo, nuestro Señor.

Si al ingerir un alimento lo asimilamos a nuestro cuerpo, en la comunión ocurre al revés: en lugar de asimilar a Cristo a nuestro ser, somos nosotros quienes somos asimilados a su persona. Después de comulgar tenemos la seguridad de que “ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí” (Gál 2,20). Desde esta unión tan íntima con el Señor, pedimos al Padre que nos haga fuertes en el amor para que nuestra vida sea una ofrenda continua a nuestros hermanos, principalmente a los más necesitados, a aquéllos en los que el Señor se hace presente de manera especial. “Cuanto hicisteis a unos de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis” (Mt 25, 40).

Domingo 21 Tiempo Ordinario B

Vigesimoprimer domingo del tiempo ordinario B

 Antífona de entrada

Inclina tu oído, Señor, escúchame. Salva a tu siervo que confía en ti. Piedad de mí, Señor, que a ti te estoy llamando todo el día (Sal 85,1-3).

Con humildad y confianza -“Salva a tu siervo que confía en ti”- y, al mismo tiempo con insistencia -“te estoy llamando todo el día”-, el salmista pide al Señor que incline su oído y le libre del mal momento que está pasando. Avivemos, en el inicio de esta celebración, estas actitudes de humildad, familiaridad y persistencia en nuestra oración, siguiendo la recomendación de San Pablo a los tesalonicenses: “Orad sin cesar. Dad gracias en todo, porque esta es la voluntad de Dios para con vosotros en Cristo Jesús”. (1 Tes 5, 17-18)

Oración colecta

Oh, Dios, que unes los corazones de tus fieles en un mismo deseo, concede a tu pueblo amar lo que prescribes y esperar lo que prometes, para que, en medio de las vicisitudes del mundo, nuestros ánimos se afirmen allí donde están los gozos verdaderos. Por nuestro Señor Jesucristo.

 “Colmad mi gozo, de suerte que sintáis una misma cosa, teniendo un mismo amor, siendo una sola alma, aspirando a una sola cosa” (Fl 2, 2). Esta actitud, que debe caracterizar a los discípulos de Cristo, no es producto de nuestro esfuerzo, sino del Espíritu Santo que constantemente obra en nuestro interior para llevarnos a la unidad con Cristo. Nuestra unidad con Cristo será plena cuando nuestra voluntad y nuestro deseo coincidan, como en Cristo, con la voluntad del Padre: ‘amar lo que prescribes y desear lo que prometes’. La Iglesia nos enseña en esta oración a pedir a Dios lo que realmente necesitamos, que no es lo que estímanos provechoso desde nuestro ser carnal, sino lo que Él, de acuerdo con el plan eterno que tiene sobre cada uno, considera conveniente. De esta forma empezaremos a gozar ya, en medio de las dificultades y vaivenes de esta vida, de las alegrías futuras.

 Lectura del libro de Josué - 24,1-2a. 15-17. 18b

           En aquellos días, Josué reunió todas las tribus de Israel en Siquén y llamó a los ancianos de Israel, a los jefes, a los jueces y a los magistrados. Y se presentaron ante Dios. Josué dijo a todo el pueblo: «Si os resulta duro servir al Señor, elegid hoy a quién queréis servir: si a los dioses a los que sirvieron vuestros padres al otro lado del Río, o a los dioses de los amorreos, en cuyo país habitáis; que yo y mi casa serviremos al Señor». El pueblo respondió: «¡Lejos de nosotros abandonar al Señor para ir a servir a otros dioses! Porque el Señor nuestro Dios es quien nos sacó, a nosotros y a nuestros padres, de Egipto, de la casa de la esclavitud; y quien hizo ante nuestros ojos aquellos grandes prodigios y nos guardó en todo nuestro peregrinar y entre todos los pueblos por los que atravesamos. También nosotros serviremos al Señor, ¡porque él es nuestro Dios!»

       La tradición bíblica parece haber relegado la figura de Josué -quizá por su contemporaneidad con el gran Moisés y sus acciones, casi siempre a las órdenes de éste- a un papel secundario, cuando, en realidad, tuvo una gran responsabilidad histórica, pues fue el encargado de guiar al pueblo en el momento de entrar en la tierra prometida: “Sé fuerte y ten ánimo -le dijo Moisés al nombrarle su sucesor-, pues tú debes llevar a este pueblo a la tierra que el Señor juró dar a sus padres. El Señor irá delante de ti; él estará contigo, no te dejará ni te abandonará: no temas ni te desanimes” (Deut 31, 7-8). Es justo señalar también que, bajo su mando, el Señor, como hiciera con Moisés en el Mar Rojo, detuvo la corriente del río Jordán para que los israelitas pudiesen atravesarlo a pie y entrar por fin en la tierra de Canaán; no deben olvidarse, por otra parte, los episodios bélicos, dirigidos por él en la conquista de Jericó, así como la parada del sol en su cenit para que, al continuar el día, el ejército israelita pudiese vencer a su gran enemigo, el pueblo filisteo. Estos hechos, debidos muy probablemente a circunstancias naturales especiales, contienen una verdad teológica de incalculable valor: Dios acompaña a Israel en todas sus andanzas, en el camino hacia la realización de sus promesas.

         Fue ya al final de su vida cuando reúne a todas las tribus de Israel con el fin de sacarles el compromiso de continuar fieles al Dios de Abraham y reforzar los lazos de la Alianza del Sinaí. Es esta reunión, que tuvo lugar en la ciudad norteña de Siquén, el objeto de esta lectura, tomada del libro que lleva el nombre de nuestro protagonista: el libro de Josuė.

          Consciente de las dificultades que para el pueblo suponía permanecer en todo momento en la fidelidad al Dios de Abraham -“si os resulta duro servir al Señor”- les pone en el brete de tener que elegir entre el Dios de los Padres, el que les había acompañado en la marcha por el desierto y hecho con ellos un pacto de amor, y los dioses del pueblo en el que vivían. Vaya por delante -les dijo- que él y su familia se comprometían a servir y dar culto al Dios de la Alianza: “Yo y mi casa serviremos al Señor. La respuesta del pueblo fue rotunda: “¡Lejos de nosotros abandonar al Señor para ir a servir a otros dioses!”. Una decisión hecha en base a su experiencia de la fidelidad de un Dios que nunca les abandonó: el Dios al que serviremos es el que nos sacó de la esclavitud de Egipto, el que hizo en favor nuestro grandes prodigios y el que nos acompañó en nuestro caminar por el desierto librándonos continuamente de nuestros enemigos y salvándonos de todos los peligros con los que nos encontrábamos.

           Esta ratificación en la fidelidad al Dios de la Alianza, que hicieron las doce tribus ante Josué, ha de ser renovada por todos y cada uno de nosotros, los hijos del Nuevo Israel, prestando fidelidad a Cristo que, como nuevo Josué, nos reúne a todos ante el Padre. Ante las permanentes llamadas de los nuevos ídolos -las riquezas, el poder, el prestigio, las modas, el placer material- se nos pide una opción decidida y valiente por Cristo, el Hijo natural de Dios: “El que no está conmigo está contra mí y el que no recoge conmigo desparrama” (Jn 12,30).

Salmo responsorial - 33

Gustad y ved qué bueno es el Señor.

Bendigo al Señor en todo momento, su alabanza está siempre en mi boca; mi alma se gloría en el Señor: que los humildes lo escuchen y se alegren. (1)

 Los ojos del Señor miran a los justos,sus oídos escuchan sus gritos; pero el Señor se enfrenta con los malhechores, para borrar de la tierra su memoria. (2)

Cuando uno grita, el Señor lo escucha y lo libra de sus angustias; el Señor está cerca de los atribulados, salva a los abatidos. (3)

Aunque el justo sufra muchos males, de todos lo libra el Señor; él cuida de todos sus huesos, y ni uno solo se quebrará. (4)

La maldad da muerte al malvado, los que odian al justo serán castigados. El Señor redime a sus siervos, no será castigado quien se acoge a él. (5)

           Un domingo más, el salmo 33(34), si bien con versículos distintos, como respuesta orante a la primera lectura. La aclamación del pueblo a las distintas estrofas ha sido la misma durante estos tres domingos: “Gustad y vez qué bueno es el Señor”.

           En uno de los versículos del salmo, que escuchábamos el pasado domingo -20 del ciclo B- el salmista nos invitaba a dirigirnos a Dios con estas palabras: “Santos del Señor, adorad al Señor, pues nada les falta a los que lo temen”. Esta invitación es reforzada hoy con esta reflexión: “Cuando uno grita, el Señor lo escucha y lo libra de sus angustias”, y también, “Aunque el justo sufra muchos males, de todos le libra el Señor”.

           Pero, ¿es verdad que el Señor libra a los justos de todos los sinsabores de la vida? Parece que esta aseveración queda incumplida en la práctica totalidad de los casos. Ni siquiera Jesús, el Justo por excelencia, que unas horas antes de comenzar su pasión gritó al Padre para que lo librara del tormento de la muerte -si ésa fuera su voluntad- ni su madre, María, que fue librada desde su nacimiento de todo pecado, escaparon al sufrimiento humano, al igual que el resto de los mortales. Se trata del problema del sufrimiento, abordado a través de toda la Biblia y, de forma directa, en un importante texto de la misma, el libro de Job. Es cierto que sobre esta cara del ser humano la Palabra de Dios deja muchas lagunas y oscuridades, pero, a pesar de todo, nos insta continuamente a seguir creyendo -incluso cuando los acontecimientos y la realidad nos hagan ver lo contrario- que Dios está siempre con nosotros y este ‘siempre’ incluye, por supuesto, los momentos de crisis y dificultad, aquéllos en los que el mundo parece que se nos viene encima. 

           “Los ojos del Señor miran a los justos, sus oídos escuchan sus gritos. Todo un eco de las palabras de Dios a Moisés en la zarza ardiente: “Bien vista tengo la aflicción de mi pueblo en Egipto, y he escuchado su clamor en presencia de sus opresores; pues ya conozco sus sufrimientos” (Éx 3,7). 

           Esta solicitud del Señor por su pueblo y por aquéllos que le temen (=que le obedecen y confían en Él) no es una varita mágica que haga desaparecer todo sufrimiento de nuestras vidas. Ni en el desierto, siguiendo a Moisés, ni en Canaán, obedeciendo a Josué, fue librado el pueblo de todo cuidado, pero ¡eso sí!: la presencia del Señor, que lo acompañaba en todas las circunstancias, le hacía superar todos los obstáculos: “El ángel del Señor acampa en torno a los que lo temen y los libra”, así se expresa el salmista en otro versículo de este mismo salmo. Según el libro del Éxodo, en la noche de la salida de Egipto el ángel del Señor protegía al pueblo en la huida (Ex 14,29) y guió en todo momento su marcha hacia la tierra prometida (Éx 33,34 y 33,2). 

             “Cuando uno grita, el Señor lo escucha y lo libra de sus angustias. Así lo confirma San Lucas en su lección sobre la oración: “Pedid y se os dará; buscad y encontraréis; llamad y se os abrirá ... Qué padre hay entre vosotros que, sí su hijo le pide un pez le da una serpiente ... Si, pues, vosotros, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más vuestro Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo piden” (Lc 11, 9.11.13). 

           “Los ojos del Señor miran a los justos, sus oídos escuchan sus gritos”En la prueba, en el sufrimiento, en el dolor, es hasta recomendable gritar al Señor. También Jesús, desde la Cruz, lanzó el atormentado grito del salmo 22: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mt 37,46). Y, aunque no seamos librados de nuestros problemas en la forma que nos gustaría, los viviremos con el Señor, animados en todo momento por su Espíritu, y ello nos dará sin duda la fuerza para soportarlos y fortalecernos en la fe: “Por eso me complazco en mis flaquezas, en las injurias, en las necesidades, en las persecuciones y las angustias sufridas por Cristo; pues, cuando estoy débil, entonces es cuando soy fuerte” (2 Cor 12,9). Por otra parte, el cristiano sabe que “en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman” (Rm 8,28)

             “El Señor se enfrenta con los malhechores para borrar de la tierra su memoria

          La oposición entre los justos y los injustos, que aparece a lo largo de toda la Biblia y, especialmente, en este salmo, tiene como objetivo principal el exhortarnos a elegir el buen camino, el camino de la sabiduría, que nos mueve a “gozarnos en la ley del señor y a meditarla día y noche” (Sal 1,2) y a tener horror al pecado con el fin de que no se apodere de nosotros y nos lleve a la perdición:“la maldad da muerte al malvado”

          Una última reflexión . No debemos tomar al pie de la letra, y sólo con nuestros ojos humanos, la severidad con la que Dios parece amenazar a los pecadores, como si realmente existiesen dos grupos de hombres, los buenos y los malos. El mal es algo que, como consecuencia de nuestra inclinación al pecado, se encuentra, junto con nuestras buenas disposiciones, en nuestro corazón. Es verdad que el salmo habla de los pecadores -“el Señor se enfrenta con los malhechores”- pero no es al hombre a quien Dios combate, sino al mal, y lo hace para extirparlo radicalmente de nuestro ser y, de esta forma, prepararnos debidamente a la meta para la que hemos sido creados: para “ser santos e irreprochables en la  presencia de Dios” (Ef 1,4).

            [En la redacción del comentario del salmo me ha sido de gran utilidad la lectura reflexiva del mismo, realizado por la biblista francesa MARIE-NOËLLE THABUT]

Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Efesios - 5,21-32

          Hermanos: Sed sumisos unos a otros en el temor de Cristo: las mujeres, a sus maridos, como al Señor; porque el marido es cabeza de la mujer, como Cristo es cabeza de la Iglesia; él, que es el salvador del cuerpo. Como la Iglesia se somete a Cristo, así también las mujeres a sus maridos en todo. Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a su Iglesia: él se entregó a sí mismo por ella, para consagrarla, purificándola con el baño del agua y la palabra, y para presentársela gloriosa, sin mancha ni arruga ni nada semejante, sino santa e inmaculada. Así deben también los maridos amar a sus mujeres, como cuerpos suyos que son. Amar a su mujer es amarse a sí mismo. Pues nadie jamás ha odiado su propia carne, sino que le da alimento y calor, como Cristo hace con la Iglesia, porque somos miembros de su cuerpo. «Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne». Es este un gran misterio: y yo lo refiero a Cristo y a la Iglesia.

           El texto que la Iglesia nos propone como segunda lectura se inscribe en las recomendaciones prácticas que deben seguir los cristianos, al saberse elegidos por Dios desde toda la eternidad para ser sus hijos. El capítulo 5, del que está extraída esta lectura, comienza con la exhortación a imitar a Dios, como hijos suyos que somos y “a vivir en el amor como Cristo nos amó y se entregó por nosotros, como oblación y víctima de suave aroma”.

           Con esta otra parecida exhortación comienza la lectura de hoy: “Sed sumisos unos a otros en el temor de Cristo, es decir, poneos todos al servicio de todos por Cristo, a través del cual el Padre nos ha otorgado a todos la dignidad de ser sus hijos y, por ello, hermanos en el sentido más real de la palabra. Ello fue lo que le llevó a San Pablo a exhortar de esta forma a los filipenses, y también a nosotros:  “Nada hagáis por rivalidad, ni por vanagloria, sino con humildad, considerando cada cual a los demás como superiores a sí mismo, buscando cada cual, no su propio interés, sino el de los demás” (Fil 2,3-4)

             Es en este contexto en el que San Pablo introduce el tema del amor entre los esposos, un amor que debe ser un reflejo del amor de Cristo a su Iglesia, que, a su vez, refleja el amor de Dios por la humanidad. Todo lo que Cristo ha hecho y hace por su Iglesia es lo que debe hacer el esposo por su esposa y la esposa por su esposo. A este propósito, nos dice San Juan Pablo II en la encíclica Mulieris dignitatem: Mientras que en la relación Cristo-Iglesia, la sumisión es sólo de la Iglesia, en la relación marido-mujer la «sumisión» no es unilateral, sino recíproca”. Y añade: “Todas las razones en favor de la «sumisión» de la mujer al hombre en el matrimonio se deben interpretar en el sentido de una sumisión recíproca de ambos en el «temor de Cristo». La medida de un verdadero amor esponsal encuentra su fuente más profunda en Cristo, que es el Esposo de la Iglesia, su Esposa”(Mulieris dignitatem, 24).

           No estaba en San Pablo la pretensión de subvertir las estructuras sociales del mundo que le tocó vivir, un mundo en el que era normal la esclavitud y en el que el marido era por derecho propio el jefe de la familia, pero sí quería renovarlas desde dentro mediante el amor cristiano, que no distingue entre hombre y mujer, entre judío y griego, entre esclavo y libre, pues “todos somos una sola cosa en Cristo” (Gál 3,28). Desde estas estructuras, tan alejadas, al menos en teoría, de nuestro mundo actual, se dispone a darnos el verdadero sentido del matrimonio y del amor conyugal. Quitando todo matiz que suene a esclavitud e inferioridad -así lo debieron entender los efesios- las mujeres deben someterse a sus maridos, pues “el marido es cabeza de la mujer como Cristo es cabeza de la Iglesia”. Al mismo tiempo, el marido debe amar a su esposa como Cristo ama a la Iglesia. ¿Y cómo amó Cristo a su Iglesia? Entregándose por ella, es decir, dando su vida por ella, para consagrarla, para purificarla y para presentarla ante el Padre gloriosa y sin mancha ni arruga. Siguiendo con este fundamento del matrimonio cristiano, San Pablo proclama las consecuencias absolutamente radicales del amor entre los esposos, consecuencias que, aunque referidas en el texto al marido respecto de la mujer, valen igualmente -ya lo hemos dicho- de la mujer respecto a su marido. Ambos son un solo cuerpo: “Serán los dos una sola carne. Por esta razón “Los maridos deben amar a sus mujeres -y las mujeres a sus maridos- como cuerpos suyos que son”

           Sobran los comentarios. “Amar a su mujer -y ésta a su marido- es amarse a sí mismo. Pues nadie jamás ha odiado su propia carne, sino que le da alimento y calor

           Desde este amor recíproco, los esposos están reproduciendo en su hogar la relación de amor de Cristo con su Iglesia. Aquí reside la verdadera humanización del matrimonio: en la imitación del amor de Cristo, el hombre perfecto, a su Iglesia. “Es este un gran misterio: y yo lo refiero a Cristo y a la Iglesia”.

Aclamación al Evangelio

           Aleluya, aleluya, aleluya. Tus palabras, Señor, son espíritu y vida; tú tienes palabras de vida eterna.

 Lectura del santo evangelio según san Juan - 6,60-69

           En aquel tiempo, muchos de los discípulos de Jesús dijeron: «Este modo de hablar es duro, ¿quién puede hacerle caso?» Sabiendo Jesús que sus discípulos lo criticaban, les dijo: «¿Esto os escandaliza?, ¿y si vierais al Hijo del hombre subir adonde estaba antes? El Espíritu es quien da vida; la carne no sirve para nada. Las palabras que os he dicho son espíritu y vida. Y, con todo, hay algunos de entre vosotros que no creen». Pues Jesús sabía desde el principio quiénes no creían y quién lo iba a entregar. Y dijo: «Por eso os he dicho que nadie puede venir a mí si el Padre no se lo concede». Desde entonces, muchos discípulos suyos se echaron atrás y no volvieron a ir con él. Entonces Jesús les dijo a los Doce: «¿También vosotros queréis marcharos?» Simón Pedro le contestó: «Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios».

           Con esta lectura concluye el discurso del pan de vida que venimos meditando estos domingos. A lo largo del mismo, Jesús ha hecho afirmaciones muy difíciles de aceptar. Entre ellas destaca aquélla en la que se refiere a sí mismo como alguien que ha bajado del cielo -“Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo” (Jn 6,51)- y esta otra, muy relacionada con la anterior, en la que ofrece su cuerpo como comida y su sangre como bebida -“Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre, verdadera bebida. El que come mi carne y bebe ni sangre está en mí y yo en él” (Jn 6,55-56)-. “Este modo de hablar es duro, ¿quién puede hacerle caso”: esta fue la reacción de los oyentes, incluidos muchos de sus discípulos.

             Jesús, que sabía lo que estaban pensando, se lo pone aún más difícil: “Y si vierais al Hijo del hombre subir a donde estaba antes?” Una respuesta que resulta aún más escandalosa, pues ¿cómo entender que podría subir al cielo un hombre que, por lo que dice públicamente, es un blasfemo? Con intención de profundizar en su pensamiento, Jesús les aclara que sus palabras sólo pueden ser entendidas desde la lógica  de Dios, nunca desde nuestra mentalidad terrena y carnal, viciada por el pecado: “El espíritu es quien da la vida -se trata de la vida eterna, la vida de Dios, de la que Jesús nos hace partícipes-, la carne -el hombre reducido a sus solas fuerzas- no sirve para nada. Y las palabras que os he dicho - se refiere a las pronunciadas en todo el discurso- son espíritu y vida”

           A pesar de que los discípulos han sido suficientemente aleccionados por Jesús sobre la nueva vida que recibirán del Padre, la dureza que aprecian en sus palabras lleva a muchos de ellos a no creer, algo que Jesús, por conocer lo que hay en el corazón del hombre, sabía perfectamente; en efecto, sabía quiénes habían sido dóciles a la voz del Padre, que les llevaba a Él, y quiénes no: “Nadie puede venir a mí sí el Padre no se lo concede”

           Por fin, fin llega la gran deserción: “Muchos discípulos suyos se echaron atrás y no volvieron a ir con Él”. De la gran multitud que asistieron al milagro de la multiplicación de los panes sólo quedaron los doce y, entre ellos, el que lo iba a entregar, un anuncio de su pasión y muerte durante la cual fue abandonado incluso por sus amigos. Jesús, probablemente afectado en su corazón humano, busca alivio en los doce: “¿También vosotros queréis marcharos?”. Como en aquella otra ocasión, en el camino hacia Cesarea (narrada por los sinópticos), Pedro se hace el portavoz de los demás: “A quién vamos a acudir. Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios”.

           Los israelitas decidieron ante Josué servir al Dios de sus Padres (primera lectura). Nosotros nos hacemos eco de la decisión de San Pedro, en nombre de los demás apóstoles, de acudir en todo momento al Señor, pues sólo el Señor, como VERDAD y LUZ DEL MUNDO: nos saca de las tinieblas del sinsentido, como CAMINO: nos conduce a la verdadera libertad y a ser ‘cada vez más’ nosotros mismos, como VIDA: nos hace participar con Él de la misma vida de Dios, una vida volcada ‘totalmente’ en el amor y en el servicio a los hombres, nuestros hermanos, especialmente a los que viven  más necesitados. Todo ello se hará realidad en la comida eucarística: “Obrad, no por el alimento perecedero, sino por el alimento que permanece para vida eterna, el que os dará el Hijo del hombre," (Jn 6,27).

 Oración sobre las ofrendas

Señor, que adquiriste para ti un pueblo de adopción con el sacrificio de una vez para siempre, concédenos propicio los dones de la unidad y de la paz en tu Iglesia. Por Jesucristo, nuestro Señor.

La liturgia hace que trascendamos nuestro ámbito individual con el fin de vivir nuestro ser comunitario en la Iglesia, pueblo de Dios, adquirido por Cristo en su ofrenda sacrificial al Padre. Para este pueblo pedimos los dones de la unidad y de la paz, la unidad que pidió Jesús al Padre para los que iban a creer -que “sean uno; como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros” (Jn 26, 20-21)- y la paz que procede del Padre y que nos da Cristo, no la que construimos nosotros con nuestros pensamientos y actitudes carnales: “La paz os dejo, mi paz os doy; yo no os la doy como el mundo la da” (Jn 14, 27).

Antífona de comunión

La Tierra se sacia de tu acción fecunda, Señor, para sacar pan de los campos y vino que alegre el corazón del hombre (cf. Sal 103,13. 14-15).

El labrador siembra y trabaja la tierra, pero es el Señor el que la hace fecundar, sacando de ella el pan que nos alimenta y el vino que alegra nuestros corazones. Estos mismos bienes de la tierra se convierten para nosotros en el verdadero alimento y bebida, en el cuerpo y en la sangre del Señor. Al alimentarnos de este sacramento, nuestra vida se convierte en su vida y nuestra existencia pasa a ser, como en Cristo, una pro-existencia, esto es, una vida para los demás.

 Oración después de la comunión

           Te pedimos, Señor, que realices plenamente en nosotros el auxilio de tu misericordia, y haz que seamos tales y actuemos de tal modo que en todo podamos agradarte. Por Jesucristo, nuestro Señor.

         Hemos recibido a Cristo en nuestras almas. Se ha realizado “plenamente” en cada uno de nosotros “el auxilio de la misericordia divina”. Este dechado de amor nos da derecho a suplicar al Padre para que nuestra vida se asemeje totalmente al Don con el que hemos sido agraciados, es decir, a Cristo “que vino a nosotros, no a ser servido, sino a servir”. Que, como Cristo, podamos “agradar al Padre” en el servicio desinteresado y continuo a nuestros hermanos. “Amaos unos a otros como yo os he amado” (Jn 13, 34)